El devastador atentado contra las Torres Gemelas, el más grande de los tres del 11-S y el que en cuestión de minutos convirtió a una parte de la ciudad de Nueva York en escombros y cenizas y dejó un saldo de casi 3.000 víctimas fatales y un cuarto de millón de heridos, aún hoy, 20 años después, sigue fresco en la memoria y en el trauma de los sobrevivientes y de la sociedad estadounidense.
A 20 años de los ataques contra las Torres Gemelas
“¿Cómo se describe el sonido de un edificio de 110 pisos que desciende directamente sobre uno? Sonaba como lo que era: un maremoto ensordecedor de material de construcción cayendo sobre mi cabeza”, explicó Michael Wright algunos años atrás en una entrevista con el medio Esquire.
A mitad de mañana ese martes 11 de septiembre de 2001, el ambiente se espesó inmediatamente, el primer estallido fue un abrir y cerrar de ojos y la enorme manta de humo se pudo ver, incluso, desde el espacio.
Para Wright, un ejecutivo de cuentas que trabajaba en el piso 81 de la Torre Norte, era “una mañana mundana” y se disponía a ver clientes y hacer llamadas de ventas.
Cuando el vuelo 11 de American Airlines se estrelló con 92 personas a bordo entre los pisos 93 y 99 de la Torre Norte, Wright estaba haciendo chistes con sus compañeros porque su compañía había empezado a compartir el piso con el Banco de América. Minutos después, Wright corría por las escaleras para salvar su vida.
La torre Norte del World Trade Center (WTC), primer blanco de Al Qaeda ese día, se hizo escombros a las 10:28, tras estar en llamas durante poco más de una hora y 40 minutos.
Wright recién pudo dimensionar la gravedad cuando llegó a planta baja: “Vi cadáveres por todas partes, y ninguno estaba intacto. Mientras corría, la gente salía de otra escalera. Me detuve y grité: ‘¡No mires afuera!’ Las ventanas estaban manchadas de sangre. Alguien había saltado y caído muy cerca del edificio. Sentí como si la cabeza me fuera a estallar”.
David English ahora vive en Mendoza, pero el 11 de septiembre de 2001 salía de su oficina, que estaba al lado del WTC, con un contrato clave para firmar con City Bank. Sin embargo, su destino cambió cuando desde el ascensor de su edificio creyó ver cómo una avioneta embestía la Torre Norte.
“Vi papeles cayendo, cenizas, un agujero en la torre y humo, pero en ese momento no era tanto. Me acerqué a un teléfono público y llamé a mi papá para avisarle que estaba bien. A los segundos pasó por encima mío un segundo avión y lo vi explotar”, contó a Télam.
Para English, una de las cosas más impactantes fue el olor que se impregnaba en cada espacio, como un recordatorio inevitable para quienes estaban en la ciudad.
“Vivía del otro lado del río Hudson y desde mi departamento podía sentir demasiado todo el olor de ese pozo tóxico, una mezcla entre olor de incendio eléctrico y 3.000 personas muertas, espantoso. Mi decisión de mudarme a la Argentina fue inmediata. Vivir con la tragedia en la cara era insoportable”, recordó.
Para entonces, el aire se había espesado lo suficiente como para dificultar la respiración de quienes estaban en la torre, y el humo invadía cada metro cuadrado del edificio. El pánico no tardó en manifestarse en la Torre Sur.
Hasta no hace mucho, las imágenes más terribles de ese día seguían asaltando la memoria del chef español Javier Ortega.
“Cada vez que cerraba los ojos o intentaba dormir, allí estaban, era insoportable. Los tenía tan cerca que podía verles hasta el color de las corbatas. Se agarraban a la cornisa y, cuando ya no podían más, se dejaban caer”, relató.
Petrificados, Ortega y su esposa Dévora se mantuvieron al lado de la ventana de su departamento, ubicado justo frente a las Torres Gemelas, hasta que los sacudió el impacto del segundo avión, esta vez en la Torre Sur.
El olor también fue parte de la historia de Ortega.
Aunque su restaurante estaba a unas 10 cuadras del WTC, no se reactivó hasta enero de 2002, cuando los escombros dejaron de humear y comenzó a desvanecerse “ese olor que te llegaba hasta la tripa y te quitaba las ganas de comer”, graficó Dévora, citada, en el 10º aniversario del ataque, por el medio digital El Correo.
La segunda colisión generó mayor desconcierto y un estruendo que se sintió como una estampida tan fuerte en las calles que hizo que quienes caminaban en las inmediaciones del WTC pensaran que podían morir aplastados.
El complejo tenía siete edificios, entre ellos, los dos más altos del mundo: la torre Norte con 411 metros y la Sur con 409; eran conocidas como las Torres Gemelas por su apariencia y entre los dos alojaban 376 empresas.
