La victoria de los visitantes nocturnos
Mariano Carpio llegó a la casa del campo cuando aún había luz del sol. Pasó la tranquera, se acercó a la puerta y golpeó, la señora Sofía abrió sin preguntar. Le voy a preparar la merienda, le dijo y se fue a la cocina. Una vez adentro, empezó a recorrer cada una de las habitaciones. No eran muchas, además del comedor, había cuatro más y un baño. La primera tenía solo una cama y se usaba para cuando llegaban visitas, contaba con pocos muebles, una silla del lado derecho para apoyar ropa y nada más. La segunda oficiaba de escritorio y tenía una mesa vieja con patas pesadas, el piso era de cerámica roja y las paredes dejaban entrever algunas manchas de humedad. Una vitrina guardaba algunos papeles y libros que su abuelo había leído alguna vez: la mayoría estaban relacionados a investigaciones sobre casos de aparición de ovnis, seres grises y teorías que daban cuenta de la existencia de extraterrestres retenidos por la NASA en algún lugar. Todos tenían polvo y algunas telarañas; estaban apretados entre sí, y solo sobre el margen derecho había un espacio libre y limpio.
Mariano recorrió la casa a paso lento, se detuvo en cada cuadro, y se descubrió en algunas fotos junto a Miguel Ángel tomadas unos quince años atrás. Entre varias, una de ellas dejaba ver de fondo al Cerro La Matanza, estaban los dos sentados en sillones y el viejo cebaba un mate. Ya ni se acordaba de quién la había sacado. La tercera habitación era de Sofía y la cuarta la de su abuelo. Entró como si aún debiera pedir permiso. La cama estaba tendida con una colcha de pequeños rombos azules. Contaba con un ropero lleno de ropa con olor a naftalina y dos mesas de luz. En el cajón de una de ellas estaba guardado un portarretrato con la imagen de su abuela y en el otro un canasto lleno de remedios.
La denuncia de la desaparición de Miguel Ángel se radicó en la policía. Le tomaron declaraciones a la señora Sofía y a Ramón, se estudió la nota que dejó sobre su cama sin mayores resultados y se hicieron rastrillajes por el campo. No encontraron nada y con el correr de los días hasta a la prensa local le dejó de importar que un viejo, ya en sus últimas horas, se hubiera evaporado sin dejar rastro. Mariano merendó con mate cocido, y al terminarlo la tarde ya estaba oscura. Salió a caminar, aún se veía marcada la supuesta deshidratación extraterrestre. De alguna manera la desaparición de su abuelo no lo desesperaba, el viejo siempre decía que lo iban a ir a buscar el día que ya no tenga más nada que hacer en la Tierra. Así hablaba: van a venir y me van a llevar a pasear por el universo. Pero ahora que no estaba, con solo imaginarse la posibilidad, Mariano se sentía loco, inadaptado, un poco tonto Chango si por momentos creo que es verdad, le escribió a su amigo en un mensaje de texto y sin respuesta se guardó el celular en el bolsillo. Estaba sentado en la tranquera con vista a la calle de tierra por donde habían llegado con Simondini y Andrea. La lluvia de las noches anteriores no fueron contundentes, pero sí lo suficiente para que un enjambre de mosquitos hambrientos buscaran cualquier cosa para comer. Volvió a la casa, se acostó a dormir en la cama para visitas y no se despertó hasta que escuchó los gritos de Ramón que lo llamaba desde afuera. Había encontrado una vaca mutilada, pero para ese entonces el sol ya entraba por las ventanas.
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Simondini entrevistó a todos con detalles, incluso a Mariano. La mujer no fue a ver al animal hasta que los tres le dijeron por lo menos algo que quedó grabado en su celular. Preguntó por horarios exactos, hasta el último momento en que cada uno se acostó a dormir. La señora Sofía preparó el mate. Después, junto a Andrea se acercaron a la vaca.
Primero la miraron de lejos y tomaron fotografías. Cuatro veces interrogaron por el tiempo que llevaba muerta, querían asegurarse de que el día anterior aún vivía. Delimitaron el terreno tal como lo hicieron con la marca redonda, pero esta vez con mayores precauciones. El cadáver estaba tumbado en el medio del campo a unos setenta metros del círculo deshidratado que aún se dejaba ver. Mientras se acercaban extendieron un mapa en una mesa que hicieron sacar afuera. Con un compás y una brújula marcaron diferentes puntos. Se aproximaron a paso lento mientras también tomaban muestras del terreno. A cada minuto aumentaba el olor a podrido que ya había atraído a las primeras moscas.
