Acostumbrada a ver el rostro de la pobreza y la indigencia por su actividad en el hospital San Roque, Marisel Cabrera, presidenta de la Fundación Solidaria Mitre, igualmente se asombró al llegar y ver uno de los agujeros profundos de la periferia paranaense, allí donde la retórica sobre derechos humanos y presencia del Estado son parte de los desechos entre los que viven sus pobladores. “El Estado tiene que estar ahí y es lo que más deseo”, reflexionó la técnica en Medicina estética al señalar dicha ausencia en los lugares donde despliegan su actividad de asistencia y promoción.
Indigencia y deshumanización a solo diez minutos del centro
Foto: UNO/Juan Ignacio Pereira
Acostumbrada a ver el rostro de la pobreza y la indigencia por su actividad en el hospital San Roque, Marisel Cabrera, igualmente se asombró al llegar y ver uno de los agujeros profundos de la periferia paranaense
Entrevista con Marisel Cabrera, de Fundación Mitre. Salud y familia. Un trabajo riguroso. Mujeres, tetas y cosas insólitas. La vida de los caídos del sistema
Entrevista con Marisel Cabrera, de Fundación Mitre. Salud y familia. Un trabajo riguroso. Mujeres, tetas y cosas insólitas. La vida de los caídos del sistema
Barrio y felicidad
—¿Dónde naciste?
—En Paraná, zona del Club Patronato, calle Grella, entre Almirante Brown y Vucetich.
—¿Hasta cuándo viviste allí?
—Hasta los 23 años, que me casé y fui a calle Santo Domínguez, donde nacieron mis hijos mellizos y otro más chico.
—¿Cómo era la zona en tu infancia?
—No tan poblada como ahora. Por Brown cruzábamos un puente sobre un arroyo, ahora entubado, y nuestros padres se enojaban porque íbamos a barrio Aatra. Fui muy feliz allí.
—¿Otras referencias?
—Me gustaba la Escuela Hogar y era un límite, la placita Pancho Ramírez, y nos criamos y jugué al vóley en el club.
—¿Qué visión tenías del centro?
—Era un desafío llegar, y me escapaba, al igual que para ir al Parque Urquiza, cuando nos rateábamos.
—¿A qué jugabas?
—A la escondida, a la rayuela (risas), a la payanca… se me pone la piel de gallina. Con mi hermano andábamos mucho por la calle y en bicicleta. Me gustaba nadar pero quedé traumada cuando un amigo me empujó a la pileta. De grande, comencé a remar pero todavía tengo ese recelo. Ahora no hago nada (risas) aunque la genética me ayuda.
Familia y vocación de servicio
—¿Qué actividad laboral desarrollaban tus padres?
—Mi mamá fue de las primeras enfermeras en el Centro de Salud Zeballos, con mucha vocación de servicio y donde trabajó mucho tiempo gratis, y fue donde se jubiló. Mi papá se jubiló en el Hospital San Martín, como jefe del área de ambulancias.
—¿Sentías una vocación?
—Ser actriz, participaba en los actos de la escuela e iba a los Ángeles Custodios, donde me disfrazaba de payaso; estuve en centros de estudiantes, de cooperativismo y en los exploradores de Don Bosco.
—¿Por qué desististe de la actuación?
—Cuando comencé la secundaria se me pasó; siempre me gustó la medicina y la ciencia.
—¿Estaba ese mandato familiar?
—Para nada, aunque tenía afinidad por la gente.
Buscando y estudiando
—¿Materias predilectas?
—Biología, Historia y Geografía, y odiaba Matemáticas e Inglés. Fui buena alumna.
—¿Leías?
—Siempre, sobre Metafísica, ciencias y cosas raras.
—¿Qué decidiste estudiar?
—Medicina pero estaba en Buenos Aires, así que estudié instrumentación quirúrgica; luego, en Santa Fe, terapia ocupacional, hasta tercer año. No sabía lo que quería. Volví, me anoté en Comunicación Social y Guillermo Alfieri siempre destacaba mis redacciones.
—¿Escribías antes?
