Presentación
La victoria de los visitantes nocturnos
Las locas de los ovnis fue un apodo que les pusieron a Silvia Pérez Simondini y a su hija Andrea. Hace ocho años abrieron con su propio esfuerzo un museo en Victoria que a la fecha se llena de turistas cada fin de semana largo. Más de dos décadas atrás fundaron Visión Ovni, un grupo de investigación del fenómeno con especialistas en todo el país y se convirtieron en referentes de la ufología argentina. Diario UNO las visitó y durante tres días contaron sus experiencias, hecho que quedó reflejado en una crónica publicada tiempo atrás. Pero la excusa de aquel encuentro fue escribir un cuento.
Hoy se presenta “La victoria de los visitantes nocturnos”, una ficción llena de experiencias reales.
Todos los personajes del cuento están inventados, pertenecen solo a estas líneas en particular. Sin embargo, las dos mujeres aparecen con sus nombres y aquello que dicen en la ficción es parte de una entrevista que duró varias jornadas, con más de cuatro horas de grabación y un borrador que triplica la extensión de esta historia.
El peritaje ante la mutilación de ganado, de marcas en el suelo y la experiencias de luces que aparecen a lo lejos con movimiento propio, es parte del trabajo diario de las dos mujeres. Los resultados de esas investigaciones en el cuento aquí presentado, solo demoran algunas horas; en la realidad, a veces más de dos semanas o meses según su complejidad.
Tres días atrás le avisaron a Mariano Carpio, el personaje principal, que su abuelo había desaparecido en Victoria y solo se encontró una nota sobre la cama. Volvió a la ciudad después de muchos años y la encontró diferente, más grande y profunda, pero con el mismo espíritu de siempre. Así comienzan estas líneas inventadas que dicen mucho de la verdad que se investiga.
Es una historia entrerriana por sus personajes y paisajes.
Cada una de las líneas que componen este texto fue escrito con el mayor respeto a Silvia y Andrea Pérez Simondini, a su trabajo y a sus investigaciones, como así también al grupo de ufólogos que dirigen. Los locos siempre tienen razón, reza una frase hecha y popular. De ser así, si eso se comprueba, habrá que atreverse a decir que no somos los únicos alrededor de un sol. Mientras lo averiguamos, quizás es válido contar esta historia, una que tiene a personajes de estas tierras como protagonistas.
Las dos primeras partes de éste cuento fueron publicadas en la edición impresa de Diario UNO de Entre Ríos del domingo 11 de mayo de 2014, en tanto los dos capítulos finales fueron plasmados en papel el pasado 18 del mismo mes.
Parte 1
Puso los cinco mil pesos que tenía en el rojo. Algo en el medio del estómago le indicó el color correcto. También le pasaba con los penales antes de que se patearan y se adelantaba al resultado en silencio: el margen de error era mínimo. El casino de Victoria estaba lleno de mujeres y hombres con ganas de fumar. Tres días atrás recibió un llamado telefónico extraño que aún lo perturbaba: su abuelo Miguel Ángel había desaparecido, y sobre la cama de la casa de campo se encontró una nota donde solo se podía leer el nombre de Silvia Simondini; la letra era temblorosa. Mariano Carpio había vuelto a la ciudad a tratar de encontrar una respuesta. Hacía una década que se había ido y desde entonces, regresó para algunas fiestas de fin de año; aún le quedaban conocidos y otros que ya no lo recordaban. La bola blanca cayó en el siete. Levantó las fichas ganadoras, se fue a comprar una botella de agua mineral, salió por las escalinatas con el fajo de dinero y se subió a su moto. Sin pensar, aceleró hasta agarrar la ruta camino al Cerro La Matanza.
Hay quienes aseguran que millones de años atrás, todo abajo del Cerro era un mar. Ahora son campos y bañados. La historia más reciente es de sangre y los resultados son precisos: el 3 de febrero de 1750, se da cuenta en las actas del nuevo régimen del exterminio de 273 charrúas, y 339 prisioneros transformados en esclavos. Una victoria a corte de espada de los poderosos, como para darle nombre a una ciudad. Mariano Carpio abrió la botella de agua mineral y tomó un sorbo grande y frío. Tenía frente suyo la inmensidad del paisaje a oscuras y a lo lejos solo tiritaba el ir y venir de los autos sobre el puente a Rosario. Chequeó el celular, eran las 0.30 y no tenía ningún mensaje nuevo. Casi no le llegaban, a lo sumo alguno con promociones. Lo guardó en el bolsillo del pantalón. La noche estaba cerrada, sin luna y algunas estrellas esporádicas aparecían entre las nubes.
