En estas páginas el autor de obras tan importantes como Los zapatos de Carlito y Cenizas que te rodearon al caer exhibe su destreza para contar una historia sin temor alguno a meterse en el barro de los hechos reales y sin eludir los sentimientos, esos que gran parte de la literatura argentina contemporánea evita como a la peste. Preciso, tan feroz como tierno cuando el momento lo reclama, Lorenz va elevando paulatinamente la temperatura del relato hasta lograr que el lector sea incapaz de soltar el libro, más allá de la hora que el inoportuno reloj señale.
Con las Malvinas y la Patagonia rebelde como telón de fondo, La balada… es un real hallazgo en esta época exangüe, donde faltan escritores que sean capaces de combinar la profundidad con la eficacia.
Lo que sigue es el diálogo que, correo electrónico mediante, sostuvimos con Federico.
En tu producción vas y venís permanentemente entre la narrativa y el texto histórico o biográfico. Sin embargo, en tus novelas hay elementos muy concretos del pasado y en tus obras de no ficción aparecen constantemente recursos literarios de pura cepa. ¿Cómo vivís esa dualidad?
Creo que en La balada… por fin logré un equilibrio para que la dualidad sea algo que no me perturbe, sino que potencie mi escritura. Me refiero a que siempre fui un lector y escritor de ficción, aunque es verdad que mis primeras publicaciones fueron obras históricas. Sin embargo, como bien señalás, me he preocupado por escribir cosas que sean interesantes, que tienten al lector, y esa tentación, desde la Historia, nunca es solamente temática, sino también de estilo. Hoy estoy mucho más cómodo y me identifico con una idea que tomo como ejemplo. A la mañana, cuando salgo a trabajar, tengo un saco con bolsillos a ambos lados, y entre ellos distribuyo mis papeles de historiador y mis papeles de literato. Así, voy del tren al colegio, de allí a un archivo, luego a una entrevista. Al final del día, de tantas idas y venidas, ya no sé qué he guardado en cada bolsillo, ni a qué papel he apelado para responder una duda o resolver un párrafo rebelde… Y creo que eso es algo bien elemental, pero que demoré bastante tiempo en aceptar sin complejos: que yo soy ese, el escritor de Historia y el de ficción, y que lo que yo escriba se alimenta de ambas pasiones. Es saludable que los papeles se mezclen: que una obra histórica esté bien narrada mientras argumenta; así como una ficción sea verosímil porque he logrado que el lector se transporte a aquel momento, en este caso, el Atlántico Sur a comienzos del siglo XX.
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Federico Lorenz: “Creo en la necesidad de la disconformidad metódica”.
Guyot. Gentileza Malba.
La balada… se desarrolla en ámbitos característicos de tu universo personal y autoral: el mar, Malvinas, la Patagonia. ¿Cómo surgen esos amores tan hondos, y que marcan tan a fondo tu vida y tu palabra?
Hoy es una construcción fruto de una vida de trabajo dedicada a esos espacios. Pero si tuviera que ponerle un momento preciso al surgimiento de ese amor, como decís, es en la primavera de 1982. En ese entonces, mis tíos, que vendían repuestos a bordo de un Renault 12 por la Patagonia, nos llevaron a mi hermano y a mí en un viaje por “el Sur” que fue decisivo. Salíamos –al menos por unos días– de un momento muy oscuro y doloroso en mi casa. Lo hicimos, casi, como Ismael cuando embarca en el Pequod, el barco en el que participará de la caza de Moby Dick. Al borde del desaliento extremo con la vida a una edad en la que en realidad debe suceder lo contrario. Ese viaje fue revelador desde el mismo momento en el que salimos a la ruta. Y mis tíos eran especiales: mechaban no tanto con Historia, sino con anécdotas sobre los animales y los lugares que visitamos, así como con las características de la vida de quienes los habitaban. Diría que ese amor nació en esos poco más de quince días que duró el viaje, y es un amor que luego alimenté prolijamente con otras visitas, con lecturas, y con mi trabajo. Ese viaje, que evoco cada tanto, y que reviví con intensidad durante el encierro de 2020, en realidad no terminó nunca, sino que creció en ondas expansivas.
En la novela se percibe –y bienvenido sea en esta literatura argentina tan seca y prescindente de lo humano– un poderoso aliento romántico. Percibo en ella (corregime si me equivoco) lecturas amorosas de Defoe, Stevenson, Conrad. Contame, por favor, de tus influencias, de tus autores queridos.