—Siempre, poesías y otros textos sobre situaciones y personas. También me gusta la fotografía.
—¿Qué hiciste finalmente?
—Me casé (risas) haciéndole la contra a mis pobres padres, luego de seis meses de novios, quedé embarazada enseguida y tuve los mellis. Trabajaba en Telecom, renuncié, aunque seguí haciendo cursos, hasta que cuando crecieron mis hijos estudié Histopatología, Citogenética, y trabajé muchos años en un equipo del Hospital San Roque, donde investigábamos las malformaciones y era referente de la Red Nacional de Anomalías Congénitas. Recibíamos los casos de la provincia, armamos un comité de investigación con Sonia Velázquez, Diego Garcilazo y Alejandro Gelmi, y presentamos un proyecto de ley que hacía obligatoria las denuncias, para poder tener estadísticas, pero tuvimos muchos problemas. Trabajé ocho años gratis, al igual que en el área de cirugía plástica. Me obsesioné con ese trabajo, por eso me separé y descuidé muchas cosas relacionadas con mis hijos. Me hubiera gustado ser investigadora.
Datos de una red
—¿Algún dato revelador?
—Antes de eso eran sesgados. La conclusión es que es multifactorial; se ven muchas malformaciones genéticas y congénitas.
—¿Establecieron relaciones con el uso de glifosato?
—No es el principal factor, ya que además está la alimentación, vivienda, cloacas, agua potable y adicciones.
—¿Qué constantes observabas?
—Gastroquisis, como consecuencia de adicciones, embarazadas que se automedican e infecciones urinarias.
—¿Algo impensado?
—Las sirenomelias, niños que nacen con las extremidades inferiores unidas, parecen una sirena, no tienen sexo y viven un par de horas. Pude verlo y trabajar con (el doctor Eduardo) Castilla, un genetista muy importante.
Modelos, presión y ansiedad
—¿Por qué la relación con la estética?
—Es mi fuerte y lo hago desde hace 25 años; primero hice cosmiatría y luego medicina estética.
—¿Qué posibilidades surgieron en ese lapso?
—Modificar el rostro, el cuerpo, hacer crecer el pelo con una droga, y modificar la calidad de vida con la medicina antiedad.
—¿Cómo varió la demanda?
—La preocupación por la figura comienza desde que son chicas y en los varones también. Entre los adolescentes hay grupos muy crueles y que discriminan.
—¿Por ejemplo?
—Un pibe tenía un acné gravísimo y no quería salir. Lo tratamos junto con una dermatóloga. Parece una pavada pero me dijo “me salvaste”.
—¿Qué te piden las mujeres?
—¡Vienen con cada idea rara! Soy muy crítica, les bajo la ansiedad y les digo que es imposible.
—¿Por ejemplo?
—¡Cosas insólitas! Ser flaca o tener culo en una semana, que desaparezca la flacidez en poco tiempo… Somos muy ansiosas.
—¿Qué trastornos psicológicos están asociados a esa cuestión?
—Son adictivas e incluso entran en abstinencia. Yo les digo “no vengan más”.
—¿Cuál es tu límite?
—Lo tengo y digo “esto no lo hago”. Algunas lo entienden y otras no.
—¿Hay un modelo estético o mujer que te atraiga?
—Me llama mucho la atención Nacha Guevara, quien es grande, le ves el cuello, las manos y la piel, y todos me preguntan “si está hecha entera”. A veces la genética ayuda y tengo pacientes que no se hacen nada. La conozco a Carmen Barbieri, es preciosa, y me ha dicho que no toma nada, salvo que se ha puesto algún botox.
Sarna, frío e indigencia
—¿Cómo se generó la fundación?