Dejate de joder, le había dicho el Chango dos días antes. Pero Mariano abrió un paquete de chicles y se mandó dos juntos. Qué querés que haga, tengo que saber, fueron sus únicas respuestas. Ahora estaba sentado sobre la moto en lo más alto del Cerro vacío. Era raro porque en verano llegaban cientos hasta La Matanza para ver extraterrestres. Una tormenta se batía lejos, más allá de la línea de la ruta que une Entre Ríos con Santa Fe. Fue paciente y, de a sorbos, tomó agua una y otra vez hasta casi terminar la botella. Desde ahí se podía ver de día la extensión hasta un horizonte difuso. Cuando era chico había compartido varios atardeceres junto a su abuelo en ese mismo lugar. Iban desde el campo hasta la parte más alta con el mate y algo de abrigo; en verano agregaban repelente. Pero esa noche, la oscuridad lo envolvió todo. Entre los bañados titilaba una luz, quizás de la linterna de un pescador. Había dejado de fumar pero le venían unas ganas insoportables. Sobrio y solo son dos condiciones contradictorias, sostuvo como si fuera un filósofo Dardo, su otro amigo, en aquel encuentro cuando los tres charlaron sobre el destino del viaje.
Frente al vacío volvió a sacar el celular y prendió la cámara con un montón de megapíxeles. No creo en nada ni en nadie Chango, pero quiero saber y lo necesito, había dicho antes de despedirse y emprender el viaje a Victoria. Entonces mandame fotos de ET, le respondió y los tres rieron apenas. Mariano apuntó a la luz del pescador y disparó. Se veía pequeña, un tanto amarilla y con algo de rojo, como si fuera un anaranjado sucio. Agrandó la imagen en la pantalla, al lado aparecía otra de color azul, imperceptible sin el lente. De día, los bañados frente suyo intercambiaban verde con agua, de noche era casi imposible distinguirlos. La luz creció de tamaño y de forma. Se movió. Volvió a fotografiarla y aquella que era azul, ahora también aparecía roja. Miró la botella de agua mineral, le quedaba un trago y lo tomó. El reloj del celular marcaba las 0.50 y lo mismo el de pulsera.
Hacía tres días su abuelo había desaparecido. Caminaba con tal dificultad que hasta necesitaba ayuda para llegar a la heladera. En la casa del campo, el viejo vivía junto a la señora Sofía y a Ramón, un cuidador que tenía su propia vivienda a unos cien metros de la tranquera principal. La última noche no pasó nada, ni ruidos, nadita señor le aseguro, había declarado la mujer. Ninguno se enteró de la desaparición hasta la salida del sol.
Mariano se había ido de Victoria para estudiar y después la vida lo llevó por diferentes rumbos. De su familia materna se conocía muy poco, de su padre que había fallecido y de su abuelo que amansó, en sus últimos años, una soledad profunda. Había enviudado tanto tiempo atrás que su nieto ni siquiera recordaba la cara de su abuela. En el Cerro, Mariano trató de recordar los detalles de aquellas épocas, cuando se quedaban durante horas y se aburría hasta dormirse. Sentado sobre la motocicleta y con vistas a la oscuridad, un viento llegó desde algún lugar; la tormenta era inminente. Después de varios minutos en esas condiciones, sus ojos se acostumbraron y empezó a ver detalles nuevos. Al costado derecho, blanca y como si tuviera luz propia, podía distinguir la gruta de la Virgen que más de una vez apedreó de niño para practicar puntería. Los autos seguían su ir y venir, y en el medio de la nada la luz del supuesto pescador se levantó y se clavó en el cielo.
Mariano quedó inmóvil y las piernas se le estaquearon en el piso. Respiró entrecortado y con más ritmo mientras las luz avanzaba amarilla y roja, del tamaño de una pelota de fútbol. No es nada, se dijo en voz baja. Puso la moto en marcha y de un giro, emprendió el regreso. Miró para atrás. La bola redonda se había ido. Aceleró.
