Los secretos de Tato Bores: del hablar rápido a la razón por la cual usaba frac

Tato Bores o Mauricio Borensztein, su nombre real, fue el mayor humorista político de televisión. Sus críticas ácidas y furibundas hicieron temblar a más de uno
27 de abril 2022 · 09:22hs

A más de un argentino el nombre Mauricio Borensztein “le suena”, pero si se nombra a Tato Bores, no existe argentino -sobre todo nacido en el siglo pasado- que no sepa quién es ese hombre que durante décadas hizo reír y pensar.

Nació un 27 de abril pero hace 95 años y, como el título del sainete de Vaccarezza, “su cuna fue un conventillo” en Tucumán y Carlos Pellegrini. En la casa de Zure y Samuel no sobraba nada y faltaba bastante, tanto que el hijo se duchaba una vez por semana en los baños públicos de la ciudad. Para ayudar un poco consiguió un trabajo por lo menos original: abridor de puertas de coches en la vereda del Teatro Cervantes.

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Sus comienzos en el espectáculo fueron en 1943. Tenía 14 años cuando empezó como plomo de la orquesta de Luis Rolero que tocaba en el programa de Pepe Arias, por Radio Splendid. Para esa época Tato abandonó el secundario. Quedó libre por exceso de faltas, aunque a veces él contaba que lo echaron “por burro”.

Rodeado de músicos decidió que sería clarinetista; con poca paciencia para estudiar, comenzó a destacarse contando chistes. En una despedida de solteros se cruzó con Pepe Iglesias. Sus bromas lograron no solo su carcajada, sino también una invitación a ser su partenaire. Su personaje del alumno Igor, un chico judío que contaba su travesuras por Splendid, pronto se hizo conocido y lo depositó en el teatro Maipo, donde brilló durante casi una década. En 1949 debutó en cine con dos producciones: Campeón a la fuerza y Un pecado por mes.

El año 54 no fue importante ni inolvidable en lo laboral, pero sí en lo personal: se casó con Berta Szpindler. La boda tuvo condimentos de novela. Los padres no querían que su hija se casara con un artista y como ella no le pidió a su novio que abandonara la carrera, la echaron de su casa. A Berta no le importó, el día de la boda se casó con vestido y zapatos prestados pero sonrisa propia, publica Teleshow.

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Tato admitía orgulloso que siempre le gustó más “la vida familiar que la farra” y que para mantener un matrimonio tanto tiempo “hay que tenerlas de cemento armado, pero no solo el hombre: también la mujer”. Berta se convirtió en su compañera incondicional que lo acompañó y sostuvo en buenas y malas. La familia se completó con la llegada de Alejandro, Sebastián y Marina. “Nunca me dieron problemas ni debí ponerme excesivamente severo”, contaba orgulloso.

En el 57, cuando las cámaras parecían cajones de fruta, Tato decidió probar en la televisión. El ciclo se llamaba Caras y Morisquetas, con guion de Landrú. Todavía no era referente del humor político pero comenzaba a serlo. “Las cosas que decíamos de Rojas y Aramburu... Por ellos fue la frase ‘el que sabe sabe, y el que no sabe es jefe’. Éramos inconscientes”, recordaba de aquella época.

Fue en los 60 que nació el personaje que lo hizo inmortal: Tato Bores. Tato, siempre en domingo fue el primer ciclo donde apareció el hombre de frac y peluca. Seguirían otros títulos –Dígale sí a Tato, Déle crédito a Tato, Tato por ciento, Tato diet, Tato, que bien se tv, entre otros-, pero siempre manteniendo la esencia: frac, peluquín, flequillo, discurso aceleradísimo, llamadas telefónicas al presidente de turno, patines, acidez de crítico, insolencia de humorista y una excelencia poco habitual en televisión.