—Hace cuatro años llegó al hospital Florencia, con un grupo de gurises del barrio Los Berros, por un brote de sarna. Los vieron, le hicieron la ficha ambiental y no les dieron mucha atención. El contexto donde vivían era terrible y no le podían dar Ivermectina porque no tenían agua para bañarse. Les dieron algo pero el brote continuó. Hablé con Guimarey, del Laboratorio Lafedar, para saber si podían hacer un producto con un PH neutro, que se pudiera aplicar y no sacarlo. Me dijo que era una demente pero que lo intentarían, lo lograron, me regalaron los bidones, los llevé, se pudo controlar el brote y no la vi más a Florencia, hasta que me mandó un mensaje diciendo que parecía que había un rebrote. Era el invierno de hace cuatro años. Me costó mucho llegar porque era barro y monte; en una villa anterior me paró Gendarmería y me dijeron que me fuera porque era muy peligroso. Me metí al monte, donde luego logramos que pusieran brosa y alumbrado público, llegué a su rancho y había 27 gurises comiendo en medio del barro, sentados sobre cajones, algunos con paraguas, porque lloviznaba y hacía mucho frío.
—¿Qué comían?
—Guiso de salchichas, en realidad agua con salchichas.
—¿Habías visto algo similar?
—No; me impacto, porque en el San Roque la gente pasa, sabés que son pobres, que no tienen para comer y están descalzos, pero no conocés el contexto. Había visto la gente que vive de la basura en el volcadero, sobre lo cual escribí una nota con el título “Un golpe al corazón”. Pasaron muchos años y siguen en la basura, y a uno de los gurises de los comedores lo mató un camión.
—¿Qué te dijo Florencia?
—Que les daba de comer; cirujeaba con su pareja, buscaban carcaza y los alimentaban de lunes a viernes, y sábados y domingos se iba a la casa de la madre porque los gurises le golpeaban la puerta para comer. Ella da lo que no tiene, hace de enfermera, asistente social, maestra particular, los despioja, sabe todo, y sueña con terminar sus estudios.
—¿Hay desnutrición en las zonas donde trabajan?
—Hay mal nutrición, que es casi lo mismo, gorduras falsas porque solo comen hidratos de carbono. Si hacés un análisis de sangre, están anémicos, tienen problemas bucodentales, de piel, de bronquios… Tuvimos una mamá desnutrida, que falleció.
El techo y la tarjeta
—¿Qué pensaste e hiciste aquella primera vez?
—¡Dije para qué vine, porque me superaba y no podía entender que a diez minutos de la ciudad existiera esa miseria! Dejé las cosas y estaba desesperada pensando a quién hablar. Llamé a conocidos, pedí alimentos, ropa y cobijas, y el novio de mi hija llevó para hacer papas fritas y hamburguesas. Había una chiquita con la mandíbula atrofiada porque su alimentación solo era líquida, harina con leche, agua con harina… ¡Fue una locura y no podíamos creer cómo comían! Armamos un grupo de amigas, le pusimos un techo a Florencia y le dije “te voy a hacer un techo”. Me miró pero no me creyó.
—¿Dormiste esa noche?
—No pude, y me sigue pasando cuando llama y me dice que no hay agua. Fui a verlo al director de Comedores Escolares, discutí, me dijo que para habilitar la tarjeta necesitaban un techo. Pensaba que me estaba jodiendo. Volvimos, hicimos un techo con chapas y las habilitaron. Luego la fundación de Lafedar hizo un cerramiento con materiales de primera, Nexo Aberturas regaló las aberturas de aluminio, tiene mesada, mesas y biblioteca. Lo hicimos en un año, con cero peso. ¡Lo que podría hacer el Estado!
—¿Qué población hay en esa situación en Los Berros?
—Unas 20 familias, lo cual creció con gente de otras partes al ver la estructura que se fue armando. La mayoría son cartoneros y no todos tienen planes sociales.
—¿Hasta aquí la fundación no existía?
—No, César (Graf) se había ido a Buenos Aires por la enfermedad de su hijo, un día llama, me pregunta dónde estaba, le mando una foto, me pregunta si necesitaba algo, le digo “plata” y comenzó a mandarme. Cuando volvió, quería ir y fuimos. Sabiendo que su hijo se iba a morir me dijo “te voy a traer las cosas de Joaco”. Cargo todo y llevamos pelotas, biblioteca, computadora… Fue importante que se incorporara por su capacidad de planificación y ejecución.