La Torre Sur fue embestida entre los pisos 77 y 85 por el vuelo 175 de United Airlines, que transportaba 65 personas. El ataque, que ocurrió apenas 15 minutos pasadas las 9, fue transmitido en directo a todo el mundo por cámaras de televisión que filmaban el área.
Al momento del primer estruendo, el agente de bolsa canadiense Ron DiFrancesco, que trabajaba en el piso 84 de la torre Sur, comenzó a bajar por las escaleras. No tuvo tiempo para sentir ni pensar.
“Al salir de la sala de operaciones, el segundo avión chocó contra nuestra torre. El olor a humo y polvo eran muy fuertes”, detalló a Télam, y recordó que durante 14 pisos una voz serena lo guió por el camino exacto para mantenerse con vida. “No logré escapar de la torre. Estaba en el sótano del WTC cuando cayó. Corrí hacia la salida y me noquearon. Los bomberos me rescataron y me llevaron al hospital”, reconstruyó Ron DiFrancesco, quien regresó a Canadá y ahora trabaja en una consultora que promueve organizaciones felices.
“Todos tenemos nuestras luchas, algunas más difíciles que otras. Estoy agradecido de estar vivo y contar mi historia con la esperanza de que ayude a otros”, agregó.
Dos días después del atentado, el periodista argentino Gabriel Giubellino tomó uno de los primeros aviones a Nueva York, ni bien se reanudaron los vuelos y cuando aún “las torres seguían liberando energía”, describió a Télam.
Lo que Giubellino vio ese día fue una “ciudad en carne viva”.
“Lo más impresionante fue el espíritu americano y ese discurso patriótico. Había memoriales, fotos de víctimas con flores y homenajes por todos lados, pero, también estaban abiertos los boliches. Primaba la idea de que había que seguir con el estilo de vida que tenían y que no iban a permitir que limiten su libertad ni consumismo”, agregó.
Capitalismo y vigilancia
Los atentados de 11-S trazaron una línea divisoria entre una época en retirada y otra con parámetros y lógicas radicalmente diferentes porque la denominada “guerra contra el terrorismo” modificó el escenario geopolítico e impuso nuevas ideas de “seguridad”, con costos en derechos humanos y libertades civiles, configurando un escenario en el que la privacidad fue la gran perdedora.
Si bien la vigilancia masiva ya era un tema de debate creciente años antes –en octubre de 1999 la cadena pública británica BBC había informado sobre la red secreta de espionaje internacional Echelon–, un mes después del 11-S el Congreso estadounidense promulgó la ley Patriota, que autorizó la vigilancia electrónica sobre sospechosos de “terrorismo” sin orden judicial, así como investigar sus negocios y relaciones personales hasta el sexto grado de contacto.
Esta ley, aprobada por el Congreso estadounidense, habilitó un escenario favorable al establecimiento de un estado de excepción permanente, que de modo gradual instauró prácticas que limitaron derechos y garantías constitucionales en el mundo entero, e impuso como “naturales” escenarios de ilegalidad y de “excepcionalidad”.
De este modo, sobre la base de la “amenaza terrorista” que se cernía sobre el mundo, Washington justificó la guerra preventiva, de las cuales Afganistán e Irak fueron solo los ejemplos más notorios.
En 2013, más de una década después, el excontratista de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) y la CIA, Edward Snowden, filtró miles de documentos clasificados que pusieron al descubierto cómo evolucionó esta potestad casi sin límites entregada a los servicios de inteligencia, y cómo se transformó en una compleja red de colaboración entre decenas de organismos de inteligencia de varios países, bajo cuyo funcionamiento se expandió y consolidó una vigilancia globalizada sin ningún control democrático.
Las filtraciones de Snowden demostraron que Washington autorizó a sus agencias de seguridad a vigilar el uso del teléfono e Internet en 193 países del mundo y que estas recogían y analizaban diariamente 5.000 millones de registros de ubicación de teléfonos móviles y 42.000 millones de registros de Internet –incluidos correos electrónicos e historiales de navegación– al mes.
En su libro Vigilancia Permanente, el propio Snowden cuenta sobre las consideraciones morales y éticas que lo empujaron a recopilar miles de documentos que demostraron “la actividad ilegal del gobierno estadounidense”, para entregárselo a periodistas que los analizaron e hicieron públicos “ante un mundo escandalizado”.
Si bien la ley Patriota y la llamada guerra contra el terrorismo marcaron un hito en el fenómeno de la hipervigilancia, se trata de un proceso que “ya estaba en marcha desde antes”, explicó Beatriz Busaniche, presidenta de la Fundación Vía Libre, que defiende derechos fundamentales en entornos mediados por tecnologías de información y comunicación.
“Es muy interesante empezar a trazar este problema con la cuestión económica, con el rol de los Estados Unidos y el complejo industrial norteamericano, sobre todo el complejo industrial-militar, y el juego geopolítico de la implementación de la doctrina seguridad”, explicó en charla con Télam.