Una de las características de Tato era que hablaba rapidísimo. Lo que podía parecer un estilo en realidad era una estrategia. Es que aunque resulte increíble, lo hacía porque le daba bastante vergüenza estar frente al público. Hablaba veloz porque “tengo el miedo de torero: quiero terminar la faena rápido”, como explicó alguna vez. “El torero que le tiene miedo al toro hace rápido todas las morisquetas que el público espera para matar al toro e irse”.

Tato reconocía que era un obsesivo por no improvisar, por tener todo ensayado, por hacer las cosas bien, pero todo eso de debía no a un perfeccionismo profesional sino a su vergüenza. “Cuando termino en la tele, cuando sale el cartelito que dice ‘Fue una producción de Proartel’, es el peor momento porque hay que empezar de nuevo”. Otra explicación a la rapidez de sus palabras lo remontaba a sus comienzos en el teatro de revistas. “No me dejaban estar mucho en el escenario así que me apuraba. Además si yo me perpetuaba en escena, ¿qué hacían las figuras más importantes?”.

Su personaje siempre vestía frac. No era por ínfulas de pituco, lo usaba porque “como los gobiernos cambian tanto de ministros, embajadores y secretarios, hay que estar listo en caso de que nos toque un cargo”. Algo de razón tenía: desde su primera aparición en televisión pasaron 16 presidentes y 37 ministros de Economía.

Otro distintivo era la peluca, la comenzó a lucir el día que descubrió que podía decir más cosas disfrazado que vestido normalmente. Agregó los anteojos sin vidrio y el cigarro. Fumaba dos por programa, no se apagaban y sabía darle la pitada en el momento justo.

En días de grabación entraba al canal a las ocho de la mañana y muchas veces terminaba a las nueve de la noche. “Es tan arrasador el trabajo, tal la energía mental que me consume, que cuando termino ya no me acuerdo de lo que hice”, le contaba a Marcelo Birmajer en una entrevista allá por el 93. Alcanza un dato para medir su entrega: finalizado el programa se quedaba afónico un par de días.

Como describió Marcelo Figueras, Tato era el bufón de la corte: divertía a los poderosos (“Los militares se mataban de risa con el programa”, solía decir, incrédulo), y mientras los dictadores se reían, colaba la estocada. Quizá por eso tenía sobre su escritorio un cartelito con dos palabras: “Darse cuenta”.

Aunque muy premiado, Tato no creía en los premios. La culpa la tuvo la primera distinción que le dieron. Fue en Montevideo, cuando el presidente del Club Atenas, conmovido con el monólogo de ese joven de 21 años, subió al escenario y para homenajearlo se sacó un prendedor de oro de la solapa y se lo entregó. Tato casi llora de emoción pero al terminar la actuación, el hombre se acercó y le exigió la devolución del prendedor con un “No lo habrás tomado en serio, pibe…”. Jamás se volvió a tomar en serio un galardón, tanto que cuando lo nombraron Ciudadano Ilustre de Buenos Aires comentó: “No puedo ser ciudadano ilustre de una ciudad que nombra ciudadano ilustre a un tipo como yo”.

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Tato fue uno de los primeros en descubrir que trabajar para vivir no es lo mismo que vivir para trabajar. Parece un juego de palabras pero por más cursi que suene, es un juego de vida. Sus programas nunca duraban más de seis meses: la otra mitad del año Tato personaje descansaba y Mauricio Borensztein vivía en Punta del Este, disfrutando de la costa, de la familia, de lo lindo de su linda vida.

Aunque sus personajes eran amados por el público no pasó lo mismo con aquellos que detentan “el palito de abollar ideologías”, como decía Mafalda. Cuando interpretaba al alumno Igor, desde el Ministerio de Educación lo prohibieron porque los chicos hablaban como su personaje. En 1974, Dele crédito a Tato, escrito por Aldo Cammarota, fue sacado del aire. “Me rajaron al día siguiente de morir Perón, por mandato de López Rega”, contaría. Se refugió en unipersonales teatrales.

