El título no debe tomarse literal, sí para mi hermana y para mí, las mujeres en esta historia, o niñas para ser exacta. Sucede que en toda familia el hermano mayor es quien marca el paso y por lo general quien incita a los más chicos. Por eso Mara, la primogénita –que no se llevaba muy bien con las muñecas– era quien me incentivaba a sumarme a esos cuasi partidos barriales y por ende también a Jairo, el más chico.
El día que las mujeres dejaron de jugar al fútbol
Como éramos las únicas en el barrio nos aceptaban, además completábamos los equipos –una en cada arco– una decisión democrática tomada por los niños, ni hablar que la pelota era nuestra.
Esta historia está basada en hechos reales, aunque podría haber pasado en cualquier potrero del mundo o del país. Pero fue exactamente en mi pueblo, General Galarza, y no en un potrero, sino en la última calle del pueblo en la frontera con el campo, frente a mi casa, un camino de tierra lleno de pozos y a veces huellas.
El escenario siempre era el mismo, a veces en la López Jordán y otras en la Gregoria Pérez, depende el tránsito y los vecinos. En el patio de casa no lo hacíamos más porque destrozábamos el césped y los rosales de mi mamá. Por eso nos convenía jugar en la primera, porque de un lado lo teníamos al Gordo Zapata, tío de mi papá y abuelo de unos cuantos del grupo. El Gordo era árbitro, comentarista y barra brava, aunque si uno lo veía pensaba que de fútbol no cazaba una, digo por la boina, las bombachas y alpargatas que vestía -y nunca se lo había visto ni alcanzar una pelota-. Él miraba todo siempre desde su silla en la vereda de la casa. Por la diabetes le habían amputado una pierna, entonces andaba con muletas y unas cuantas veces insultaba a los “delanteros” con su condición.
—Eh! Vitorugo’ Tené meno’ pierna que yo hermano!!!
—Araña, a vo’ habría que cortarte las patas!!! —y así muchísimas ocurrencias. Años más tarde le amputarían la otra pierna, pero eso no modificó la situación, salvo que los niños ya habíamos crecido.
Del otro lado estaba mi casa y la de Cogorno, con Don Willy no había drama, nos alcanzaba la pelota cuando se nos iba a su terreno y también nos dejaba comer higos y nísperos cuando era época. El problema era cuando los hijos volvían del campo con las máquinas, tenían trilladoras, tractores y otros aparatos raros pero grandotes, las ponían en la calle y no nos dejaban jugar, con algún que otro pelotazo a la cabina nos vengábamos.
La formación no tenía grandes estrellas, “estrellados” diría mi abuela, el rival se armaba al arco con Mara, Darío y el Titi al fondo, el Iván al medio y Victor Hugo de punta —pongámosle. En el otro, quien les habla al arco, Maurito y el Sauli en la defensa, al medio el Maxi y Jairo de delantero.
“El día que las mujeres dejaron de jugar al fútbol” parece exagerado, pero fue tan fuerte que esa fue nuestra última vez, al menos en esa cancha marcada en la tierra y con ladrillos de arco, por si venía un auto y había que salir corriendo.
Ese día lo recuerdo bien, fue épico, se armó un partido a la salida de la escuela, después de tomar la leche. Hacía calor, no recuerdo si era marzo o noviembre, pero me quedó grabada la imagen del Darío —uno de los más chicos—, una cabellera rubia con corte pelela toda empapada por la transpiración y goteando cada vez que corría. Agradecía no tener que ir a disputarle una pelota. En esa época habrá tenido como 6 o 7 años, pero era grandote y bruto y no corría, pegaba patadas. Tremendo para la edad.
El partido se había puesto bravo, más que nada porque creo que nadie sabía jugar y corrían todos atrás de la pelota chocando y pegándose más allá de que cada uno tenía su puesto, además que el día caluroso no ayudaba. Primero: que la pelota se había ido varias veces cuesta abajo y nadie quería ir a buscarla, porque si se caía en la cuneta uno se embarraba entero. Segundo: que el Titi, hijo único y mimado —además nieto del Gordo Zapata, y el más chico— se había comido una zancadilla bárbara del Sauli y se fue llorando con la rodilla raspada. Así que el rival tenía uno menos, aunque no se notara. Tercero: los arcos estaban en cero y no por las guardametas, sino que el nivel en general era bajo.
