“Si me llegaran a quitar el arpa de mi vida, me muero”

Diálogo Abierto. Marcela Méndez, arpista. Río y mensajes. Búsqueda y excelencia. La Sinfónica y un libro que hacía falta.
12 de abril 2014 · 09:11hs

Julio Vallana/De la Redacción de UNO
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Cuando se tiene la fortuna de ingresar a la intimidad del hogar de alguien que desarrolla una disciplina y se percibe que todo lo allí presente se relaciona con una forma de vivirla que no es exagerado calificar como metafísica, y con un compromiso y respeto que puede conmover incluso al más de los mediocres, no hace falta ser muy observador para darse cuenta que se está frente a una auténtica Artista –y vale la falla ortográfica para diferenciarla de tantos y tantas imbéciles que mancillan dicho nombre atribuyéndoselo, con minúscula. La charla con Marcela Méndez, cualquier agregado en esta introducción es puro ruido.

Las enseñanzas del río y el agua
—¿Dónde naciste?
—¡Ah, es todo un tema! En Uruguayana –Brasil– por una cuestión geográfica de donde se encontraban mis padres en ese momento. Obviamente no estoy anotada en Brasil sino en Paso de los Libres –donde estuve un año– y nos volvimos a Entre Ríos. Mis padres son de Colón. Hubo unos viajes por Buenos Aires porque mi papá trabajaba en la Prefectura Naval Argentina y lo trasladaban constantemente –hasta que en 1977 pidió el retiro. Tenía una casa en Concepción del Uruguay, nos instalamos ahí y por eso me siento de allí. Es el lugar donde estudié, me formé, me encontré con la música y con aspectos de lo que decidió mi vida, y mi personalidad musical y artística.


—¿Los recuerdos más importantes son de allí?
—Sí, donde llegué a los ocho años.


—Antes hubo un lapso importante de la infancia.

—Estuvimos en Paso de los Libres, Rosario, Buenos Aires, Corrientes capital y en la Vieja Federación. Lo trasladaban anualmente y se retiró con el grado de prefecto principal –por lo cual no permanecía más de un año en un destino. Son recuerdos muy difusos aunque recuerdo Federación porque ya era más grande –tenía seis años– y comencé la escuela. La casa estaba a un paso del río, recuerdo a mi maestra, el vínculo con los lugares y la naturaleza.


—¿Tu mamá?
—Siempre fue mamá y estuvo –como decían los griegos– en el gineceo –en el seno del hogar– esperándonos con la comida lista y la casa hecha un hogar.
 

—¿Cómo es el sentimiento respecto a una ciudad que desapareció bajo las aguas?
—Tengo una hermana que vive allá. Cuando se tira abajo la memoria de toda una sociedad, se construyen casas todas iguales y se los pone ahí, se pierde toda la memoria. Ahora es la ciudad de las termas y se ha desarrollado como polo turístico. Pero la Vieja Federación era bellísima, tenía esa cosa de pueblito, la costanera y el río, papá nos cortaba las puntas de las zapatillas porque había una piedra cortante y queríamos meternos al río. Siempre viví al lado de un río, nací al lado de un río, viví al lado del Río de la Plata, fuimos a Rosario y viví al lado del Paraná, en Corrientes capital –al lado del Alto Paraná–, cuando fui a París viví a 100 metros del Sena y lo veía desde mi ventana. Tengo un vínculo muy fuerte con el agua en el sentido de que hay que aprender su adaptabilidad, superar los obstáculos, ser maleable y pasar a otros estados. Al río Paraná le tengo mucho respeto y no nado; pasé hasta mi primera juventud al lado del río Uruguay.


—Me refiero a ver que el lugar donde uno vivía, está debajo del agua.
—Me provocaba mucho la emoción de ver personas, porque cuando bajaba el río –cuenta mi hermana cuyo esposo es federaense– la gente todavía va, se ubica donde era su casa, agarra un silloncito y se pone a tomar mates ahí, y descubren un trozo de azulejo que pertenecía a su cocina. Se ha perdido tanto el respeto por el edificio como elemento de la memoria y de la historia que me provoca una emoción muy fuerte. Era necesario, pero lo de la ciudad sumergida y la memoria sepultada es un símbolo.