Según Busaniche, una licenciada en Comunicación Social y magíster en Propiedad Intelectual, la “guerra contra el terrorismo” que declaró Estados Unidos constituyó un hito de un proceso de larga construcción del “otro peligroso” y del miedo al interior de las sociedades.
Esta construcción –explicó–, permitió que “una sociedad con una larguísima tradición de defensa de libertades civiles como la estadounidense permitiera la implementación de una ley tan abusiva en términos de invasión de las libertades civiles y los derechos fundamentales”. Aceptar estos mecanismos era parte del “deber” de ciudadanos que “no tienen nada que ocultar”, lo que fue configurando una sociedad hipervigilada, funcional a la etapa actual del capitalismo.
El recuerdo de cinco argentinos que murieron en el atentado el 11-S
Cinco argentinos –un enfermero, un bombero y tres empresarios– murieron en los atentados del 11 de septiembre de 2001 (11-S) en Estados Unidos, que causaron alrededor de 3.000 muertos y marcaron un ante y un después para ese país y para el mundo entero.
Mario Santoro, un rosarino que trabajaba de paramédico en Nueva York, se encontraba de licencia el día del atentado, pero al ver desde el balcón de su casa una de las dos torres ardiendo, le comunicó a su mujer que debía acudir al lugar de la tragedia: “Voy para allá; me van a necesitar”.
Santoro formaba pareja con una estadounidense, Leonor, y tenía una hija, Sofía, tras vivir desde muy pequeño en esa ciudad a la que había llegado junto a sus padres.
Otro argentino que perdió la vida mientras intentaba asistir a las víctimas fue Sergio Villanueva, un bombero nacido en Bahía Blanca, quien falleció a los 33 años.
En 1992, Villanueva había ingresado al departamento de Policía de Nueva York y siete años después se convirtió en bombero. Estaba comprometido con Tanya Bejasa y era conocido en su círculo íntimo por el apodo de Big Daddy (Gran Papi).
Había finalizado su turno a las 8, apenas unos 45 minutos antes de que un avión de American Airlines se estrellara contra la Torre Norte del World Trade Center, pero luego ingresó en el mismo edificio, poco después de que el segundo avión impactara la Torre Sur.
El exalcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, se refirió en su momento a Villanueva: “Hay un puñado de personas que nacieron para servir y dar el ejemplo. Sergio era uno de ellos”.
Además, la Universidad de Hofstra, en Nueva York, hoy cuenta con la llamada “Beca Villanueva” en honor a su nombre, para ayudar a estudiantes-atletas a completar sus estudios universitarios.
Gabriela Waisman, una psicóloga de 33 años, se encontraba de visita para una reunión en las Torres Gemelas. Desgraciadamente, fue la primera argentina identificada en la lista de personas fallecidas.
Nacida en el barrio porteño de Caballito, se había mudado a los 6 años con su familia a Nueva York y en la Gran Manzana había desarrollado su carrera profesional en una empresa de software llamada Sybase.
Trabajaba en una oficina ubicada a nueve cuadras del complejo del World Trade Center, pero aquella mañana se encontraba en el piso 106 de una de las torres durante una feria comercial de su empresa.
Waisman se comunicó por teléfono su familia, que veía el atentado por televisión: “Estaba asustada, decía que había mucho humo y que le costaba respirar”, relató Armando, su padre.
“En el último llamado, decía que ya no podía respirar. Lloraba mucho. No la volvimos a escuchar”, afirmó Waisman.
Otro argentino que murió el 11-S fue Pedro Grehan, quien tenía su oficina en una de las torres del World Trade Center.
Nacido en 1965 en San Isidro en 1997, decidió irse a probar suerte a Nueva York, tras permanecer desempleado, casado y con tres hijos.
Después de unos años, Grehan se consolidó como analista financiero de la empresa Cantor Fitzgerald y trabajaba el día a día dentro de las torres.
Llegó poco después de las 6.30 a su oficina de trabajo. Un par de horas después, el primer avión impactaría unos pisos por debajo de donde él se encontraba, dentro de la llamada Torre Norte.
Su madre, Inés Oteiza, aseguró haber visto a su hijo asomado en una ventana en una foto de un diario estadounidense y confió en que Pedro fue uno de los cientos que se arrojaron al vacío antes del colapso de las dos torres. Pero su cuerpo nunca fue encontrado.
El nombre del quinto fallecido, identificado en 2009, no fue incluido en una placa que en 2003 el expresidente Néstor Kirchner descubrió en el edificio del Consulado argentino en Nueva York, como homenaje a las víctimas argentinas del ataque.
Se llamaba Guillermo Alejandro Chalcoff. Era un empresario de 41 años que poco antes del atentado había recibido la ciudadanía estadounidense, por lo que había sido registrado como una víctima local.
*Por Florencia Fazlo/Télam