Pero la gota que rebalsó el vaso fue el penal que le hicieron al Víctor Hugo frente a mi área toda chueca, dibujada con una rama de paraíso. El mismo día que aprendí lo que era un penal fue la última vez que jugué: paradójico.
El Víctor Hugo era un quilombero, de esos que todo el tiempo mandonean y gritan, se creía el Maradona del “Barrio Los Corchos”, pero no gambeteaba ni una piedra; era atropellado como su hermano Darío, pero lo peor es que todos lo seguían. La idea de que vayamos al arco era de él, para que no andemos corriendo entre “los hombres”. Le seguían en la escala de brutos, su hermano, después el Sauli, pero porque era gordito y no medía su fuerza; un poco más abajo el Maxi, que como era medio chueco por ahí se enredaba las patas y te hacía pegar unos porrazos bárbaros. Después todos los demás; mi hermano aunque era más ágil y estilizado que los demás, era medio chambón para pegarle a la pelota y los demás eran relleno como nosotras.
Pero ese día, no me lo olvido más, por primera vez el Víctor Hugo no gritó (por un rato), lo invadió un silencio y una ira que después del festejo de los nuestros gritó apuntándonos con el dedo:
— ¡Ustedes no juegan más! — y ahí terminó el partido y mi carrera futbolística.
Todo como consecuencia de ese bendito penal, ¿quién lo cobró? Ni idea, no creo que el Gordo Zapata lo haya visto desde su silla. ¿Quién contó los doce pasos? Tampoco sé, lo que recuerdo es que me transpiraban las manos y me las sequé en la remera del Gato Silvestre “Cuervo” que usaba para atajar. No tenía la menor idea cómo se atajaba y mucho menos un penal, nunca en mi vida había visto uno y la pelota estaba tan cerca que casi la movía con mi respiración. Los consejos de mi equipo no los escuché, sólo pensaba en no lastimarme de nuevo las rodillas porque después me molestaba el pantalón.
Yo estaba parada, tiesa en el medio del arco improvisado, los gritos venían de todos lados y hasta Don Willy se había acercado al portón para ver. En frente lo tenía a él, atándose los cordones de las Topper de lona todas rotas y sucias; la cara era de satisfacción, yo hice lo mismo, queriéndole hacer creer que no le tenía miedo. Me ajuste la colita del pelo y me metí los anillos en el bolsillo, sabía que me iba tirar a matar. Me miró de nuevo, esta vez como si yo fuera un tronco. Impávido; seguro de sí mismo, se preparó como si fuera Néstor Ortigoza. Tomó carrera y la acarició con la puntera de las Topper. Como yo todavía no había pegado el estirón pensó que me iba a pasar por encima, como no había travesaño, el cielo era el límite.
En esa época yo vivía saltando para tocar los marcos de las puertas, no pensaba que serviría para algo, pero cuando esa pelota se venía alta como una bola de fuego atiné a levantar un brazo –el derecho, que es el más hábil- y salté tan alto como pude; con el puño bien apretado la alcance a tocar y empujar para adelante, me ardían los nudillos y se me quebró la uña del dedo gordo, pero al principio no importó. Le ahogué el grito de gol en sus narices, una nena le atajó un penal, una nena más chica que él, se la tenía jurada y algún día se me iba dar.
Les aseguro algo, si arruiné mi carrera futbolística por ese penal, valió toda la pena. Se hizo justicia.
Sobre la autora
El texto es de Daiana Leiva. Nos cuenta: "Nací hace 32 años en General Galarza; un pueblo demasiado chico para ser un estadio de fútbol, pero inmenso para ser un potrero y jugar los partidos más alucinantes. Me mudé a Paraná para estudiar Comunicación Social y aunque me recibí, no me fui más. Escribo cuentos que por lo general borro, invento historias en la ducha que se me olvidan cuando llego al cuaderno, pero fundamentalmente creo que juego excelentemente al fútbol aunque hace veinte años que no pateo una pelota".