En 1979 volvió a la televisión con Tato versus Tato. Fue un regreso con gloria pero sin calma, lo llamaron por teléfono y lo amenazaron: “Hay una bomba en el palier de su casa, no hable más’”. No era broma, la bomba estaba y se pudo desactivar. Tato no se acobardó y siguió con su programa. En 1987 los tres canales, en ese momento estatales, se negaron a contratarlo porque “no había nada para decir”.

Sin duda el hecho más recordado ocurrió el 10 de mayo de 1992. La jueza federal María Servini de Cubría pidió que se censurara parte de la apertura de Tato de América. El programa se emitió y aquellas imágenes en las que se aludía a Servini fueron tapadas con un cartel que decía “Censura judicial”. Tato Bores había prometido contestar con humor. Y así fue: buena parte de la colonia artística, músicos y periodistas se juntaron para cantar “La jueza Barú Budú Budía, es lo más grande que hay”. Recuerde o conozca el lector ese momento:

Así como Tato poseía una habilidad única para decir sus monólogos -pronunció dos mil, y siempre de memoria- también la tenía para elegir sus libretistas. Trabajó con Carlos Warnes (alias César Bruto), Aldo Cammarota y Juan Carlos Mesa, pero también con Oscar Blotta, Carlos Abrevaya, Jorge Guinzburg, Basurto, Geno Díaz, Santiago Varela y José María Jaunarena. Sus libretistas admiraban el rigor y el respeto que ejercía con los textos. Jamás improvisó una sola línea, todos sus parlamentos estaban escritos y lo que no, se negaba a decirlo. Desarrolló una memoria gigante que le permitía recordar unas seis mil palabras por programa. Compare el lector con esta nota, que tiene dos mil.

Podría haberse quedado en la comodidad de lo conocido pero en 1988 sorprendió con Tato diet. Sus hijos, Alejandro y Sebastián, se hicieron cargo de la producción y renovaron textos y estética. Apareció un “inodoro justiciero” y las canciones escritas por Charly García para el programa. “Yo trabajaba siempre solo, el libretista y yo. Ahora piensan por mí y ya no tengo que estudiar tanto como estudiaba”, decía.

“Presidente, si a usted le gusta tanto el fútbol ¿por qué no de da la AFA el rango de ministerio? Ya sé, hay siete, pero se arregla fácil. Saque alguno que no se use mucho: Trabajo, Educación, Justicia”. (En 1993, presidencia de Menem).

“Este es un país con premisas claras: en verano no hay ni electricidad ni agua. En invierno no hay gas. Sin embargo lo seguro es que los teléfonos andan mal todo el año. Servicios caros y malos, pero eso sí: sin sorpresas”.

“Los comunicadores sociales son como los loros: le dan al pico, se van por las ramas, te miran de arriba y ya son plaga”.

“El gran corrupto no va en cana nunca. Escuchen: Yaciretá, la leche podrida, la escuela shopping, Al Kassar y los 40 pasaportes, los DNI, pilas de denuncias y un solo tipo en cana, Mario Caserta. No se entiende si está en cana por sus cosas o fue en representación de los demás”.

“A ver si entendí bien: ¿ustedes con los impuestos a las tarifas, los tarifazos, guadañan toda la ‘mosca’, la gente se queda sin guita, no compran dólares y así el dólar baja? ¡Sí la gente está más seca que galleta de campo, no solo no pueden comprar dólares, sino que no pueden comprar morfi, no pueden comprar remedios, no pueden comprar pilchas!”.

“Una vecina me contó: ‘Tato a mi almacén me lo asaltan todos los días, no podemos atender al público porque los asaltantes nos ocupan demasiado tiempo’”.

En 1993 realizó su último programa: Good Show. No fue el final esperado, se lo levantaron sin muchas explicaciones. “Hubo una mano negra”, aseguró. Ya no volvió. El 11 de enero de 1996 un agresivo cáncer óseo lo derrotó. Desde entonces se extraña al caballero de anteojos gruesos y peluca. Tato aseguraba: “Me rajaron varias veces, pero nunca me quedé con ganas de decir nada”.

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