Pablo Felizia es parte del fenómeno editorial de surgimiento en los últimos años de empresas de pequeña y mediana escala que ofrecen una diversidad y calidad literaria digna de considerarse, al igual que nuevas posibilidades de acceso. El autor de Crónicas patrias reveló el fuerte impacto que le produjo leer Plata quemada, describió su derrotero a partir de un gran mentor literario y valoró su paso por el periodismo, que le dio el hábito de la escritura constante.
Editorial propia, como una laboriosa conjunción de deseos
Por Julio Vallana
Estrellas, carne y Literatura
Editorial propia, como una laboriosa conjunción de deseos
—¿Dónde naciste?
—En Santa Fe, capital, en barrio Roma, a pocas cuadras del Club Unión.
—¿Cómo era la zona cuando niño?
—Barrio de laburantes, empleados de comercio y de bancos, con pequeños talleres para autos y bicicletas, casas comunes de techos bajos, sin edificios y calles asfaltadas. Está pegado al Parque Garay y se inundó en 2003.
—¿Hasta cuándo viviste allí?
—Hasta los 19 años, en 2004, cuando vine a estudiar acá.
—¿Qué actividad laboral desarrollan tus padres?
—Están separados. Mi mamá vive ahí y se jubiló como empleada bancaria y mi papá, en Mar del Plata, es presidente del consorcio del puerto.
—¿A qué jugabas?
—A la pelota, siempre, a la escondida, y a tocar timbre y correr. Jugué al tenis desde los ocho a los 16 años, cuando decidí que quería escribir.
—¿No pensaste en ser profesional?
—No, aunque miraba mucho. Se fue apagando a medida que crecí.
—¿Qué querías ser cuando niño?
—Astronauta y carnicero, al mismo nivel de importancia y certeza.
—¿Por qué?
—No sé, tal vez por necesidad y porque me interesaban las estrellas e insistía en que me llevaran a los observatorios; fui fanático de Alien, el octavo pasajero…
—¿Leías sobre esto?
—Al principio, muy poco, aunque leí desde chico. El primer libro que me marcó al medio fue a los 14 años, Plata quemada, de Ricardo Piglia, porque vi que con la literatura se podía escribir un hecho real, con personajes con problemas, drogas, sexo, asesinatos, robo a un banco… No sabía que la literatura era todo eso y se me abrió un mundo. De ahí en más leí de todo y la ciencia ficción, especialmente la de Ray Bradbury, es una de mis lecturas principales hasta hoy.
—¿Y en la niñez?
—El cuento Cacería del hombre por las hormigas, de Horacio Quiroga, y La tortuga gigante.
—¿Había libros en tu casa?
—Sí, aunque no tantos. Recuerdo a mi mamá y mi papá leyendo, ella, Cien años de soledad. Plata quemada lo saqué sin permiso. Se leía el diario regularmente y mi mamá compraba revistas.
—¿Hasta cuándo continuó el sueño de astronauta y carnicero?
—Hasta los 38 años pero me dediqué a la literatura. Cuando puedo me dedico a hacer asado y algún día seré astronauta… Quería comprarme un telescopio pero está fuera de mi alcance. He escrito cuentos a los extraterrestres.
—¿Te gustaba alguna materia de la secundaria?
—Me gustó y lo más importante fue aprender a hacer amigos, a quejarme de lo que no me gustaba, dejarme la barba, levantar la mano y decir lo que pensaba… Estaba en la búsqueda de los cambios sociales. Me gustó Lengua y Literatura, Historia y Filosofía, copié las tareas de Matemáticas e hice trampa, también en la facultad, en Inglés. Mi primera computadora la tuve a los 15 años, así que antes casi me llevo Computación, que también detestaba. Me costaban las manualidades, hasta hoy.
—¿Hacía qué te orientó Plata quemada?
—A todo lo que venga y durante muchos años leí así, anárquicamente, hasta que aprendí a ser un mejor lector. Entre mis amigos fui uno de los lectores más lentos y era porque anotaba lo que creía que se podía mejorar, como un juego. ¿Qué iba a mejorar yo? Cuando me preguntaban decía que “los estaba corrigiendo”. Y cuando encontraba algo muy bueno me preguntaba cómo lo hizo. Era intuitivo.
Un taller y un maestro
—¿La primera formación?
—A los 14 años comencé un taller de Literatura que hice hasta los 16 años, y el profesor, Alfredo Di Bernardo, me ayudó mucho, seguimos siendo amigos y le editamos un libro.
—¿Fue un maestro?
—En Literatura, cien por cien por ciento. Al final de una de las primeras clases me dijo “vos sos escritor”, “fíjate, esto, esto… vamos por acá”.
—¿Cuestiones claves?