—¿Profundizaste en torno a tu vinculación con el elemento agua?
—No sé. Soy una persona muy flexible, adaptable, no soy obcecada y tiene que ver con la capacidad de fluir del agua –que siempre me ha llamado mucho la atención.
 

—¿En qué influyó migrar tanto?
—Me marcó en cuanto a entender que el sentido del hogar está en el corazón y no en el espacio físico. Muchos siguen yendo a la casa donde nacieron sus abuelos pero para mí el sentido del hogar era el vínculo de la familia. Por eso me adapto mucho. Me siento ciudadana de esta geografía porque la quiero y no soy un simple habitante. Cuando terminé la beca en París, mi maestra me preguntó si mi intención era quedarme y para mí no tenía sentido –aunque lo tenga el viajar para perfeccionarme profesionalmente. Soy de acá. Cuando vivía en Concepción del Uruguay encontré por casualidad en la biblioteca del colegio un tratado de Sociología de Esteban Echeverría. Lo escribió en una época en que estaba en Montevideo –exiliado– y decía: “Emigrar es inutilizarse para su propia patria.” Siempre tuvo mucho sentido para mí: así como el libro sobre la orquesta sinfónica era algo necesario porque no había un documento que recopilara lo que sucedió durante 65 años, mi primera piedra caída que rescato es la de Celia Torrá –una violinista entrerriana –uruguayense– la primera mujer que dirigió el Teatro Colón. Es el sentido de la recuperación –como los guardianes del Santo Grial.


—¿Cómo eran los diálogos con el río?
—Leía en el río, me iba con mi silloncito y el mate, y el silencio. Es lo que tiene el río: hago meditación y sin querer cuando era adolescente meditaba sin darme cuenta. Las personas que crecen y viven al lado del río –aunque no tengan educación formal, no sepan leer ni escribir– seguro que saben mucho más que nosotros –que estamos insertos en la locura– sobre el sentido de la meditación y la reflexión.
 

—Describime la música del silencio.
—Hay un dicho que dice: “Cuando uno reza, uno habla y Dios escucha, y cuando uno medita, uno se calla y Dios habla.” Es la conexión con la superioridad –como cada uno la quiera entender.
 

—¿A qué jugabas?
—Principalmente con mi hermano –tengo tres– y a mi hermana mayor le pedía que me hiciera ropa para las muñecas, con las cuales no jugaba. Solo me encantaba vestirlas y cortarles el pelo. Con Marcelo jugaba a los soldaditos, autitos, bolitas, juegos de mesa, la payanca, concursos de dibujo –que él siempre ganaba– y a la tapadita. Cuando mi mamá quiso impulsar lo femenino y lo maternal, me regaló un juego de costurera con un maniquí en miniatura que era una belleza, y con mi hermano intentamos hacer un velador con él (risas).
 

—¿Buena alumna?
—Sí, exagerada e insoportablemente buena alumna (risas).
 

—¿Travesuras?
—Con mi hermano y a la siesta. En Santo Tomé había una pileta en la dependencia y teníamos una choza. Quiso jugar a hacer “clavados” pero no éramos muy ágiles porque éramos gorditos. Puso un banco de plaza como trampolín, pisó y él banco cayó a la pileta. Luego el enigma era cómo había llegado hasta ahí. Algunas nos trajeron consecuencias graves porque éramos dos indios y crecimos en contacto con la Naturaleza.

La música y otros universos

—¿Qué leías?
—De todo, después hice una fuerte búsqueda espiritual. Me gusta mucho leer novelas, biografías de personajes históricos… un libro muy difícil que recuerdo haber leído y releído mucho al lado del río es Sor Juana Inés de la Cruz y las trampas de la fe.
 