No tengo nada que corregir, al contrario. Los tres –sobre todo Conrad– han sido importantísimos en mi formación como lector. Pero agregaría en esa genealogía a Emilio Salgari, que puede no ser considerado literatura mayor (¿qué será eso?) y sin embargo, ha influido a generaciones de escritores y lectores. El primer libro completo que leí fue Sandokán, y hay un hilo entre el pirata malayo y Lord Jim, como a la vez ambos comparten experiencias con alguno de los balleneros de Melville. Personas sometidas a situaciones extremas en condiciones extraordinarias, ambientadas en escenarios marinos. Si sigo un hilo cronológico, contemporáneo a ellos, Charles Dickens, con esa atención en los desposeídos, con esa apuesta a lo mejor de las personas, funcionó como un faro también. Al leer las peripecias de sus personajes, lo traducía a la idea de que las cosas pueden estar mejor. Es una forma rara de aprender a ser optimista, pero fue la mía.
George Orwell es clave en mis formas de entender las relaciones entre literatura y política y también, cómo no, el compromiso. Y no pienso tanto en 1984, ni siquiera en sus ensayos, sino en Homenaje a Cataluña. Siempre será, al menos para mí, una vara demasiado alta.
Ítalo Calvino es el autor con el que aprendí a disfrutar e imaginar sin ningún tipo de límites: Las ciudades invisibles y, para volver al romanticismo, El barón rampante (donde hay unas escenas preciosas en las que la Historia mete la cola). Robert Graves, erudito, irónico y sabio, leal sobre todo en la crítica. T. E. Lawrence, Lawrence de Arabia, sus Siete pilares de la sabiduría es una maravilla de crónica, análisis y a la vez, puede leerse como una novela de aventuras. Osvaldo Soriano, Alejandro Dolina, leídos en tándem en su momento… Es una lista a mano alzada e injusta, desde ya, porque deja afuera a Jack London, a Tabucchi, a Scurati, a Chandler. Pero supongo que hablamos sobre todo de aquellos libros que retrospectivamente aparecen como fundacionales para la decisión de ser escritor.
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Va otra pregunta vinculada con tu formación: ¿me equivoco, o los grandes guionistas de historietas –por ejemplo un Oesterheld, un Breccia, un Robin Wood– también contribuyeron a la construcción de los arquetipos que te seducen y determinan?
Sin duda. Y acá te agrego a Hugo Pratt. El Corto Maltés es el personaje que todos querríamos haber creado, cuando no haber sido. El Eternauta, de Oesterheld, es un monumento a la aventura y a la alta literatura en un registro popular. La escena de la muerte del “mano”, donde este encuentra arte en una cafetera me ha emocionado siempre. Y Robin Wood es el responsable de alimentar la pasión por la historia, que se alimentó, sobre todo, de su Gilgamesh, el inmortal, y de Nippur de Lagash. René Goscinny y Uderzo, con sus Astérix, también. ¡Qué complicado era, a medida que iba creciendo, que lo que aprendía “de Historia” no encajara con las representaciones que me había hecho de esos temas a partir de primeras lecturas en historietas o novelas!
Otra de tus, digamos, obsesiones, es la injusticia. Jimmy Cross no es un lírico ni un militante, pero termina enfrentándose a ella, siempre ligada –en tu mirada– con el accionar de los ricos o poderosos. ¿Seguís creyendo en los desprestigiados ideales revolucionarios, o en lo que se dio en llamar alguna vez “el pueblo”?
Creo en la necesidad de la disconformidad metódica, y en un mundo como este, donde la pandemia aceleró las contradicciones preexistentes a ella, cómo no enfocarla en las desigualdades del tipo que sean. Admiro a quienes en su momento tuvieron claro en función de qué objetivo político organizar sus vidas, aún a costa de equivocarse (porque el reconocimiento de ese fracaso o error siempre es ex post). Los admiro, los respeto, y los celebro en mis textos: siempre he escrito sobre los derrotados como una forma de reparación de la injusticia del olvido pero también para evocar, a veces exhumar, las formas en las que se luchó contra los poderosos. Así que sí, creo en la necesidad de ideales revolucionarios, que difusamente ubico en un imaginario socialista que tiene que ser repensado. No creo en la evocación nostálgica del pasado per se, creo en la instrumentalidad que nos obliga a pensar respuestas para nuestro presente y en todo caso me imagino, con lo que hago, como continuador de otras luchas. Eso, en un momento muy minúsculo, de repliegue, de resistencia casi individual a pesar de la ilusoria comunidad de las redes. Asumo hace tiempo que mi lugar como profesor e historiador es el de dejar abiertas preguntas e historias para que otros se apropien de ellas. Con la ficción, doy aquellas batallas que aunque el tiempo pasó aun no terminan.