No era una vaca vieja. Qué asco, dijo Mariano adelante de todos, y las dos mujeres giraron para mirarlo y sin decir nada siguieron con su trabajo. El animal no tenía los ojos, nariz, orejas, ni la lengua. Le faltaba también parte de la boca y había una abertura en la panza. Por lo general se llevan el aparato reproductivo y algunos órganos, dijo Simondini. Andrea apoyó la brújula en el suelo a centímetros de las heridas y la aguja comenzó a girar como las paletas de un ventilador. El pasto del suelo a su alrededor también presentaba síntomas similares a la marca redonda. Los cuidados para tomar evidencias fueron más selectos que la vez anterior. Juntaron en frascos de vidrio con formol, muestras de los tejidos cercenados; estaban cauterizados y no había indicios de pérdida de sangre a través de ellos. El vello estaba cortado al ras. A menos que conozcan un ratón hocicudo con laser, no creo que sea un carroñero, determinó Andrea. El trabajo llevó varias horas hasta que decidieron darlo por hecho y las dos mujeres se fueron por el mismo camino de tierra a gran velocidad.
Ramón se encargó de incinerar el cuerpo mutilado y Mariano pasó el resto de la mañana adentro del escritorio de Miguel Ángel junto a los libros. Algunos estaban subrayados en tramos que parecían importantes y en la primera página blanca estaban escritos a mano, con una letra mucho más juvenil que en la nota encontrada en la habitación contigua luego de la desaparición. En una de esas hojas, manuscritos, había tres párrafos destacados y escritos a tinta negra con excesiva prolijidad:
“La luz es viva, con temblores de cobre, redonda como un globo, y semeja que estuviera suspendida en el aire, a pocas varas del suelo, sobre el fondo opaco de la noche.
“A medida que avanzan, diséñanse más clara y más nítida. La pupila de los barqueros brillan con extraña ansiedad, en la oscuridad, como en la estupefacción de un misterio.
“(…) De súbito la luz levantase en la noche, cual si alguien la soltara. Mantiénese así, quieta unos instantes. Y luego en vuelo velocísimo, recorre todo el contorno de la laguna; y, en llegando al punto de partida, sumérgese como un pantallazo en las aguas, y se esfuma por completo”.
Al terminar de leer, Mariano reconoció al cuento que su abuelo le leía algunas noches cuando se quedaba a dormir en el campo. Se llamaba Linterneando y lo había escrito Martín del Pospós, un sacerdote de la Abadía Benedictina de Victoria. Alguna vez incluso, Miguel Ángel le había contado que fueron amigos en una época lejana. Abajo, con la misma letra decía El país de los chajás 1956, era el nombre del libro que contenía entre otras, la historia completa de lo que acababa de leer. El cuento era una descripción de las vivencias de un grupo de pescadores de la zona, que se encontraban en el medio de la isla con una luz extraña, como advertencia del comienzo de una creciente. En la estantería de la vitrina todo indicaba que faltaba un libro, había un espacio vacío sobre el margen derecho, tal cual había advertido la primera vez que entró. Le preguntó a la señora Sofía, pero no supo qué responderle.
Esa misma tarde, cuando Mariano había terminado las lecturas y descansaba en la habitación, un motomandado llegó hasta la tranquera del campo con un sobre papel madera. Lo había enviado Simondini y contenía algunos resultados de laboratorio. La mutilación en la vaca fue con un corte aserrado perfecto y con un patrón de 0,5 milímetros por hendidura. El ratón más prolijo lo hace a 1,5. Además, el corte logró la cauterización del tejido del animal; leyó Mariano con esfuerzo para tratar de entender.
También acompañaba al informe un texto con la firma de Andrea. Este fenómeno, el corte, te lo puede dar un proceso con alto o bajo nivel de energía asociado a la microonda. Cualquier hipótesis exige diferentes patrones. A bajas temperaturas explica porqué no hay sangre del animal ni líquidos o hemorragias; pero si fue realizado con altas temperaturas se necesita una fuente energética que se accione en el medio del campo de tu abuelo. La microonda evapora también las sustancias líquidas y las partes blandas. Eso puede explicar el aserrado prolijo. Mariano terminó de leer y escuchó la cumbia de Los Palmeras desde la cocina, tardó varios segundos en reaccionar, estaba confundido y con una ansiedad profunda. Corrió y leyó el mensaje de texto. En el campo no había buena señal y a veces demoraban en llegar. Era de Simondini. Te esperamos cuanto antes, decía.