—¿Estaba en tu casa?
—Lo compré en México.


—¿Tenían biblioteca?

—Sí, mi papá era un gran lector y escuchador de música folclórica. Le gustaba todo lo vinculado a lo histórico y también era profesor de Historia. Había un casete con todo el Ballet El lago de los cisnes –de Tchaikovski– y yo lo escuchaba y escuchaba…


—¿Un libro importante?
—No… Estudié francés porque mis padres no querían que me dedicara a la música y tenían miedo de que me muriera de hambre. Fui a la Escuela Normal y desde la primaria tuve una formación muy fuerte con ese idioma y me marcó en cuanto a que abordé toda la literatura francesa de todas las épocas, así que leí a sus autores y filósofos, quienes me aportaron mucho sobre la argumentación y la historia del pensamiento. No me he concentrado solo en una lectura musical. En mis bibliotecas vas a encontrar sobre música, libros de literatura en francés, en inglés, en italiano, espiritualidad, sobre el cuerpo y la salud…
 

—¿Practicaste alguna disciplina o mantuviste algunos de esos intereses –exceptuando la música– durante bastante tiempo en aquella época?
—Me concentré mucho en la historia, el pensamiento y la literatura argentina. Me gustan mucho Borges y Cortázar.


—¿Qué aportan sus universos y otras lecturas a tu música?

—Cuando alguien escribe, recrea un mundo para la persona que lee y te vas de tu realidad física. Cuando tocás música también contás una historia, entonces si tengo que tocar y enseñar a un alumno una obra que, por ejemplo, es la historia de unas hadas que viven en el bosque de Francia, le tengo que dar elementos para que se comunique con esa imagen, y él se lo imaginará de otra manera. Así que prefiero que lea el libro y cuando interprete, esté enriquecida por todo eso. Sirve para eso, para ponerle a la música una carga significativa.

Escuela, épocas y maestros
—¿El primer contacto con la música?
—Desde muy chica porque tocaba el acordeón a piano –que comencé en Corrientes. Mi mamá cuenta que un día –cuando tenía seis años– aparecí y le dije: “Quiero estudiar acordeón a piano.” Comencé con una profesora que tenía un perro salchicha que cuando uno tocaba, él aullaba (hace el sonido del aullido). Cuando no estudiabas la lección de solfeo te hacía escribir cien veces: “Debo estudiar solfeo” (risas). La letra con sangre entra…


—¿Te gustó ese instrumento?
—Me fascinó. Luego –en 1978 en Concepción del Uruguay– se funda la Escuela de Música y una compañerita mía de la escuela primaria me invitó a conocer a su profesora de arpa, fui, vi el instrumento y dije: “Quiero tocar eso” –cuando tenía ocho años. A los nueve comencé a estudiar con Elena Carfi.
 

—¿Por qué te llamó la atención?
—Su belleza, el arpa que había en la escuela era como éste (lo señala) y por eso me lo compré.
 

—¿Te resultó natural la aproximación?
—Sí, porque cuando uno es niño el vínculo con el instrumento es muy lúdico, y no le ponés toda la carga de la disciplina y sobre todo lo de saber que hasta el día de tu muerte tendrás que estudiar todos los días. Después se fue manifestando como algo definitorio en mi vida.


—¿Cómo fue el cambio del acordeón al arpa?
—Seguí tocando el acordeón y a los 14 años me recibí de profesora en un conservatorio privado –con excelentes notas (risas). Lo dejé hasta que –a los 17 años, en un festejo en San José– me invitaron a tocar valses valesanos. Fue la última vez.
 

—¿Qué rescatás de esa etapa lúdica de aprendizaje?
—Tuve excelentes maestros porque la escuela se creó trayendo a los mejores maestros de Buenos Aires, lo cual fue una bendición. La tuve a Elena –que me transmitió la pasión y entender que no podés hacer otra cosa que esto–, Rodolfo Daluisio y Enrique Cipolla –en otras materias. En el último año de contrapunto, nuestro examen era componer una fuga para un cuarteto de cuerdas, que se interpretaba ante la mesa examinadora. Ese período de la escuela fue muy bueno.