El “pueblo”, entonces, es una categoría muy dinámica. En el actual contexto de discurso superficial y cuasi religioso, binario, puede ser tan funcional a la resistencia como a la dominación. En todo caso, el esfuerzo es marcar ambas cosas: la posibilidad y la amenaza. Orwell a pleno, si se quiere, y eso es porque quizás me siento más cómodo con la idea de “clase”, al menos para pensar políticamente. Jimmy, en ese sentido, es inclasificable, sólo que las líneas de procesos mayores que atraviesan su vida lo van a colocar, por una suma de situaciones y lealtades de distinto origen, en el lugar en el que a mí me hubiera gustado estar, en aquel momento, y ahora.
Esta novela dista de estar pensada para públicos minoritarios: goza de una trama atractiva y personajes vigorosos, además de estar escrita en un lenguaje tan intenso como sencillo. ¿Creés que puede llegar a ser leída por un público mayor del que usualmente consume literatura argentina?
Creo y espero que sí. Elegí adrede, para hablar de La balada… la idea de la novela de aventuras, porque lo es, aunque es más que eso. Intenté que el lenguaje y las acciones ejercieran el mismo embrujo que historias y lugares tuvieron sobre mí cuando leí sobre ellos o los visité. Creo que la épica, en dosis adecuadas, es muy necesaria para nuestro día a día, y digo épica, y no mística, quizás porque esta última tiene resonancias religiosas que no me gustan. Pero una épica se organiza en torno a valores, es algo más importante: la lealtad, la amistad, la rebelión contra la injusticia… Todas estas cosas tuvieron traducciones diferentes en distintos momentos de la historia y por distintos actores. No hay por qué volver abstruso o esotérico lo que es emocionante, esa es un poco la clave del libro también. Pero a la vez, necesitaba construir escenarios que emocionaran, y entonces la novela, que es dinámica, tiene también momentos que obligan a detenerse para ver un paisaje, para elegir el mejor camino para llegar en el momento justo a un lugar, o para emboscarse.
Verás que en el listado de autores anteriores, dicho con toda humildad, estas cosas están presentes. Podría decir, aunque no fue la idea, de que traté de parecerme a ellos. Escribir un libro que emocionara, entretuviera, informara e invitara a pensar. Fijate vos, estas cuatro acciones se reducen a dos verbos: enseñar y narrar.
La balada… parece estar escrita con el cine como futuro ineludible. ¿La ves convertida en película?
Te agradezco eso, porque desde el primer momento la vi así, como una posible película. Imaginé escenarios en el sentido de que volví narrativamente a ellos, pero son lugares que yo visité y/ o de los cuales utilicé fotografías actuales e históricas para ambientar las escenas, para volverlas verosímiles. Estoy seguro de que mi novela es muy visual. Es algo deliberado.
Todas mis novelas, de hecho, lo son. La primera que publiqué, Montoneros o la ballena blanca, también ambientada en Patagonia, podría ser una perfecta road movie. Volvemos a aquel viaje fundacional.
Pero sí, definitivamente podría ser una película.
Una última: la novela transcurre lejos de Buenos Aires, en paisajes remotos, pero a la vez profundamente vinculados con la Argentina. ¿Considerás que lo que expuso magistralmente Martínez Estrada en La cabeza de Goliat continúa vigente?
