Luma contemplaba con sus profundos ojos verdes el atardecer más lindo que había visto en el año. La chica de 12 años estaba sentada en una rama de Arrayán, un gran árbol de tronco colorado y liso con un tupido follaje esmeralda, perfecto para recostarse a presenciar el espectáculo natural que más disfrutaba. Después de un día de mucho calor y humedad, como suele hacer en Entre Ríos en pleno verano, a Luma le encantaba subirse a ese Arrayán e imaginarse que el sol era un durazno gigantesco que parecía ser tragado por el Río Paraná mientras las aguas arcillosas lanzaban chispas de color anaranjado. Ese momento del día en el árbol le hacía siempre recordar a su abuelita. La nona había plantado el Arrayán en la costa cuando era muy joven, y después de que Luma nació, la llevaba siempre a treparse a las ramas para mirar el atardecer juntas. Hacía dos años que su abuela había fallecido. Nada la había hecho tan triste como perderla, pero cuando estaba en su árbol, y el sol rojizo se escondía en el río, sentía que la nona estaba con ella, tan cerca como antes.
Raíces de agua
Autor: Maxi Santos
Cuando la oscuridad comenzó a reinar y las primeras estrellas prendieron su brillo, Luma se deslizó por el tronco con habilidad hasta la arena. Se dio vuelta y diferenció las luces del frente de su casa, construida al borde de la barranca con la mejor vista de la zona al horizonte del río.
Al entrar por la puertita del patio delantero se encontró con su abuelo Pato regando las plantas mientras tomaba mate.
— ¡Pero qué cosa, hace como un mes que no llueve! Se me están muriendo las hortensias. —se quejaba su abuelo—. ¡Ahí estás, nena! Ya te andaba extrañando —dijo apenas la vio entrar.
El Pato le hablaba casi gritando, pero siempre con una sonrisa y acompañando con carcajadas al final de sus oraciones. Y ella lo quería tanto como había querido a su abuela.
Un rato más tarde Luma estaba ayudando a su abuelo a preparar la cena. Su mamá había llegado hacía unos instantes de trabajar en el taller mecánico del Tío Tito. La madre de Luma era fanática de los autos y desde pequeña había soñado con ser piloto de carreras, pero casi nadie la había apoyado, “esas no son cosas de nenas” le dijo todo el mundo, excepto sus padres, ellos siempre la animaron a conquistar sus metas. Igualmente, los sueños no se cumplen de solo soñar. Aunque Luma no tenía una mamá corredora, tenía la mamá que más sabía de autos y la mejor mecánica del barrio, por eso la chica la admiraba como a una celebridad y, en secreto, deseaba tener la valentía que ella tenía.
Justo cuando la madre salió de bañarse, llegó su papá de trabajar. El padre era un cocinero nato, también había sido criticado de pequeño por su amor por el arte culinario. Aun así, había logrado abrir un pequeño bar, con mucho esfuerzo, después de casarse. Lo que no tenía en lujo, el barcito lo tenía en ubicación: estaba a unas cuadras de la casa de Luma, construido sobre una loma frente a la inmensidad del Río Paraná, sobre la playa. “Un paraíso”, solía decir su abuela cada vez que iba.
Al papá se lo notaba cansado como de costumbre, pero esta vez parecía traer algo nuevo, un peso mayor. No se sabía si estaba a punto de llorar o de romper algo, o las dos cosas,
— ¡Pero! ¿Y esa caripela? ¿Qué pasó, Esteban? —le preguntó el Pato apenas lo vio entrar.
Luma y su mamá hicieron silencio un poco asustadas. No era común verlo tan preocupado.
—Un restó… Van a poner un pedazo de restorán en la playa. Tenía que ser.
Se sentó abatido en un sillón y cerró fuerte los ojos como tratando de ahuyentar una pesadilla.
—Me estás cargando… —dijo el Pato mirándolo sin creerlo.
Las chicas seguían sin hablar. La mamá de Luma se mordía las uñas, nerviosa, sin sacarle la vista a su marido. Luma no necesitaba explicaciones, la situación era clara. Su padre a duras penas había podido abrir y con mayor sacrificio, y un poco de suerte, lograba mantener su humilde bar y con eso a su familia. Si construían un restorán decente en la zona, significaría la ruina; los pocos clientes que se acercaban, gracias al encanto del lugar y por ser la única opción para comer en los alrededores, desaparecerían enseguida.