—Conservo el cuento que él me marcó en esa clase. Principalmente me señaló que había un comienzo en el cual plantear un conflicto y un final que lo resolvía. Lo segundo, que había definido un tiempo verbal, y que uno de los personajes tuviera una voz particular. Estaba todo. Hablé con mi mamá, le dije que nunca más jugaría al tenis, que sería escritor, me dijo que lo hiciera pero que supiera que era difícil vivir de ello, y le contesté que no me importaba trabajar en una verdulería, sin desmerecerlo, o hacer lo que fuere para escribir, aunque ni loco lo hubiera hecho.
—¿Tenías tus momentos para ello?
—Empecé a escribir de noche y organizaba el día en función de ello, aunque no escribiera siempre. Soy muy disciplinado para hacerlo.
—¿Qué te inspiraba?
—Mi profesor decía que yo tenía dos canillas: cuando abrís una, chorrea el amor y es la parte que menos nos gusta, por los lugares comunes, y cuando abrís la otra aparecen los temas sociales, conflictos y la ciencia ficción, y ahí es donde rompemos con lo que ya está escrito. “Vamos por acá” (risas), me decía. Podía escribir sobre el amor pero “con la otra canilla”.
—¿Continuó ese vínculo maestro-aprendiz?
—Hasta hoy, es con quien más aprendo; y le publicamos su libro. El primero que compré en una feria del libro era de él, cuando recién lo conocí. Ha observado y opinado sobre toda mi vida literaria.
—¿Te atrae como escribe?
—¡Sí, he leído sus textos en radio! Es sumamente irónico y gracioso, con mucha inteligencia. Llega mucho a la juventud, los pibes lo invitan a los slam de poesía y lo aplauden de pie. Tiene unos monólogos maravilloso.
Periodista, pero siempre escritor
—¿Por qué estudiaste Comunicación Social?
—Estaba muy influenciado por el periodismo de crítica y denuncia de los 90, y escribía. Pensé que me podía dar otras herramientas y una oportunidad laboral.
—¿Lo considerabas subordinado a lo literario?
—Siempre fue primero la literatura y cuando me tocó hacer periodismo, volqué la literatura allí, desde el título. Durante la facultad escribí textos muy malos, principalmente porque me faltaba experiencia.
—¿En qué te modificó lo literario?
—Me sorprendí al darme cuenta de que tenía las herramientas que me estaban dando en la facultad, aunque no les había puesto nombre; comencé a sentirme cómodo y al saber que me equivocaba me obligaba a estudiar y leer. Si entrevistaba a un vecino, lo encaraba como si fuera el libro de mi vida. Fue genial.
—¿Hubo alguien comparable a tu primer maestro?
—No… sí… no sé… Hacer la tesis, el libro Crónicas patrias, me llevó diez años, con el cual abrí la editorial en 2016, y es la historia de ocho veteranos entrerrianos de la guerra de Malvinas. Son cuentos basados en entrevistas.
—¿Por qué Malvinas?
—Siempre estuvo en mí… tengo un odio expreso al Reino Unido de Inglaterra y a Irlanda del Norte por ser el Estado más criminal relacionado con nuestra historia como país, al cual nuestros soldados enfrentaron. Valía la pena escribir sobre eso. Es el libro que más vendimos de la editorial.
—¿Qué hiciste al terminar la facultad?
—Vendí pescado de mar, con mi papá, trabajé de seguridad en una juguetería y en una escuela rural, hasta que entré al diario (UNO), me di cuenta de que podía escribir y de que tenía oficio; fui a la Editorial de Entre Ríos para saber si podía imprimir el libro, no tenían corrector y terminé siéndolo durante un año y medio. Después hablé con mi primo, Nicolás Tavella, por el proyecto de la editorial y luego se incorporó César (Heinitz).
—¿Qué te aportó como escritor la etapa del periodismo?
—La calle, porque siempre que podía salía a hacer notas, más la vorágine de la escritura permanente. También hice radio y mi segundo libro, Desaparición y muerte en bicicletas rojas, lo escribí mientras estaba en el diario. Algunos de los cuentos que lo integran fueron publicados previamente en el diario.
—¿El trabajo de editor te motiva o desalienta para escribir?
—Tuve distintos momentos. A veces tengo la sensación de que nunca más podré volver a escribir hasta que digo “y si voy por acá”, y arranco. Hay que leer mucho, con ojos de escritor, corrector y editor, y escribir mucho, aunque a veces me parece que no lo hago. Estoy evaluando dos nuevas publicaciones propias.
El oficio de emprender
—¿Qué idea previa tuviste del negocio editorial?
—Cuando comenzamos hicimos números y con mi primo estimamos que teníamos que hacer cien títulos en diez años para lograr un sueldo para alguno de los dos. Van cinco años, con 110 títulos, y todavía no llegamos al sueldo (risas) aunque podemos pagar la corrección, el manejo de las redes sociales, el diseño de las tapas y un crédito, y además con César tenemos el taller de imprenta, del cual vivimos. A pesar de la pandemia la editorial está bien y con proyección de crecimiento.
