—¡Lee menos! —sugirió ella con tonito ligeramente imperativo. Mi lógica indiferencia ante la extravagancia del requerimiento hizo que profundizara el embate:
Hedonistas
—¡Lo que pasa es que vos sos un hedonista! — me espetó ya alterada Anita, una exnovia temperamental y arrebatada. Ya ni recuerdo el motivo de la discusión, pero lo que sí me quedó grabado fue esa frase que, en su momento, además de sorprenderme me encantó. Sin dudas, una de las cosas más halagadoras que me han dicho.
Es curioso, porque no todos los días intentan agraviarte llamándote hedonista, que en dos palabras y para entrar en tema, se refiere a la persona que cree que la búsqueda del placer es el fin y fundamento de la vida.
Lo que sucede es que durante mucho tiempo el término “hedonista” tuvo una connotación negativa al usarse para estereotipar al tipo frívolo, insustancial, un poco egoísta y solo interesado en los placeres mundanos. Sobre todo los corporales, sean sexuales o los derivados del buen comer y el buen beber. Es decir, los concupiscentes y los sibaritas.
Sin embargo, esa no fue la idea de un tal Epicuro, que allá por el siglo III antes de Cristo instaló su escuelita de filosofía hedonista en las afueras de Atenas, a la que llamaban “El Jardín”.
A diferencia de la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles, más formales y elitistas, en el campamento de los epicúreos se juntaban personas de cualquier clase y condición, incluso mujeres y esclavos ?lo que constituía un escándalo para la época?, para conversar con el maestro; filosofaban y contemplaban la naturaleza en un ambiente bucólico de armonía y moderación.
En la Carta a Meneceo, de lo muy poco o casi nada que se ha conservado de sus escritos originales, Epicuro explica con claridad a qué se refiere cuando habla de la búsqueda del placer: no se refiere a los goces del cuerpo o banquetes suculentos, sino a evitar sufrir dolor o turbación en el alma. De esa breve pieza, cuya concienzuda lectura recomiendo por su apabullante actualidad, surge que el agudo de Epicuro tenía muy en claro dos cosas: la primera es que la filosofía no sirve para nada si no ayuda a ser feliz a la gente común; y la otra ?y allí radica la originalidad de su enfoque?, es que detectó que no es posible la felicidad cuando se padecen miedos.
Su ética, si se la puede llamar así, está basada en el descubrimiento de que hay dos fuerzas que luchan. Dos polos opuestos, una suerte de yin y yang que influyen en el hombre determinando su devenir. Por un lado, el miedo, que debe identificarse y conjurarse, y, por otro, el placer, al que hay que buscar como algo bueno y virtuoso de la mano de la prudencia, que es la catalizadora de todas las demás virtudes.
Miedo y placer, una dualidad escabrosa y desbalanceada, porque los temores y las angustias en el mundo de hoy nos extorsionan, nos atenazan y nos condicionan miserablemente. No en vano dos de los cuatro miedos contra los que este griego proclamaba que era necesario luchar (los Dioses y la muerte), le valieron la condena de las religiones posteriores, que construyeron justamente su moral sobre el sufrimiento, el sentimiento de culpa y el temor a Dios. Algo que Nietzsche rompió a martillazos siglos después.
Incomprendido, malinterpretado, ninguneado al punto de que el nombre de su doctrina es considerado todavía una suerte de agravio (como doy fe), al pobre de Epicuro de Samos primero le destruyeron casi todos sus escritos, y luego lo asociaron a la grotesca caricatura del Pantagurel de Rabelais, el gigante de los vicios y los excesos.
Sin embargo, resulta un ejercicio muy saludable asomarse al autor de la Carta a Meneceo para rescatar de él la búsqueda del placer, pero el placer derivado de los bienes espirituales, de pensar libremente y sin sectarismos, la lectura honesta y sin prejuicios, el disfrutar de la amistad sin dobleces, de la comunión con la naturaleza. El placer de volver al goce de lo sensorial, pero no de lo inmoderado sino de lo que nos sublima, lo que nos da esa tranquilidad interior para apreciar la belleza en todas sus formas.
Es impostergable recuperar la alegría de vivir, porque la consecución del placer no conculca virtudes, ni es necesariamente deshonesta o insensible a las calamidades públicas y privadas. Al contrario, nos da la fortaleza suficiente para que podamos ver a la muerte, no como el peor de los males, sino como algo lejano “no significante”; ya que, como decía el propio Epicuro, “mientras vivimos no existe”, y cuando aparece con su tétrica guadaña, nosotros ya no estamos.
Casi veinte siglos después desde su torre atiborrada de libros, el gran Montaigne refinó a Epicuro con fundacional pedagogía ensayística, y proclamó el deleite del vagabundeo espiritual por las diversas expresiones de humanidad sin atarse seriamente a ninguna.
En definitiva, todo esto del hedonismo tiene mucho de humanismo, de desapego, de la tranquilidad que brinda tratar de vivir sensata, honesta y justamente. Libre de miedos y de usuras.
Así de simple y complejo.