—¿Qué se puede enseñar y transmitir del arte?
—Primero, necesitás un maestro; hoy se malentiende tratando de hacer lo que se hizo en Venezuela –como que todo tiene que ser a granel. Necesitás alguien que te abra la puerta y que te diga cómo; esa presencia es el ejemplo, el que cometió todos los errores y te enseña que si los cometés, podés seguir adelante, te introducirá en la técnica, en su visión del arte y si es un gran maestro dejará que desarrolles tu personalidad artística –sin permitir que te conviertas en una copia de él o de cualquier otro. Hay una gran carencia de maestros en todo el mundo, porque todos van tan rápido que creen que se trata de ir a tomar un curso de verano con el maestro más famoso, y que con eso tendrán resueltos sus problemas técnicos. La técnica se construye en el día a día, por años.
 

—¿Para qué sirve la técnica cuando hay talento?
—Para que el talento florezca mucho más. La necesitan todos –el talentoso y el menos talentoso. El pianista alemán Robert Schumman escribió un libro maravilloso que se llama Consejos para los jóvenes estudiantes de música, donde dice que con diez gramos de plomo se pueden hacer miles de manecillas de reloj, como diciendo, a diez gramos de talento los podés multiplicar exponencialmente.


—¿Quién te hizo entender cuál era “tu camino”?

—Rodolfo Daluisio, quien fue mi maestro de materias técnicas y a su vez maestro de otro gran maestro argentino, Juan Francisco Giacobbe. Con él aprendí que es mi vocación, algo que tengo que hacer y no un trabajo. Me enseñaron a vivir dentro de la moral y la ética, porque implica una gran responsabilidad tomar a un niño de ocho años e introducirlo en este mundo. Estás tomando un alma sobre la cual tus palabras pueden hacerla florecer enormemente o destruirla. En Francia estudié con Marielle Nordmann y en Buenos Aires con Oscar Rodríguez Ocampo. Tuve muchos maestros y nunca se deja de aprender.


—¿Cómo viviste la tensión en cuanto a que “te ibas a morir de hambre” si te dedicabas a la música?

—Mis padres no fueron de reglamentar las cosas y lo que fuera estudio me apoyaban incondicionalmente. Me decían: “Hacelo pero hacelo bien, si no los vas a hacer así, no lo hagas.” Estudié todo lo que te puedas imaginar. Claro que había una preocupación porque nunca habían escuchado a alguien que quisiera tocar el arpa (risas). Como ves, desnutrida no estoy y de hambre no he muerto. El trabajo intelectual no me genera ningún estrés así que estudié otra cosa.
 

—¿Te sentías un “bicho raro”?

—Nunca me afectó mucho porque no traté de encajar ni hacer lo que hacían las personas de mi edad, como ir a un boliche –porque la única vez que fui me aturdió y me pareció espantoso. Nunca seguí el camino más transitado y desde chica fue importante saber cómo me sentía espiritualmente. No puedo estar si no estoy en un estado de paz; me gustó siempre estar sola, eligiendo a mis amigos y personas con las que puedo enriquecerme, crecer y dialogar –dos en el saber. Nunca me molestó no encajar, al contrario, y cuando era muy joven tenía amigos mucho más grandes que yo. Siempre estuve en contacto con gente que sabía mucho; en el Palacio de San José pasé meses yendo a trabajar al archivo y Mimí Mernies me enseñó un montón de cosas.