—¿Tu deseo?
—Estoy muy conforme con lo hecho, con nuestros amigos e instituciones que colaboran, y ahora pusimos en funcionamiento el conteiner (merendero itinerante en barrio Mariápolis Costero) pero desearía que un día mis villeras golpeen la puerta y digan “hay diez chicos que ya no comerán en el comedor, porque lo hacen con sus padres”.
—¿Cómo conectarse con la fundación?
—Por las redes.
Aprendizajes y tetas
—¿Qué aprendiste?
—¡Me abrió la cabeza, más allá de que en el hospital la tenía abierta por acompañar mucho a las mamás! La villa me enseño a ser extremadamente humana. Dejé de compartir cosas con mis hijos y mi ex pareja, pero al volver me sentía privilegiada.
—¿Qué reflexionás sobre esta realidad y la de la señora adicta a los retoques estéticos?
—Lo hablo con mis pacientes y les cuento, porque muchos desconocen mi actividad social. Son mundos distintos, el de nuestra sociedad frívola y el de la miseria.
—¿Cómo circulás entre ambos?
—Soy muy neutral: nunca me haría las tetas ni un botox, salvo uno que me hice hace poco. Puedo modificar cuerpos y caras pero respeto la naturaleza y que la armonía esté acorde a la edad.
—¿Continúa la moda de “hacerse las tetas”?
—Sigue. Yo les pregunto ¿es un complejo no tener tetas? Si me contestan que no, les digo “para qué te las vas a hacer”. Si afecta lo psicológico, hay que modificarlo. A veces se arrepienten de algo que se hicieron, porque se desfiguran.
“El Estado tiene que ir a los lugares de emergencia”
Cabrera reconoció las dificultades para instalar determinados hábitos en las zonas donde trabajan por tratarse de población sin acceso a la escolarización: “No se puede apuntalar al niño porque la mamá no sabe ni leer ni escribir”, puntualizó.
—¿Cuál es el mayor contraste cultural?
—A veces me enojo porque no quieren trabajar, y los activo, al igual que lo hace Florencia. Cuando dejo de ir la situación retrocede, por eso los empodero y les reconozco los avances, que es lo que necesitan. Con César somos el puente, facilitamos y asistimos.
—¿Cómo instalar hábitos indispensables para mejorar la calidad de vida?
—Con educación.
—Todos hablan de educación pero a nadie le importa demasiado.
—La mayoría son analfabetos. No se puede apuntalar al niño porque la mamá no sabe ni leer ni escribir.
—¿Entonces?
—Necesitan acompañamiento y que el Estado vaya a la villa y guíe. Tratamos de hacer la transición entre villa y escuela, y no lo logramos, no obstante probar de todo. Están caídos del sistema, el Estado tiene que incorporarse a estos lugares de conflicto y emergencia sanitaria, y ojalá llegue algún día.
—¿Te sorprendió algo relacionado con la salud y con el analfabetismo?
—Me pasó con un chiquito de siete años, un día de calor, ardía y lloraba, lo vio César y tenía 40 grados, fuimos al ranchito donde estaba la mamá, embarazada, no lo podía bañar porque no tienen agua, y no tienen ventilador porque no hay energía eléctrica. Yo tenía una manteca de cacao y se derritió, así que imaginate la temperatura que hacía. Se hubiera podido morir, a diez minutos de la ciudad, por no tener herramientas para salvarlo. ¡Es una locura! A una gurisa de 11 años, que siempre me dice “que rico tu olor”, le pregunté qué quería ser cuando fuera grande y me contestó “aprender a leer y escribir”. Escribí su nombre y me dijo “¡Qué hermoso que es!” (se emociona).
—¿Qué hacen si no estudian ni trabajan?
—Antes de que llegáramos, nada; le enseñamos a hacer huerta, reciclan botellas y cartones, y las mamás se capacitan, cocinan, ordenan y limpian, a lo cual no estaban acostumbradas. Les enseñamos a lavarse las manos y los dientes.