Esa noche, a Luma no le salió hacerle a su papá la pregunta que tenía en la cabeza. A la mañana siguiente tampoco. No fue hasta la tardecita que juntó el valor necesario, se acercó sigilosamente al cuarto mientras los adultos dormían la siesta y se apoyó en la cama matrimonial.
—Papá, ¿dónde van a construir el restorán? —le susurró.
El hombre, que parecía muerto de lo dormido que estaba, abrió los ojos bien grandes.
—En la playa, les dije —trató de zafar.
—En qué parte, papá —insistió la chica.
Él se destapó, y se sentó intentando no despertar a su esposa. Luego, con dificultad, miró a Luma a los ojos. Y ella esperaba la respuesta ansiosa.
—Acá abajo, frente a la casa.
— ¿Y el Arrayán? ¿Va a quedar muy cerca? ¿Voy a poder seguir yendo?
—Lo van a tener que sacar, Luma —lanzó por fin el padre.
No se lo esperaba. Pensaba que, en el peor caso, el árbol que amaba quedaría del lado privado del nuevo restorán y no podría treparse a ver el sol y el río cuando quisiera. Esa era su mayor pesadilla hasta el momento. Ahora, el primer miedo se convertía en el infierno mismo. El Arrayán era de su abuela y de ella, ¿cómo podían sacárselo así? Eran sus raíces las que conectaban a Luma con sus propias raíces, con aquella mujer que le había enseñado tanto de la vida, de su tierra. Ella sentía que, entre las fibras coloradas de aquel árbol costero, su abuela descansaba acompañándola todavía.
Se fue de la habitación sin decir nada más, conteniendo el llanto. Su padre no corrió a consolarla. Habrá pensado que pronto se olvidaría del asunto y estaría mejor. ¿Por qué los adultos piensan que el dolor de una niña es menos poderoso que el que sienten ellos?
Luma se calzó las zapatillas de lona, que alguna vez habían sido blancas, buscó un cuaderno de hojas lisas y su cartuchera de crayones. Iba a ir a la playa, a treparse al Arrayán, a pensar en su nona y a dibujar su último atardecer en aquel pedacito de mundo que era su favorito.
Fue corriendo; enseguida estuvo allí. El cielo ya se estaba tornando naranja. Luma tomó su cuaderno de dibujo y sus crayones acomodada en una rama lo suficientemente grande como para no caerse. Dibujó cada detalle de aquella vista, incluido su árbol, que era el personaje principal de su obra.
De repente recordó algo. Había una frase que su abuela solía decirle mientras miraban el sol esconderse: “Cuando la corteza del árbol se une con el color del atardecer, la magia de la tierra y el cielo se abrazan y se fortalecen”. No sabía bien qué significaba, pero algo impulsó a Luma a continuar su dibujo. En el cuaderno, ayudada de sus crayones, hizo avanzar el nivel del río cubriendo toda la playa; se aseguró de que no quedara ningún rastro de arena, solo agua. El Arrayán estaba a mitad de la playa creada por la niña, de forma que, ahora, quedaba la mitad del tronco por debajo del agua. Se sentía poderosa e imparable.
Para alegría del abuelo Pato, esa madrugada se desató una tormenta feroz. Caían mares de agua y temblaba el suelo por los truenos. El inesperado diluvio continuó por varios días sin descanso, y no parecía que fuera a parar pronto.
—Dios mío, vamos a quedar tapados —decía la madre.
Luma deseaba que lloviera un poco más.
Sobre la autora
Texto de María Ruberto, quien nos dice: "Nací en Paraná, Entre Ríos y tengo 19 años. Terminé la Secundaria en la escuela N° 35 Cesáreo B. de Quirós en 2019, y estoy estudiando Comunicación Social en la Facultad de Ciencias de la Educación de UNER. Desde chica me apasiona leer y expresarme a través de la escritura, por eso deseo poder seguir aprendiendo y compartiendo este hermoso arte".