La cultura y la religión nos han inculcado que hay buenos y malos. Que unos son obedientes de las leyes, generosos, correctos, limpios y que hacen el bien (o, al menos, no joden) al prójimo; mientras que los otros son perversos, degenerados, sucios, egoístas y nacieron con una espina de maldad monstruosa, con una inclinación al placer sádico en sí, como si se tratase de algún archivillano de historieta. Pero en la vida real nada es completamente blanco o negro. Probablemente, los malos no sean monstruos jorobados, con cuernos, que se la pasan despellejando perros y pateando niños que se cruzan en su camino.
La maldad y la irresponsabilidad
Eso, a lo sumo, responde a caricaturizaciones, o a contadas excepciones. Es más, los responsables de genocidios, en su mayoría casi pasaron sus últimos días desapercibidos, jugando con sus nietos, cortando el pasto en sus jardines, saludando amablemente a sus vecinos. Al respecto, la filósofa judía alemana, Hannah Arendt, escribió “La banalidad del mal, Eichmann en Jerusalén” (1963); en la que articula el mal y la responsabilidad.
Tras asistir al juicio contra Adolf Eichmann, el verdugo nazi capturado en Buenos Aires en 1960, Arendt describió que “a pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un monstruo”. Ella vio a un hombre no muy inteligente que hablaba con frases hechas y a quien le seguía preocupando no haber llegado a coronel. El criminal nazi no era un fanático antisemita, ni un genio del mal, ni un loco que obtuviera placer al saberse responsable de la muerte de millones de personas. “Únicamente la pura y simple irreflexión (...) fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. No era estupidez, sino una curiosa, y verdaderamente auténtica, incapacidad para pensar”, escribió Arendt. El 9 de julio, en el desfile por el Día de la Independencia Argentina, muchas personas vieron con sorpresa al golpista Aldo Rico desfilando por la enorme avenida porteña como cualquier otro militar.
El responsable del levantamiento carapintada, que en 1987 intentó derrocar al presidente Raúl Ricardo Alfonsín exigiendo el fin de los juicios contra los represores de la dictadura, desfiló junto a los excombatientes de Malvinas, omitiendo el agravio a la soberanía del Pueblo Argentino que llevó adelante cinco años después de la guerra.
Para el ministro de Defensa, Oscar Aguad, el levantamiento armado que desafió al gobierno de Alfonsín fue “un acontecimiento chiquito que no puso en jaque a la democracia”. Rico ya había participado en 2016 como excombatiente de Malvinas en el desfile por los 200 años de la Independencia argentina. En aquel momento, el gobierno de Mauricio Macri sólo dijo que el militar estaba en su derecho. Esta vez, Aguad directamente puso en duda la gravedad del pasado golpista del exteniente coronel. Quizás, Aguad olvidó que el levantamiento hizo tambalear a una frágil democracia recién recuperada y que terminó con la amnistía a los represores, asesinos y torturadores a los que Rico defendía. A partir del concepto de banalidad del mal, sabemos que cualquier persona, en determinadas circunstancias, puede involucrarse en violencias y agresiones sin sentirse responsable por sus actos.
Las actitudes y respuestas de los acusados en cada juicio por lesa humanidad, dan cuenta de que es así. Arendt escribió que durante el juicio, Eichmann se preguntaba a menudo “¿Quién era él para juzgar? ¿Quién era él para poder tener sus propias opiniones en aquel asunto? Bien, Eichmann no fue el primero, ni será el último, en caer víctima de la propia modestia”. Y por supuesto que no lo fue, la última dictadura cívico militar da cuenta de ello. Para no quedar atrapados en las redes banales del mal, tenemos la obligación moral de preguntarnos cuáles son las consecuencias de nuestras acciones. Por qué hay que cumplir tal orden, o qué simboliza un golpista desfilando como héroe el Día de la Independencia. Hay que preguntarse qué pasará cuando estas cuestiones nos dejen de importar.