Mi reencuentro con José de San Martín fue tardío. Tal vez por una cuestión generacional: empecé la escuela primaria en 1976 y el Padre de la Patria era omnipresente. Luego, durante mi formación como historiador todo lo que oliera a próceres, historia política y militar, era mal visto. Sin embargo, el paso del tiempo me devolvió la figura del padre de todos los argentinos impuesto por tradición y materializado en monumentos, plazas, edificios y escuelas en todos los rincones del país. Pocas relaciones tan complejas para los seres humanos como la que viven con sus progenitores. Imaginen entonces cuando se trata del Libertador (queda para otra vez esta especulación: si don José es el padre, ¿quién sería la madre de los argentinos? ¿Evita? Vaya poderosísima combinación).
José de San Martín: Un héroe melancólico y distante
En torno a la figura sanmartiniana, hay algunas cuestiones que la vuelven fascinante. En particular, su forma de entender las ideas y los proyectos y su capacidad de liderazgo. Fue un militar profesional, lo que lo distingue de muchos de los próceres nacionales. Como señala el historiador británico John Lynch: San Martín reunió “una combinación de talentos única entre los libertadores: destreza militar en los ámbitos de la estrategia y la táctica, un conocimiento de las ideas ilustradas y, quizá por encima de todo, una autoridad nacida de su participación en algunos de los acontecimientos cruciales de la historia moderna”. Sólo con ese bagaje fue posible concretar su plan de liberación continental, la hazaña militar que, según explica Rodolfo Terragno, había pergeñado un militar escocés, lord Thomas Maitland. Fue, para volver a Lynch, “el más europeo y americano de los próceres argentinos”. Esa doble condición, en una cultura aún tan binaria como la argentina, se paga cara. Por ello, su exilio es el más comprensible de todos los exilios célebres y le dolió tanto que dejó por escrito una de las pocas expansiones que se permitió. En abril de 1829, le escribió a Tomás Guido: “Yo no sé si es la incertidumbre en que dejo al país y mis pocos amigos u otros motivos que no penetro, ello es que tengo un peso sobre mi corazón que no solo me abruma sino que jamás he sentido con tanta violencia”.
Yo imagino a un San Martín parco, tomado por la necesidad de actuar grandes ideas. Sigamos a Lynch: “Los acontecimientos históricos, las estructuras y sus movimientos, la continuidad y el cambio, dependen de la mente y la voluntad humanas. Los líderes concentran las acciones de los hombres, y en la revolución sudamericana San Martín estuvo al frente con sus ideas y acciones, condujo la revolución más allá de sus fronteras e intereses nacionales y le otorgó identidad americana. Esa era su misión y esa fue su gloria. San Martín estaba justificadamente orgulloso de su jefatura y con razón se sentía ultrajado por cualquier insinuación que pusiera en duda su buena fe o buscara minar su autoestima”.
Y fue un grande. Como cuando luego de la batalla de Maipú, con la sola compañía de su ayudante, el irlandés John O’Brien, leyó una a una las cartas que delataban a los traidores. Cuenta Bartolomé Mitre, en su Historia de San Martín: “Allí estaban las pruebas escritas de la traición de muchos chilenos que, aterrados por el desastre de Cancha Rayada, habían abierto comunicaciones con el enemigo triunfante, declarándose entusiastas realistas. Este fue el único botín de la victoria que el generalísimo se reservó, y que a nadie comunicó”. Tras leerlas, las quemó todas. La autoridad y la grandeza en un mismo gesto, algo que no suele abundar.
En un cuento de Misteriosa Buenos Aires, de Manuel Mujica Lainez, el protagonista es un granadero, el indio Tamay. Se trata de un inválido de guerra que deslumbra a quien quiera escucharlo con sus anécdotas. Le llega la noticia de la muerte de su jefe y no la cree hasta que es el mismo dios Marte quien se le aparece y la anuncia. Entonces “el indio Tamay entra en su rancho; abre la petaca y saca de él su uniforme. Lentamente, con sacerdotal unción, lo viste. Parece más alto, ahora, y más digno, con la ropa azul y encarnada, con las palas de bronce escamadas fijas en los hombros, con sus áureos botones, la manga vacía cuelga a un lado y junto a ella el sable le bate la pierna herida”. En el camino a la plaza, se bate a duelo con un borracho que no comparte su dolor. Lo detienen, y sigue la historia: “Mientras el granadero camina hacia la prisión, todas las campanas de Buenos Aires empiezan a doblar, para él, para que solo él las oiga”.
En Noticias secretas de América, la novela de Eduardo Belgrano Rawson, San Martín es el Indio. Leemos una escena bellísima, en la que nos enteramos de que en La Punta, en San Luis, hay una caja de roble llena de cartas: “En el cofre había otros fajos. Muchas cartas tenían los bordes comidos y habían sido enviadas a soldados muertos. Es decir, los soldados ya estaban muertos antes de recibirlas”. Durante la campaña, el que quisiera escribirle a un granadero, debía dirigir la misiva allí, a esa casa en La Punta.
Para este historiador lo que vuelve a San Martín entrañable es que fue un héroe melancólico y triste, como el día en que, victorioso, mientras revisaba y quemaba las cartas de los traidores realizó esa inmersión profunda en la condición humana. Un sabio estoico, pero a la vez capaz de alentar con su fuego a quienes lo siguieron: “Los últimos granaderos volvieron a Buenos Aires una mañana de otoño. Sólo quedaban siete hombres de las legiones del Indio que cruzaron la cordillera”.
Conmueve imaginar lo que sostuvo a ese puñado de hombres durante tantos años en los que pasaron de formar un ejército a ser hilachas de regimientos. Hay una mística poderosa allí, que no debe ser ni menospreciada ni malversada. Lo constaté en entrevistas a ex soldados combatientes de Malvinas. Las evocaciones de la figura de San Martín por parte de hombres que estuvieron bajo fuego en las islas son constantes. Como si un hilo invisible los uniera a Tamay, o a alguna carta de caligrafía dificultosa conservada en esa caja de roble de La Punta.