Creo que sí. Creo que esos paisajes remotos profundamente vinculados con la Argentina, como decís, lo están, más que nada, por las autorrepresentaciones que tenemos como país. Entonces, desarmar esa ficción nacional, la contradicción entre ella y lo que le subyace, es una intención potente, aunque no es la principal. Porque es cierto, por otra parte, que las representaciones de lo que somos como país han sido muy potentes. Ahora bien, decir “lo que somos”… es muy pretencioso. Hay muchas Argentinas muy diferentes, aunque todas se llamen igual. De allí que estoy más cómodo pensando que esta es una novela patagónica, que en todo caso, ´puede llevar a algunos de sus lectores a pensar qué es la Argentina desde otro lugar. Yo estoy mucho más cómodo con pensarnos como última frontera del capitalismo. Es allí donde vive Cross, y es donde vivimos ahora. Pero no con un afán relativista, sino para retomar la idea de un historiador, Edward Thompson. En su magistral historia sobre la formación de la clase obrera en Inglaterra, en sus primeras páginas decía que las causas que se habían perdido en Europa, aún podían ganarse en Asia y África. A mí me gusta pensar que esas batallas todavía se pueden librar aquí, en el Sur. Quizás el precio sea desprendernos de ciertas formas de entendernos como país, a veces tan ineficaces como funcionales a la dominación y a la persistencia de las injusticias.
Así escribe Federico Lorenz: un fragmento de "La balada de Jimmy Cross"
Jimmy, el único hijo de Abram Cross, nació el mismo año que su padre le compró al danés Hansen la goleta Chance. Poco más de un año atrás, una mañana, Abram había cerrado su casa en Pioneer Row, una de las calles altas de Port Stanley, dejado sus asuntos en manos de Banjo George y desaparecido por varios meses. Regresó con su goleta nueva, una tripulación reclutada en Chile y una mujer a la que presentó como su esposa. Ángela Pujadas desembarcó con agilidad en el muelle a pesar del embarazo avanzado. Cómo se comunicaban marido y mujer era un misterio. Cross apenas hablaba castellano, y cuando la trataron un poco, los locales descubrieron que la española hablaba poco y nada de inglés. Nadie sabía qué le había dado a Cross por traerse a una mujer a la que seguramente dejaría sola meses enteros. Menos aún qué había encontrado Ángela en ese hombre mucho mayor que ella. Pero los Cross le dieron de comer a los chismes muy poco tiempo. La gente del pueblo vio de inmediato que el viejo marinero se ocupaba de que no faltara nada en su casa mientras esperaban al bebé, cuya cuna construyó él mismo con maderas de descarte del astillero. Y eso era más de lo que muchos tenían para mostrar.
Jimmy Cross nació el 24 de noviembre de 1884. El trabajo de parto duró dos días. El niño, que estaba de culo, habría muerto de no ser por la vieja Cvitanovic, la mujer de un mercachifle de Punta Arenas que de pura casualidad se encontraba en Stanley rumbo a Montevideo. El bebé nació un día de mucho sol y, cosa rara, no hubo una gota de viento en las islas. Los montes del otro lado de la bahía se recortaban contra un cielo rojizo cuando Jimmy pasó del vientre al pecho de su madre, y de allí a los brazos de su padre para que el resto del mundo lo conociera.
En la puerta de la casa de Cross había un grupo de personas que representaban su historia: Banjo George, completamente calvo, con la cara quemada por la sal y el sol y tan curtida como la de los hombres de cuerpos fuertes enfundados en abrigos gastados y resistentes que gritaron sus hurras cuando la puerta se abrió y el viejo Cross salió con lo que parecía un bulto de ropa. En el medio del paquete blanco, como un rubí, asomaba la cabecita enrojecida de un niño que había luchado mucho por salir al mundo.
El chico caminó pronto, y desde ese momento se vio a la pareja y al niño caminar por la costa o embarcarse en pequeñas excursiones por la bahía los días de buen tiempo. Jimmy jugaba con las cuerdas abandonadas en la playa, pero también con los juguetes tallados por los carpinteros del astillero, o los que su padre le traía de sus viajes. Años después, los que conocieron a Abram Cross le contaron a Jimmy que esa fue la época en la que más feliz vieron a su padre.
El viejo volvió a ausentarse pronto. Cuando Jimmy aún gateaba llegó a Stanley una visita importante y extraña: el argentino Carlos Moyano, gobernador de Santa Cruz, que venía a ofrecer en nombre del presidente Roca tierras para aquellos pobladores de las Falklands que quisieran instalarse en su territorio. Para ese entonces, no había porción útil La balada de Jimmy Cross de las Falklands sin repartir, y la tentación de ser dueños de sus propias tierras resultó poderosa para muchas familias en las islas. En Santa Cruz había miles de hectáreas, pero pocos pobladores y ninguna oveja.