—¿Gustos musicales por fuera de los de tu formación?
—Escuchaba mucha música clásica y pasé años haciéndolo, exclusivamente. Me gusta la música de Bach y tocaba en el órgano de la iglesia de Concepción del Uruguay. Mi pareja –Sergio Codaglio, el dueño de Madrigal– me abrió el panorama y comencé a escuchar todo, y toco todo: jazz, folclore, celta, canciones francesas… me salí un poco de una búsqueda muy precisa que todavía tengo en cuanto a recuperar el acervo musical para el arpa de compositores argentinos –a lo cual me dedico desde hace muchos años. Siempre tuve la suerte de que al contactarme con algo nuevo, lo he hecho con gente que sabe mucho y ha hecho una digestión previa.

Vibraciones sanadoras y transformaciones
— ¿Un hecho puntual que te unió a la música por siempre?
—Nada, el entender que no podía vivir sin él arpa; si me sacás esto (lo señala) me mataste.
 

—¿Cuándo tuviste el tuyo?
—Fue un arpa que compraron mis padres con un esfuerzo sobrehumano en la época de la hiperinflación –a mi maestra Elena Carfi– a los 20 años. La tiene una ex alumna en Córdoba y se llama Elenita en homenaje a mi maestra –porque mis arpas tienen nombres. Después compré otra en 1996 –que fue la primera profesional, buena.


—¿Qué te provocaba el contacto con el instrumento, independientemente de la música?
—El que mejor escucha el arpa es el que la toca. Toqué el piano muchos años pero al arpa la abrazás y está con vos; dicen que los artistas son los que menos se enferman porque las vibraciones masajean el timo –el órgano de la salud. Se usa mucho para hacer arpaterapia y se lleva a los hospitales. Los orientales decían que sus sonoridades conectan lo supremo con lo terreno –por la verticalidad de las cuerdas– y la gente cuando lo ve se sorprende, así sea un arpa paraguaya –porque no distinguen.


—¿Diferencias?
—Éstas (las señala, ver fotografías) son arpas clásicas, con pedales; tienen algo que es metafísico. Son dos universos diferentes. El arpa paraguaya –mal llamada porque se produce en la época jesuítica a partir de las arpas barrocas españolas– cuando los expulsan quedan esos instrumentos y a través de la sincretización y el mestizaje se convierten en las arpas folclóricas de Paraguay, Venezuela, Colombia, Chile, Perú… Son instrumentos que no tienen pedales ni las teclas negras del piano, solo las blancas, entonces manejan un repertorio monocromático. Las cuerdas están muy juntas, se tocan con la uña y el repertorio es limitado, no pueden entrar en una orquesta sinfónica porque no tienen la sonoridad que necesitan ni los requisitos técnicos.
 

—¿Cuál te comprarías si tuvieras el dinero que quisieras?
—Me compraría una casas al lado del río (risas). Ese instrumento (lo señala) lo compré hace tres años y con él haré diez años más de mi carrera. Mi maestra tiene 71 y sigue tocando. Es un muy buen instrumento, claro que si tuviera que elegir me compraría un arpa italiana que probé en diciembre –cuando toqué en Roma– porque me parece extraordinaria. Estoy bien, tengo con qué. No tengo casa pero tengo arpa (risas).


—Habrás visto algunas “joyas” históricas…

—Muchísimas, a mi me deslumbra todo. En Estados Unidos hay unas arpas celtas antiquísimas con las que tocaban los bardos, que me parecieron maravillosas porque son hiper decoradas. En el Museo de la Música en París hay 20 arpas de todas las épocas, una más linda e impresionante que la otra.


—¿Un referente sobresaliente de la actualidad?
—Marielle Nordmann –en Europa–, Susan McDonald en Estados Unidos, con un trabajo de desarrollo apoteótico –en la Universidad de Bloomington– y mi ídolo absoluto siempre fue Nicanor Zabaleta, un artista que recorrió toda Latinoamérica dando conciertos en todos los lugares donde llegaba el tren. Una de mis arpas se llama Nicanor en homenaje a él.
 

—¿Cuándo racionalizaste ese aspecto –por mal llamarlo de alguna forma– misterioso o fascinante del arpa?

