Es muy posible pensar en aquella célebre obra de Mauricio Dayub a la cual titulase “El amateur”. Es esa una historia de búsquedas, de empecinados y soñadores, incluso de anhelos y también de ciclistas. La ficción (aunque ya volveremos en otra oportunidad sobre este asunto) de Mauricio Dayub transcurre en un momento impreciso de los 60 o 70, la historia de hoy tiene límites temporales más delimitados.
El imprescindible
Cuando uno se introduce en esos recovecos olvidados e incluso casi herméticos, aparecen entonces situaciones plasmadas de dulzuras, épicas y hasta elogios merecidos y muy postergados. Pero muy postergados por momentos en los cuales las cosas inmediatas parecen más necesarias, lo urgente una imposición y lo intrascendente un cotidiano. Por supuesto y sin invadir a otros, simplemente buscar un espacio para valorar las proezas simples, los logros poéticos, la satisfacción plena de los combatientes.
El Payo Matesevach
Hemos conversado en otros tiempos de inmigrantes, de trabajos y también de historias máximas en lo mínimo. Suena interesante cuando muchos de esos hilos confluyen, justamente conformando un tejido armonioso en el cual se desenvuelven los destinos de las personas. Digo sabiendo que Antonio Matesevach (tal el nombre de nuestro deportista) era hijo de croatas inmigrantes, que habían venido corridos de Europa a principios del Siglo XX. Afincados en San Juan, en algún momento la vida de Antonio (que había nacido un 23 de agosto de 1944) dio el vuelco necesario para convertirse en un futuro ídolo provinciano, a través de su desempeño en diferentes carreras y competiciones. Croata argentino al fin, rubia cabellera larga y tez blanca sobre la bicicleta sería luego una estampa.
¿Cuándo comienzan los llamados éxitos o los actos destacados en cada uno? Quizás siempre hayan estado allí, pujantes y potenciales, esperando solo un instante en que sobresalir es un acto inevitable. Digo porque empezando en campeonatos locales, luego provinciales y regionales hasta finalmente llegar a destacarse en certámenes argentinos de ruta siempre Matesevach fue logrando pequeños reconocimientos que harían de cimiento a su prestigio.
Imbatible en las rutas, en épocas de un natural amateurismo fue seleccionado para participar en los Campeonatos Panamericanos de Winnipeg (Canadá) en el año 1967. Seguro que muchos lectores no habrán nacido aún por aquellos años pero las cosas suceden cuando se debe, y hacia allí y con la delegación argentina partió Matesevach. El Payo tenía ilusión, cómo no. Tan cerca, tan posible, sus resultados eran tan previsibles como ser campeón.
Ya en el apacible país de Canadá, donde todo parece estático, sin embargo la realidad que siempre es superior a las ilusiones golpeó con fiereza. Un borracho cualquiera, un anónimo cuyo nombre ha desaparecido de las crónicas lo chocó con su auto, ahí en las calles de Winnipeg mientras el Payo se entrenaba. Solo un segundo, apenas un impacto, lo suficiente para reventarle la pierna derecha: huesos expuestos, cartílagos destruidos, músculos cortados. También los dedos de las manos, otros golpes en el cuerpo, casi un inválido en vísperas de una gran competencia.
No sé lo que puede pensar alguien en esa situación, pero prometo aprenderlo. A la distancia de los kilómetros, de las personas, de los objetivos y de los años solo el ejercicio de empatizar el dolor, la decepción y la desazón. Con 22 años apenas, sin posibilidades en un mundo de crueldades e injusticias. Antonio Matesevach veía desvanecer para siempre las posibilidades de gloria y satisfacción humana, tan poderosas aún sin ser retributivas. Tan lejos, tan imposibles.
Dicen que solo en la habitación de un sanatorio de Buenos Aires, era la novedad de las revistas deportivas y los escasos canales que se interesaban por su estado. Recordemos que era apenas 1967, el hombre no había llegado a la Luna, Independiente no era dueño de las Libertadores y Nicolino Locche no era Campeón del Mundo. Aún así, conmovidos por la naturaleza de una desgracia indeseada muchos ciudadanos se arrimaban a darle condolencias al provinciano, desamparado y entristecido en el momento crítico. Como aquella morena de sonrisa perenne que se llamaba Silvia Marenna. Era bella, no me caben dudas. Sonriente, endulzada y solidaria. Golpeó la puerta de la habitación del herido y todo se opacó. Silvia Marenna y Antonio Matesevach se casaron en 1970 y se fueron de luna de miel a algún lugar de Argentina que la foto que tengo no me deja reconocer. Pero se los nota felices, él adusto y con una pierna más corta y ella, con la sonrisa que ilumina. Sería hermoso desvanecerse allí, mientras ella se ríe de este torpe muchacho que te quiere (como lo decía el gran Pablo, claro).
Retornar no es un mito
Las historias deportivas suelen tener el condimento de los retornos mitificados. En este caso, es este un regreso icónico pero no exaltado sin fundamentos. Quizás movido por esa llama interior o por la sonrisa de Silvia, lo cierto es que Antonio retornó al ciclismo. Cinco años antes lo daban por muerto tirado en una calle de Canadá, había sido operado 13 veces, se había casado y la pierna accidentada media 4 centímetros menos que la otra. Pero se subió a la bicicleta como si fuera un antiguo tanque de batalla y la ruta se dio por vencida.
Digo que no es mitológica su vuelta, pero sí veamos los resultados. Volvió a ganar 7 Campeonatos Argentinos de ruta, competencias en Capital Federal, Chaco, San Juan y otras provincias.
Ingresó a la Selección Nacional y participó de los mundiales de los años 1974 y 1977, como así también los Panamericanos de 1975 y 1979 y el Mundial de 1982. Impresiona ver su palmarés pero satisface saber su pasión. Dignidad o proeza, un dilema que no importa. Lo que sí importa es que su regreso no tiene por qué ser mitológico, pero no me cabe duda alguna que fue romántico.
Porque Silvia, la morena de la gran risa, estuvo siempre con él. Enamorados hasta sin límites, ella aprendió a andar en bicicleta para acompañar su recuperación. A su lado, atendiendo cada instante y cada segundo. Nadie sabe de sus palabras de amor y de aliento, es mejor así y arranca una sonrisa confortable. Silvia y Antonio se amaban, lo demás no importa nada.
La historia de amor
Cuando el tiempo ya le dijo basta al corredor, Antonio se retiró e instaló una bicicletería. Allí, con algunos ingresos y el reconocimiento que se desvanece con el olvido, siguieron adelante los dos. El Estado olvidó sus deportistas, algunos dicen que a la indemnización se la quedaron en el camino, jamás le amortizaron la dedicación al deporte y solo la pasión ciclística, la habilidad tallerista y el amor mutuo les permitieron ser felices.
El Payo Matesevach falleció en julio de 2012, en Buenos Aires mientras esperaba que alguien se ocupara de su salud veterana. Y Silvia, su esposa, murió apenas unos cinco meses después. Una historia noble y aguerrida, en la que nunca se abandonaron y siempre estuvieron juntos y donde al menos Pablo Neruda es tan preciso: Amor mío, en la hora más oscura desgrana tu risa, y si de pronto ves que mi sangre mancha las piedras de la calle, ríe, porque tu risa será para mis manos como una espada fresca.