Un intento de magnicidio, grave per sé, remite en nuestro país a una situación de seriedad inusitada: la vuelta a un pasado de horror y regadío de sangre en donde la violencia era parte de la vida cotidiana de un país. La situación actual encierra uno de los riesgos más graves y conocidos de sobra en la vida institucional de nuestro país, a saber, la posibilidad cierta de que sea aceptable y, peor aún, deseable, la supresión física del adversario político.
Muerte y supresión del enemigo: Crímenes ¿de otros tiempos?
Por Valeria Girard
En tiempos de hegemonía de Juan Manuel de Rosas, todo documento oficial era encabezado por la frase "Viva la Santa Federación. Mueran los salvajes unitarios". Es decir, dejando en claro –blanco sobre negro- el siguiente hecho: el que pensaba distinto, debía morir. El gobernador de la provincia de Buenos Aires se apropió de amplios y extraordinarios poderes, siendo proclamado como el restaurador de las leyes ¿Por qué?
Es que sus adversarios unitarios tampoco habían demostrado tener respeto alguno por la vida. En efecto, el restaurador, llegó al poder luego del infame fusilamiento de Manuel Dorrego, un héroe de la Independencia, que había luchado junto a San Martín en las campañas de liberación y, no en vano, era llamado “el padre de los pobres”, debido a las medidas que, como gobernador bonaerense, había tomado en favor de los más humildes. Y después dicen que esa categoría poco rigurosa, interesada y mediática de “la grieta”, es una invención de estos tiempos…
De otro lado, el vuelto, no fue para nada condescendiente. El triunfo de otro federal en Caseros, nuestro Justo José de Urquiza, tampoco privó de hacer tronar el escarmiento sobre su enemigo político, si bien tuvo deferencias para con Rosas en su exilio británico.
Así, cada período de hegemonía era impuesto por el bloque gobernante a sangre y fuego, sin admisión de disidencias, con sólo dos opciones para la idea contraria: el exilio o la muerte. Lavalle, el fusilador de Dorrego, había instalado su propio sistema represivo, “las clasificaciones”, un prolijo registro de adversarios para su ejecución o proscripción.
En otro momento, Domingo Faustino Sarmiento lo vivió en carne propia. En dos ocasiones debió refugiarse en Chile, donde sufrió las privaciones y la lejanía. Aun así, no fue más benevolente cuando estuvo en el poder, puso precio a la cabeza del célebre escritor José Hernández, entre otros. Constaba de mil pesos fuertes para quien terminara con la vida de su enemigo, que no ocultaba sus críticas al sanjuanino y su modelo de país.
El propio Justo José de Urquiza fue muerto en épocas tumultuosas a manos de antiguos aliados incondicionales que se sentían traicionados.
Más cerca en el tiempo, el asesinato del General Pedro Eugenio Aramburu ¿inaugura? Una de las épocas más sangrientas de nuestra historia, sin embargo, sus perpetradores atribuían su deleznable hecho a la venganza por los fusilamientos de militantes peronistas en José León Suárez, en tiempos de proscripción de Juan Domingo Perón, quien –a su vez- había sido derrocado meses después de un aterrador bombardeo de sectores de las fuerzas armadas sobre población civil compatriota, nada menos que en la Plaza de Mayo.
Los asesinatos de líderes sindicales, como José Ignacio Rucci, el entrerriano Augusto Timoteo Vandor, de los curas palotinos, del padre Mujica, el sugestivo “accidente” del Obispo Angelelli. La muerte de Paula Lambruschini a causa de un artefacto explosivo cuyo destinatario era su padre, el Almirante Armando Lambruschini, el secuestro y asesinato del empresario Oberdan Sallustro, entre tantos otros, sin importar de qué lado ideológico se encuentren, representan el tono de lo que creíamos que nunca se iba a reeditar. Nada menos que la justificación de la desaparición física del adversario por motivos políticos.
Los ciudadanos deberíamos estar todos del mismo lado, aunque fuera, solamente en un aspecto, reclamar un Nunca Más para la violencia política. La vida de la democracia se juega en ello.