—De grande, cuando veía el efecto que causaba el instrumento. Daba un concierto en el cual me quería tirar debajo de un tren por lo mal que había tocado, y la gente estaba fascinada. Entonces decía: “Claro, es el instrumento.” La gente se transforma.


—¿Qué explicación se le ha dado a lo largo de la historia?

—La primera fue un arco: el hombre de las cavernas tratando de cazar un bisonte hizo (reproduce el gesto y el sonido del arco) y se dio cuenta que la cuerda vibrante era emisora de sonido –la magia. En la Biblia, Saúl pide que venga un artista a espantarle los demonios que lo acosaban y viene David con una pequeña arpa de siete cuerdas –de oro. En el cuento de las habichuelas mágicas, lo que mantenía dormido al ogro era el sonido de un arpa. Siempre ha estado relacionada a la capacidad de alejar aquello que no es bueno y promover lo espiritual.


—¿Cómo describirías su funcionamiento a un analfabeto musical como yo?
—Es un triángulo con cuerdas tensas, los pedales mueven horquillas y acortan o alargan las cuerdas –lo que produce el sonido de las teclas negras del piano.
 

—¿Qué tiene en común con el piano y que lo diferencia?
—Que en el piano tenés físicamente las notas; acá para fabricar el sonido de las teclas negras tenés que mover el pedal. Tiene una mecánica que produce el sonido de las teclas negras del piano y el encordado serían las teclas blancas.


—¿Cuándo descubriste lo que podías lograr con él?

—Desde mi primera clase; el niño es tan sabio que no entra en cuestiones de cálculo y ve las cosas como son. El otro día leía que si un niño te pasa un teléfono de juguete, tenés que atender la llamada. Tiene esa percepción de la realidad en la irrealidad. Después…


—La escuela, la familia y la cultura te la perturban.
—Claro (risas), totalmente.
 

—¿Qué referencia histórica tiene el arpa de nuestros días?
—Es un desarrollo muy largo; en Santa Fe un lutier me está construyendo un arpa italiano –al estilo del siglo XVIII– que tiene tres filas de cuerdas, o sea las teclas negras del piano las tiene físicamente. Es un chico que es un gran artista –lo que hace que sea un poco loco. Ese instrumento se dejó de tocar, es histórico y evolucionó hacia lo que primero fue el arpa de gancho –que los tenía para cortar la cuerda– diseñado por un lutier bávaro– hasta que Sebastián Erard diseña el sistema para que pueda volver a ingresar a la orquesta –de donde había quedado eliminado. Hizo un mecanismo simple donde los pedales tenían un solo movimiento hasta llegar al mecanismo doble que es éste (lo señala), el del arpa moderna que ingresa al mundo de la sinfónica.

París, París…
—¿La primera gran emoción al comenzar a embriagarte con París?
—Con el Profesorado de Francés de Concepción del Uruguay tuve una formación extraordinaria, en la cual estaban Mario Godoy, Laura y Estela David –profesores de excelencia absoluta. En Civilización Francesa nos hacían estudiar el plano de París junto con el del metro y los edificios con los que te encontrabas al salir. Tenía a París dentro de mi cabeza y cuando vi las vértebras traseras de Notre Dame me puse a llorar, y así con todo. Como dice Hemingway: “Todo joven debe vivir un tiempo en París.” Fue un regalo.


—¿Marielle Nordmann era un referente?
—La conocía porque en 1991 Leonor Anchorena –cuando era presidenta de Festivales Musicales de Buenos Aires– la trajo por primera vez para impulsar el desarrollo de arpistas en Argentina, ya había tomado clases con ella y ella –junto con Leonor– me recomendaron para que me dieran la beca. Me quiere mucho, la adoro y viene en mayo. El primer mes que viví en París fue en su casa –hasta que me fui a la Cité des Arts, un edificio para los becarios artistas– y me nombraba como “mi pequeña bruja.” La adjunta de ella también es una amiga entrañable. Marielle es una admirable artista pero cuando tuvo que ser dura conmigo, lo fue, cuando me tuvo que decir cosas muy fuertes, me las dijo, al igual que cuando me tuvo que felicitar. Ésa es la condición del maestro.
 