Abram Cross cruzó familias enteras con la Chance: los Halliday, los Fenton, los Cameron... Era un cruce movido rumbo a la nada, a años de privaciones en tierras que se reían de los esfuerzos de sus primeros pobladores blancos. Fueron decenas de viajes, todos parecidos. El barco al pairo, un bote cargado de hombres, mujeres y niños que se alejaba de la goleta rumbo a la playa, hasta que los dejaba en la orilla del mar, rodeados de sus bártulos, en puertos naturales cerca de lugares como San Julián, Puerto Santa Cruz y Bahía Laura. Puñados de personas con muy pocas cosas, alguna olla, un baúl, unas sillas, y no mucho más, que empezarían a trabajar como capataces y puesteros y, si tenían suerte, armarían su propia hacienda. Entonces, como Abram pudo comprobar, olvidarían su propia historia y en muchos casos se volverían tan crueles como los managers de los que habían escapado.
Jimmy Cross creció fuerte y avispado. Hablaba en español con Ángela y en inglés con Abram y otros marineros. Tendría unos seis años cuando en Port Stanley hubo una epidemia: murieron muchos bebés y niños. Fue un invierno muy duro. El cielo plomizo no hacía más que acentuar la tristeza de los entierros en el pequeño cementerio. Hubo familias que perdieron a todos sus hijos y se volvieron a Inglaterra, después de haber vivido muchos años en esa tierra hostil.
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Guyot. Gentileza Malba.
El mal tiempo duró semanas enteras y el viejo Cross temió por su hijo. Mientras las ráfagas de viento azotaban su casa y las gotas de lluvia parecían pedradas sobre los postigos, el marino se acercaba de puntillas a la cama de Jimmy para auscultarlo. Atendía a su respiración y le tocaba la frente, para volver aliviado a su cama cada vez que constataba que no había fiebre. Después de que todo pasó, una noche, algo borracho, dijo que quizás por atender tanto a su hijo había descuidado a su mujer.
Meses después, cuando ya parecía haber pasado todo, Ángela enfermó y a los pocos días murió. La velaron, pálida y frágil, en su propia cama. Abram no lloró ni se arrancó los cabellos, que eran blancos y abundantes, pero algo en su rostro se endureció para siempre. Quemó la cama en el Canache, el lugar donde hacían las reparaciones de los barcos. Y también allí, así como había tallado la cuna de Jimmy, construyó el ataúd de su esposa. Usó tablones de roble que juntó allí mismo, entre los despojos de otros naufragios como en el que él y su hijo vivían ahora. El niño lo vio pulir la madera en silencio, pasar su mano callosa por los bordes de las piezas, que encastró y clavó como si estuviera haciéndole el amor a su mujer.
Cuando la caja estuvo lista y cerrada, pidió que el cura la bendijera. Luego subieron el ataúd al Chance, lo cubrieron con una vela vieja que amarraron bien fuerte e iniciaron el cruce a los canales, en medio de una lluvia furiosa a través de la cual apenas se veía la luz del faro de Cabo Pembroke. Banjo George era el timonel, y el mismo Cross y dos de sus marinos se ocupaban de las velas. Era la primera vez que Jimmy Cross iba a hacer un viaje tan largo, rumbo a la isla donde lo habían engendrado. Toda su experiencia náutica, hasta ese momento, eran los paseos en bote por la bahía. Ahora navegaba junto al ataúd de su madre.
Cuando salieron a mar abierto, la lluvia cesó como por arte de magia y un viento cruel desgarró las nubes, que huyeron para dejar que aparecieran las primeras estrellas de una noche temprana. El niño, en el lugar de honor junto al timonel, nunca había visto algo como eso: las olas suaves y plateadas por la luna se desplegaban ante sus ojos. Más cerca, la espalda fornida de su padre se había encogido junto al ataúd.
Una mañana apareció una cinta de tierra en el horizonte, y Jimmy Cross vio por primera vez la Tierra del Fuego. Su padre buscaba un lugar que solo él y su esposa conocían para enterrarla allí. Rocas hostiles cortadas a pico se sumergían abruptamente en el mar y esa boca amenazante parecía no tener fin, hasta que, tras costear un cabo, una playa amigable atronaba con los bramidos de los lobos marinos o el griterío de las gaviotas. Los ojos del niño se agrandaban a medida que se adentraban en ese territorio nuevo para él. Le impresionaron los bosques tupidos que parecía que se iban a caer al mar, con árboles que acariciaban las aguas. Jimmy nunca los había visto más que en libros, en las Falklands no había.