Atrapar sonidos y volverlos palabras era el gran desafío que tenía Celia en estos días de verano. Para cualquier persona esto podría parecer una cosa sin importancia, algo muy pequeño en el transcurrir de los días. Como cuando esas piedras muy chiquitas se te quedan trabadas en los dibujos de la suela de las zapatillas. Las piedritas se atascan, sentís un ruido que te hace apretar los dientes, continúas caminando y ya: pasados unos minutos no hay rastros, se diluyeron entre pisada y pisada. Pero no. El asunto de los sonidos no era cosa menor para su mundo de gurisa inquieta.
La gurisa y los sonidos
Esta misión había nacido cuando descubrió que tenía un problema: entre las cosas que existían en el mundo había algunas que todavía no podía nombrar. Un problema tan grande como enorme es el Paraná, que es un río tan pero tan largo que, el camino de agua que dibuja a su paso, no se puede atravesar así nomás. Y Celia tenía que encontrar la manera de navegar por este problema.
Celia era una gurisa pequeña, tenía una flor de aromito que simulaba ser nariz y los pelos revueltos como ramitas de sauce. Hablaba todo el tiempo, con cualquier ser vivo que encontraba a su alrededor. Daba lo mismo si se cruzaba con la vecina, el lapacho que había empezado a crecer solo en un rincón del patio o los bichos bolitas que encontraba en la plaza Sáenz Peña.
Siempre tenía algo para decirles: “buen día” al arbolito cuando se levantaba, les leía un cuento a los animales cuando éstos se disponían a dejar su forma redonda, o le preguntaba si sabía bailar chamamé a la señora de al lado.
Celia pintaba el mundo con las palabras que conocía. O, al menos, eso intentaba. Porque algunos días se daba cuenta que, en realidad, le faltaban algunas. Quería hablar, largar algo que pasaba por su cabeza y no aparecían: había un vacío, un agujerito que no llegaba a convertirse en sonido. Pero ella estaba convencida que lo que quería decir debía estar por algún lado. Y su tarea de verano era encontrar cómo nombrar lo que aún no lograba ser dicho.
Algunos días ocurría que veía algo, o sentía alguna sensación, o pensaba en algo que estaba haciendo, ¡y es allí cuando se daba cuenta de que no había palabras para decir! A veces, por ejemplo, sentía un dolor en alguna parte de su cuerpo pero no encontraba cuál era la palabra precisa para nombrarlo. Porque no era como un dolor de panza. Era más bien como aquello que sintió un día en que jugaba con Fede y Juani en el Patito Sirirí, su parque preferido. Estaban meta armar ciudades de arena cuando llegó Mati con unos autitos en el bolsillo e invitó a los chicos a jugar. “Vos seguí con tus casitas”, le dijo a ella. En ese momento una sensación finita y punzante le atravesó todo su cuerpo. Era un dolor, sin duda: uno muy parecido a lo que experimentó cuando quiso jugar con unas herramientas de madera en un cumpleaños (¡había una pinza de madera igual a la “de verdad” que tenían en su casa!) y alguien le dijo “¿por qué no jugás con otra cosa?” Sintió como un pinchazo de una aguja. Como si una lombriz caminara muy lento por su cuerpo y en el camino la pinchara despacito. Desde la cabeza a los pies, Celia percibió ese dolor finito. Pero no supo cómo llenar el silencio.
Celia comenzó a preguntarse acerca de aquello que no podía nombrar.
Se preguntaba qué era lo que realmente quería decir. Porque sentía que las palabras eran como un techo de una casa que está puesto a muy poca altura y hay que agacharse para caminar. Necesitaba encontrar nuevos sonidos para volver a construir esa casa.
Al principio pensó que el problema era que no conocía la cantidad suficiente de palabras. Así que pasó varios días a la semana ocupada en leer un diccionario y algunos libros que encontró en la biblioteca.
El primer día aprendió de memoria el alfabeto; el segundo día ya conocía el significado de las palabras humedales y ecosistema; al quinto, los nombres de los departamentos entrerrianos; para el fin de semana usaba muy bien los tiempos verbales. Llegando al día diez ya sabía los nombres de los árboles que veía de camino a la casa de su prima: un ceibo, las flores lilas de un jacarandá, un fresno casi llegando a la esquina de la plaza, el algarrobo que se ve desde afuera de ese patio inmenso. Pero había cosas en su mundo que seguían sin poder ser nombradas.
Dedicó muchas semanas a esta aventura. Por las noches enumeraba en voz baja todo lo que había dicho en el día. Hacía dibujos imaginarios en el techo tratando de encontrar la forma que tendrían aquellas palabras que le habían quedado por decir. Se concentraba tanto en esta tarea que, sin notar siquiera lo cansada que estaba, se iba quedando dormida.
Una noche soñó que con una red gigante atrapaba letras que bailaban a su alrededor. Eran miles, de múltiples colores, pero siempre, siempre la rodeaban. Nacían de su mirada, de la comida que preparaba su familia, de las personas con las que conversaba, de los juegos que jugaba en el patio de la escuela y de otro montón de situaciones que vivía todos los días. Ahí estaban, en sus vivencias y en las cosas de su alrededor. Sólo tenía que poder verlas.
— ¡Tengo un sonido en la boca! —gritó Celia cuando apenas abrió los ojos.
El lunes recién arrancaba, su mamá y su papá se preparaban para ir a trabajar pero esa mañana algo había cambiado. Ella, por fin, había logrado atrapar un sonido y lo podía poner a rodar. ¡Y estaba feliz! Tan feliz como eran esos días que la mamá la llevaba a investigar los caminos entre las barrancas del Parque Urquiza y esperaban la noche para desprender historias de las estrellas.
Porque ahora sí: iba a poder decir lo que traía encerrado en su cabeza. Esas palabras que ella veía todos los días pero no lograba compartir. Porque ¿cómo nombrar algo para lo que aún no tenemos sonidos?
Sobre la autora
El cuento es de María Laura Ríos. Ella nos dice: "Crecí en Hernández y desde hace varios años vivo en Paraná. Trabajo en el ámbito de la salud pública en actividades destinadas a jóvenes, algunas de las cuales están vinculadas al mundo de la lectura y la escritura. Algunos poemas que escribí integran la antología “Flotar” (Proyecto Camalote) y “Siempre fue el río un color” (Poemas del Taller Toda Persona es Poeta / Fundación Cauce)".