—¿Un detalle sobre ella?
—Cuando me llevó a mi nuevo domicilio me dijo: “Bueno Marcela, es necesario que además de estudiar el arte y hacer todo lo que la beca te exige, reflexiones para qué viniste a París.” Estuve dos años haciendo esa reflexión y todavía la hago.


—Imagino que habrás presenciado y disfrutado todos los conciertos posibles: ¿uno memorable?
—¡Tantos memorables! La Ópera de la Bastilla y La viuda alegre; vivía a una cuadra de la iglesia de Saint Gervais, donde está el órgano de unos músicos extraordinarios del siglo XVII e iba a escuchar las misas porque tocaban ese órgano.
 

—¿Cómo hacés en estos casos –teniendo tanto conocimiento y solvencia técnica– para poder disfrutar sin analizar racionalmente?
—Ése es un problema cuando te encontrás con cuestiones que no son excelentes pero cuando ves un artista consumado tocando no podés sino transportarte, como cuando lo vi a Heinz Holliger –un extraordinario oboísta– en Rosario y en París. Luego de eso no podés entender que se hagan cosas mediocres –cuando se pueden hacer excelentes. Ahí está la “mediocracia” –de José Ingenieros. Es muy difícil luchar cuando no está esa búsqueda de lo que distingue, y no tiene que ver con el ego, sino con tener en cuenta que al público –como si fueran tus hijos– no le podés dar de comer basura.


—¿Por qué te volviste, teniendo en cuenta precisamente esto?

—Por eso, porque tengo una misión acá. Recordarás que los griegos siempre tenían en el hogar un fuego prendido con piedras calentándose. Cuando un bebé nacía, lo tomaban en sus brazos, tomaban una de esas piedras –tibias– y la colocaban en su pecho. Era un sello ígneo de donde había nacido y que llevaría para toda la vida. Es la diferencia que hago entre el habitante y el ciudadano. Por mínimo que sea el aporte, si mejorás tu entorno estás mejorando el país. Si le das valores a tus alumnos, sos coherente entre lo que decís y hacés, eso vale más que mil palabras. Por eso el trabajo de rescate, porque no hay conciencia de conservar nuestro acervo cultural, y por eso ese libro (Orquesta Sinfónica de Entre Ríos. 1948-2013. Crónica histórica) fue tan difícil de hacer porque no hay un archivo en la propia provincia; tiran abajo los edificios como si se trataran de castillos de naipes… no les importa nada. No sé si se puede revertir pero algunos resistimos.


—¿Qué quedó de vos en París?

—Voy y me siento como en casa –donde probablemente estuve en otra vida. Siempre quedan buenos recuerdos y cosas maravillosas.
 

—¿Un personaje fuera de tu ámbito o que sobresaliera no necesariamente por lo musical?
—En la Cités de Arts había artistas de todos lados y eran muy personajes, pero estuvo por dos meses un compositor santafesino, Virtú Maragno. Un día se dio cuenta de que era argentina, se presentó y le dije: “¡Maestro!” Me hice muy amiga de él y de su esposa. Los ayudaba con el idioma y yo aprendí mucho de él, por los diálogos muy elevados.
 

—¿Tu placer parisino cotidiano?
—Pan au chocolat (pan de choclate), alucinante (risas), lo mío pasa por lo gastronómico aunque soy vegetariana. He tenido la suerte de viajar mucho y una de las maneras de conocer la cultura es comiendo lo que comen.


—¿Te descerebrase al volver a Paraná?