—¿Más allá del país, cuáles son las condiciones necesarias para un mayor crecimiento del sector?
—Tuvimos un acierto que nos permitió crecer y a la vez generó un problema que debemos resolver. Había que hacer mil ejemplares para que el costo del libro fuera barato. Cuando se incorporó César comenzamos a pensar qué hacer para que 100 o 200 ejemplares tuvieran un costo accesible y con una terminación similar a la de una gran editorial. Lo logramos, para lo cual César creó una marcadora propia que si hubiéramos tenido que comprar, necesitábamos un crédito. Y adaptamos una guillotina de los años 70. El gran problema de las editoriales como la nuestra es la distribución y venta, no solo en librerías. Antes de la pandemia teníamos una proyección de vender 50 por ciento más de lo que vendimos durante el primer año de la pandemia y éste año vendimos igual que el año pasado.
—¿Hay un surgimiento de pequeñas y medianas editoriales?
—¡Sí! Y si hay editoriales es porque hay gente que escribe; hay un florecimiento de la literatura y de la poesía, principalmente encarada por jóvenes que quieren publicar. Como también hay jóvenes (ver recuadro) en los barrios que, a su manera y desde el rap, también escriben poesía, y cuando lees las letras hay figuras, formas propias, reglas y hasta métrica. También hay nuevas posibilidades técnicas que permiten la realización de un libro a un costo más accesible, que permite publicar más.
—¿Cuál es el punto débil común a todo el sector?
—En la feria del libro tuvimos una reunión con referentes del Ministerio de Cultura de la Nación y los editores coincidimos en cuanto a los costos de envío, que suele ser el mismo que el costo del libro. El correo te da oportunidades pero todavía es engorroso y los funcionarios dicen que es el problema en todo el país.
—¿Quiénes leen y escriben literatura?
—Principalmente, y que me disculpen los hombres, la mayoría de los lectores son mujeres y tengo registrado libro por libro que vendemos. Vayan a una biblioteca y hay que fijarse quiénes la sostienen, aunque también hay hombres; ¿quiénes trabajan en la mayoría de las librerías? El 60 por ciento de los libros vendidos son a lectoras. Lo mismo en la escritura: la mayoría de quienes escriben son mujeres, en toda la provincia.
—¿Las nuevas editoriales operan como motivación?
—Sí, porque se ve como una posibilidad concreta. Una señora, humilde y ama de casa, de una ciudad pequeña de la provincia hizo una rifa y pagó un libro de poesías, le mantuvimos el precio y abaratamos los costos. Para nosotros, realizar un libro, cien ejemplares de cien páginas, tiene que costar menos que una moto 110 cc. Cuando comenzamos costaban casi lo mismo y hoy logramos que cueste la mitad. Y el costo al público, promedio, no tiene que ser mayor que el de dos kilos de yerba, porque quiero que el entrerriano lo pueda comprar. Hoy es menos de la mitad de ese valor. Estamos bien, aunque no se dio la proyección de venta que teníamos.
—¿Se puede hablar de una “literatura entrerriana”?
—Sí, definida por la geografía, la forma de hablar y escribir, y la temática que hay que defender. Es muy difícil que en un texto de acá, aunque sea la ciencia ficción más dura, no haya un río que la atraviese.
—¿Están en las redes?
—Sí, Ana Editorial, en Facebook e Instagram.
“Los jóvenes leen mucho y de una forma compleja”
Felizia analizó la edición y lectura en los nuevos soportes tecnotrónicos y la relación con ellos por parte de los jóvenes, en general, en quienes detectó formas y códigos de expresión propios
—¿Qué incidencia tiene en toda la operatoria el mercado digital?
—En los dos primeros años entre uno y dos por ciento de los libros vendidos eran digitales; hoy, cada cien vendemos entre nueve y doce por ciento, según el mes. Comenzó a crecer antes de la pandemia, luego creció hasta 15 o 20 por ciento, y bajó.
—¿Es una franja diferenciada?
—Al principio creíamos que eran solo jóvenes, porque tienen los dispositivos adecuados para esa lectura, pero con el paso del tiempo los mayores comenzaron a comprar por Internet y confiar. La mayoría de los libros digitales que vendemos son para fuera de la provincia, Uruguay, México y España, aunque pocos.
—¿Cómo leen esos jóvenes?
—Leen un montón y complejamente, más allá de la idea de que hay que “acercarles el libro”, que hay que sostener. Saben lo que sucede en la realidad y escriben sobre eso. Hay distintas realidades con distintas posibilidades…
—El 40 por ciento de la población está caída del sistema.
—Sobre todo de la juventud, con una pobreza muy grande y dificultades para ir a la escuela y comer. Pero con esos pibes hay que charlar sobre literatura desde otro lugar, y te das cuenta que leen cosas no tradicionales ni ideales en cuanto a lo que te demanda un libro que te rompe la cabeza. No hay que subestimarlos porque son motor de búsquedas y transformaciones sociales.