En la mochila con la que había llegado a Victoria tenía un atado de cigarrillos que no había abierto. Caminó hasta la habitación de visitas, abrió el paquete, sacó un rubio y salió de la casa. Caminó hasta la tranquera, desde ahí se podía ver la humareda de la vaca mientras se incineraba a lo lejos. Prendió el pucho y fumó apoyado en el portón. Por primera vez se sintió solo; por más que lo haya estado gran parte de su vida, ahora la sensación se le presentaba como un hostigamiento y con un silencio entrecortado por los grillos, se quedó parado a la espera del atardecer que ya empezaba a caer con el propio peso de la noche.
Parte 4
El televisor estaba prendido en silencio. Era un plasma que usaban cuando el Museo OVNI se llenaba de visitantes para transmitir un documental. Había anochecido y se transmitía un partido de la copa de verano entre San Lorenzo y Racing que a nadie le importaba. El aparato quedó encendido después del noticiero.
El salón tenía un conjunto de sillas distribuidas como si fuera un pequeño cine. Había estanterías con libros y películas, cuadros con evidencias fotográficas de investigaciones y dos vitrinas: una de ellas estaba llena de juguetes, cartas y reproducciones de extraterrestres; y la otra, a un costado sobre un pasillo, guardaba pedazos de piedras extrañas caídas en la zona, hongos similares a los recolectados en el campo de Miguel Ángel y un trozo de metal encontrado luego de una explosión en el cielo en 1991. El acero era duro, casi imposible de cortar y si alguien se tomaba una fotografía con él, se volvía traslúcido como un papel; a esa historia Mariano la había escuchado ciento de veces, y el recuerdo de esas noches, cuando su abuelo repetía una y otra vez las mismas anécdotas, lo sacudió frente al vidrio del mueble. Nunca lo entendí al viejo, dijo como para sí, pero en voz alta. Simondini se acercó hasta el joven y Andrea se quedó sentada en la mesa de recepción del museo. Seis meses viví en un camping adentro de una carpa porque no tenía casa cuando llegué a esta ciudad, ya había cumplido, incluso como madre, y me di cuenta de que no me podía ir de este mundo sin hacer lo que quería; por eso fundé hace veintidós años el grupo de investigación del fenómeno, no es joda para nosotros, ¿Entendés eso Mariano?
Para él, antes de las experiencias de esos días, estaban todos locos o por lo menos eso había pensado siempre de Miguel Ángel: ir a buscar evidencia extraterrestre como una salida a pescar, pasar horas con la cabeza clavada en el cielo y gastar casi toda la vida en eso no tenía sentido; con esa idea había vuelto a Victoria. Hubo una pausa, un nuevo silencio que duró varios segundos y hasta se pudo escuchar el paso de un auto afuera del Museo. No entiendo, le respondió Mariano que sacó la vista de la vitrina para mirar a Simondini. ¿Cómo puede ser que pase acá, con todo lo grande que es el planeta?
La mujer sonrió por primera vez en la noche y le habló pausado: pasa en todos lados y en cientos de ciudades donde hay agua de río y elevaciones del terreno, pero no sé bien la respuesta. Cuando llegué hace tanto tiempo atrás los escépticos te daban con un caño, pero en esto, cuando empezás a mirar al cielo y ves todos esos fenómenos ya no podés parar, quizás lo de Victoria es común a otras ciudades del mundo, aunque acá tiene quienes lo estudian y tu abuelo fue uno de ellos.
Los dos se acercaron hasta Andrea, que solo escuchaba. Sobre un escritorio había un cuaderno grueso y viejo con papeles que se veían amarillos. Desde donde estaban parados ahora se veía el televisor. Un jugador de San Lorenzo estaba a punto de patear un penal. Lo erra, pensó Mariano. Las dos mujeres le entregaron el manojo de hojas cosidas. Son las anotaciones de Miguel Ángel y las hizo después de cada avistaje, le explicó Simondini. Mariano lo tomó y lo guardó en su mochila. Les dio un abrazo a cada una. Todavía tengo que encontrar a mi abuelo, dijo para despedirse y antes de salir miró en el televisor cómo el jugador la mandaba a tres metros por encima del travesaño.