—(Suspira profundamente) ¡Fue difícil, fue difícil, realmente…! Pero era necesario; viajo mucho y cada vez que voy y vengo, hay un choque más, incluso cuando voy a Santa Fe y vuelvo a Paraná (risas). El tema es cómo reaccionamos ante el choque y la reacción parte de saber quién se es, para qué y por qué se está, y tratar de hacer lo mejor. Y formar personas en el entendimiento de que tiene que haber “guardianes del Grial.” Cuando ya no esté, si no dejo gente con la misma inquietud que me dejaron mis maestros, todo se puede perder entre gallos y medianoche.
 

—¿Cuándo coincidió la vocación con la profesión?

—Se fue dando naturalmente como si los astros lo tuvieran planeado desde que naciera. En 1991 se cumplían 200 años de la muerte de Mozart, iba a Concepción del Uruguay una chelista que trabajaba en la sinfónica de acá, le dije si le podía llevar mi currículum al maestro Zemba para ver si le interesaba hacer el concierto para flauta y arpa de Mozart, le interesó, me pidió que viniera a audicionar, viajé, Panchito Manuele me acompañó en el piano y Reinaldo me dijo: “Vamos a tocarlo.” En junio de ese año lo tocamos con el actual solista de flauta de la sinfónica, y ahí fue mi encuentro con la orquesta y con Reinaldo, quien me dijo que no tenía arpista. Al año y medio se hizo el concurso, lo gané e ingresé, después el Servicio Cultural del gobierno francés me dio una beca para irme a estudiar en París, gané el cargo en Santa Fe… Contrariamente a lo que supuso mi madre se dio naturalmente y jamás trabajé de profesora de francés. Siempre hice cosas distintas y me salí del cliché de cómo tiene que ser la profesión.


—¿Hay un momento en que se domina el instrumento?
—Nunca (risas), hay momentos pero el instrumento tiene la condición de demostrarte que sos un alma y no un ego –al menos me pasa a mí. Es un instrumento extremadamente difícil –y no es porque yo sea arpista. Tenés que estar manejando los pedales –que tienen tres movimientos cada uno– en una posición bastante incómoda, apoyada en los isquiones, con los pies al aire… Pero hay momentos, recuerdo cuando toqué el concierto de Mozart una de las veces, entendí lo que me había dicho Humberto Carfi en cuanto a que “llegará el día en que sientas que estás llevando a cabo el vuelo del cóndor y que verás la música desde arriba.” Hay momentos en que decís: “Hoy toqué bien” o cuando das una buena clase.
 

—¿Cómo es ese instante “orgásmico”?
—En ese concierto llegué al tercer movimiento, di vuelta la página y dije: “¿Ya terminó? ¿Por qué tan rápido?” O cuando toqué en la embajada de Francia en Buenos Aires. Siempre uno sabe que puede llegar a más.
 

—¿La diferencia con enseñar?
—Es muy distinto: cuando lo hacés, tenés un enorme privilegio, sobre todo cuando comenzás con los chiquitos y ves en lo que se convierten. No tengo hijos por elección pero sin embargo tengo una trascendencia espiritual en mis alumnos, estás trabajando con tus emociones, con las del otro y del que te oye.
 

—¿Un enojo con el arpa?
—¿Con el arpa? No, pobreeecitooo. Los enojos son conmigo cuando no hago lo que tengo que hacer. Como dice Borges en la introducción al I Ching: “Me hago trampa.” En esto no existe el canchereo, y si lo hacés sos un mediocre. Así de simple.


—¿Por qué tan pobre desarrollo en nuestro país?
—En Latinoamérica. Está vinculado a los costos y a lo difícil del ingreso de los instrumentos por los altísimos impuestos, ya que no se fabrican en la región, al igual que los insumos que son de Estados Unidos y Europa.
 

—¿Algo programado?
—El 10 de mayo junto a la Sinfónica de Entre Ríos tocamos con una artista mexicana en el Teatro 3 de Febrero, al igual que en Buenos Aires, y en junio en New Orleans el mismo concierto. En agosto estreno con la orquesta sinfónica de Santa Fe un concierto para arpa y orquesta.
 

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