Cuando se produce la muerte de un dirigente político de larga trayectoria y popularidad, como lo fue Jorge Busti en Entre Ríos, la norma es que representantes de su partido y de espacios adversarios se unan en una misma línea discursiva. Se llenan centímetros y segundos con manifestaciones de dolor, condolencias institucionales y reconocimientos en nombre de la democracia. Son expresiones más o menos parecidas, más o menos honestas, más o menos formales, que por obligación, por conveniencia o por convicción se hacen públicas en situaciones como estas. Esta no fue la excepción.
La muerte y la grieta
Por Alfredo Hoffman
Estos son momentos en que se comprueba empírica y dramáticamente que la muerte es parte de la vida y que, por lo tanto, es inevitable. Le llega hasta a quienes parecía que estaban vivos desde siempre y que así lo iban a seguir estando. La muerte tiene eso: es una cachetada a las barreras que levantamos los seres humanos como mecanismos de defensa para hacer de cuenta que estaremos para siempre. Nos deja un poco más solos y desarmados, como náufragos en medio del océano esperando a los tiburones.
Cuando se nos muere un ser querido, en esas condiciones debemos enfrentar el dolor de saber que la ausencia que se inicia será para siempre y el duelo se procesa en la intimidad. Cuando se muere una figura pública, que a su vez es ser querido para sus seres queridos, se procesa colectivamente. Cuando muere un dirigente político, que también es ser querido para sus seres queridos, se procesa además por carriles institucionales.
Tal vez por efecto de este encadenamiento de circunstancias, lo que desde la política se dice y se escribe públicamente sobre Jorge Busti salta la grieta. Se lamenta su pérdida, se reconocen sus aciertos, se dejan las críticas para otro momento. Salvo excepciones, solo hay expresiones en sentido contrario desde el anonimato o por lo bajo.
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Cabe entonces preguntarse: ¿no puede haber momentos propicios para resaltar lo positivo del adversario que no sea el inexorable de la muerte? Si la grieta puede saltarse, como se demuestra en estos casos, es porque los discursos que la ensanchan son una puesta en escena. Una exageración de las diferencias. Un resultado de la búsqueda permanente de la anulación de la otredad.
Estas expresiones que tienden a minimizar la importancia de las diferencias no son exclusivas de un escenario provinciano donde los enfrentamientos no suelen alcanzar la efervescencia del escenario nacional. Se han visto situaciones de las mismas características con los fallecimientos de expresidentes, como Raúl Alfonsín y Néstor Kirchner. No fue tan así con Carlos Menem y menos con Fernando De la Rúa, por otros motivos.
Aunque es muy poco probable que suceda –una utopía, en realidad– el fallecimiento de Busti sería una buena oportunidad para evitar que el puente se desvanezca en las próximas horas y que la democracia se ejercite también respetando las diferencias y no agrandando la grieta innecesariamente. Esto no implica anular el debate político, ni sostener firmes las convicciones.
En el caso de Jorge Busti, lo que reconocen seguidores y adversarios es su activo rol militante, su condición de “animal político”, su buen trato, su predisposición al diálogo. Hay también elogios para sus políticas –principalmente, las que implicaron reconocimientos de derechos y más justicia social–, para sus iniciativas que marcaron un camino de largo plazo y no solo coyuntural –la reforma constitucional de 2008 sobre todo–, para su decisión de seguir activo en sus últimos años, si cargos pero con proyectos colectivos por delante hasta el final.
Pero lo más importante es que desde 1983 la democracia es el consenso fundamental del sistema político argentino. Por lo tanto, la grieta se esfuma cuando se recuerda que Jorge Busti fue tres veces electo gobernador por voluntad popular, sin cláusula de reelección vigente. También fue dos veces intendente de Concordia, legislador provincial y nacional, convencional constituyente. Y también perdió elecciones cuando el pueblo así lo decidió.