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Mariano cargó nafta antes de tomar la Ruta 11, la noche estaba cerrada y sin luna. Había un diario del día anterior sobre el mostrador y entre los títulos anunciaba una posible creciente inminente del Paraná. Pagó y aceleró. Se tenía que quedar en Victoria un tiempo más para esperar por unos papeles y trámites judiciales. Sobre la investigación de la desaparición de su abuelo las hipótesis eran vagas y sin acusados; para algunos policías conocidos de Ramón, el viejo se había ido solo y la muerte quizás lo encontró en algún lugar de su camino y los rastrillajes se iban a reanudar.
En vez de seguir hasta tomar el cruce de tierra que terminaba en la tranquera del campo, decidió doblar antes y volver al Cerro La Matanza como aquella primera noche. En la zona más alta un grupo de mujeres alumbradas por cirios, rezaban en la gruta de la Virgen y cada tanto gritaban ¡rosacruz! La luz de la moto las encandiló, se callaron un momento y luego reanudaron con sus avemarías. Apagó el motor y frente suyo tenía otra vez la inmensidad del paisaje oscuro. A lo lejos sabía que estaban los bañados y las lagunas, los pescadores y el margen del puente a Rosario. Sentado en la moto, sacó de la mochila el cuaderno de su abuelo y una linterna. Lo miró por afuera, lo examinó como a una prueba irrefutable. Sus tapas aún estaban duras. Lo abrió y de título en una primera hoja decía Avistajes. Cada una estaba fechada en el margen superior derecho y la primera era de 1956. Se leía Mi amigo Pospós y luego una serie de descripciones de luces aparecidas, similares a las que Mariano había visto al llegar a la ciudad. Las recorrió y eran todas muy parecidas, pero una de ellas estaba marcada con un trébol, era de 1992. Leyó: “Hoy fue especial. Fuimos al Cerro y nos quedamos hasta que oscureció. No vimos nada, ni una luz, y eso que se lo había prometido. Prefiero, igual, pasar las horas así. Se quedó dormido y lo tapamos. Antes, ella nos sacó algunas fotos para tenerlas de recuerdo. Fue una de las mejores tardes”.
Mariano pasó rápido cada una de las hojas hasta llegar a las últimas. No quedaba ninguna en blanco. Con una primera leída era evidente que en el último tiempo su abuelo ya no participaba de los peritajes ni de las visitas al Cerro; las completaba con noticias que recortaba de los diarios, algunos detalles y opiniones en los márgenes. La última página estaba escrita y la fecha era de cinco días antes de la desaparición. La leyó con desesperación y quedó estupefacto.
Volvió a leer una y otra vez esa sola carilla. Trató de entender, de asegurarse que cada oración significaba lo que quería decir y no otra cosa. Miró hacia adelante y a lo lejos una luz, como un globo rojo y anaranjado, se elevó en la noche. Los rezos de las mujeres parecían cada vez más fuertes, casi a lo gritos. Cerró el cuaderno con un golpe. Aún estaba confundido, lo volvió a abrir y buscó la fecha exacta; se acordó: 14 de agosto de 1991. Fue como una revelación que le cayó pesada en los hombros. La luz a lo lejos comenzó a acercarse, y un silencio cortó la noche. Lo estremeció; las mujeres en la gruta ya no estaban, no había nada, ni nadie. Pensó en Miguel Ángel y en una verdad que de alguna manera había estado siempre presente. Trató de respirar profundo. La pequeña esfera provocó un destello como si fuera un sol que iluminó todo y le dio claridad a la penumbra. Mariano sintió cómo su estómago lo apretó por adentro y la forma en que el diafragma se le contrajo; se reconoció como si lo hubiera sabido desde el principio, como en los penales antes de que alguien los pateara. Recordó la explosión en lo alto, el color del cielo, la gravedad inexistente y las imágenes de aquella noche volvieron una tras otra. Sintió el sabor del pasto y de la tierra como la primera vez después de un revolcón que casi lo mata. Cada rayo luminoso al tocarlo, le cambiaba el color de la piel, la forma y el tamaño. Lo venían a buscar como lo intentaron hacer todas las noches anteriores.
Encendió la moto y la hizo acelerar. Giró y emprendió el regreso por el mismo camino hacia la ruta. Cuanto más se alejaba del destello su cuerpo volvía a recuperar la forma humana de antes. Decidió que se iba a comprar un cuaderno grueso capaz de empezar a llenarlo y que viviría en Victoria varios años más. Quizás cuando llegara a viejo volverían por él para llevarlo de nuevo a su casa, una lejana y olvidada más allá de las tranqueras y del cielo.