El camino de vuelta era de tierra compactada y arena. Al costado había un vía crucis marcado con piedras blancas que se iluminaban al paso. Al llegar a la entrada de la ruta, la luz artificial lo encandiló un poco, lo mismo los faroles de los vehículos que llegaban y se iban de Victoria. Frenó. Sentado aún en la moto se tocó el bolsillo del pantalón y se lamentó ser tan cobarde y no sacarle una foto al ET del Chango. Sacó el aparato, una leyenda de batería baja aparecía en la pantalla. No alcanzó a ver la hora antes de que se apagara. Entonces miró en su reloj pulsera y todavía marcaba las 0.50; el segundero estaba detenido. Golpeó el vidrio con el dedo índice un par de veces hasta que volvió a funcionar.
Entró en la ciudad cinco minutos después y siguió derecho por 25 de Mayo hasta que dobló a la izquierda, en la calle no había nadie. Tampoco paró hasta una casa pintada de azul en Rondeau y San Miguel. Se bajó. Tocó el timbre, un perro desde adentro empezó a ladrar. Volvió a tocar hasta que una lámpara se encendió en el interior. ¿Quién es a esta hora? Una mujer preguntó a los gritos sin abrir la puerta. Todas las paredes exteriores, además del color, tenían a los costados imágenes de platos voladores y seres de otro planeta con ojos grandes. Un cartel anunciaba: Museo OVNI. Me llamo Mariano Carpio, respondió entre jadeos como si hubiera llegado al trote. El perro ya parecía ronco y desesperado. Se escuchó una llave en la cerradura. La puerta se abrió, el animal era más bien flaco y pequeño. Fue el primero en salir y se acercó hasta la reja. Te esperábamos hace unos días, le dijo Simondini apoyada en la abertura. Pasá, voy a preparar un café.
Parte 2
Tres días después de la madrugada en el Museo OVNI, a Mariano Carpio le llegó un mensaje de texto al celular. Te esperamos en media hora porque vamos a ir al campo de tu abuelo, leyó en la pantalla. Eran las 8 y se despertó sobresaltado con una cumbia de Los Palmeras. Era obvio que tenía que cambiar el ringtone, pero lo advertía cada tanto. No pudo más dormir. Tenía ansiedad. De todos modos la mujer había sido cortante. Para este trabajo se necesitan pruebas, y contundentes, le dijo antes de despedirlo aquella noche.
La loca de los ovnis se ganó ese apodo de parte de los que nunca llegaron a ella. Para algunos era un personaje de la ciudad, su trabajo era para otros una propuesta turística y para Mariano Carpio la posibilidad de encontrar algunas respuestas; de poder conocer esa parte de la vida de su abuelo Miguel Ángel siempre rechazada y objetable. Aquellos que conocían a Silvia Simondini sabían que era una mujer que no se guardaba lo que estudiaba, lo compartía. Le dediqué toda mi vida a esto muchacho, para qué te voy a mentir.
No era tan fácil sacarle la edad a esa mujer de trato impecable, siempre bien vestida y dispuesta a la hora que sea a meterse en los campos, abrir las tranqueras y a esperar bajo cualquier noche helada que se dé aquello que tanto la apasionaba: algo incomprensible, una luz, un acercamiento, una nueva prueba de la inmensidad del universo, un dato científico posible de corroborar por la experiencia, concreto y exacto, de que no somos los únicos alrededor de un sol; lo mismo que su abuelo buscó desde siempre.
Quiero conocer qué pasó esa noche, le dijo Mariano Carpio, algo incómodo antes de terminar ese café que se extendió en la madrugada. Simondini lo miró un rato, lo estudió como para sacarle alguna ficha. Solo por teléfono se habían comunicado cuando se enteró de la desaparición y del texto de esa nota. Hace ocho años abrí este museo, para aquellos que quieren encontrar respuestas como las que buscaba Miguel Ángel, te vamos a llamar.
El sol hacía rato que iluminaba la casa alquilada en Victoria. Se preparó un mate y en la mesa de la cocina pensó los pasos a seguir. Los tres días anteriores paseó por la costanera, volvió al casino y algunas tardes salió a correr. La ciudad le llamó la atención, era diferente a como la recordaba, pero aún había calles con fachadas de ladrillos vistos, ventanales y rejas coloniales; algunas pobres de épocas en donde el campo se confundía con la urbanización en crecimiento. Por lo demás, con el televisor prendido se había quedado expectante del mensaje que esa mañana le acaba de llegar.
Media hora después estaba adentro de un auto con Simondini y su hija Andrea que siempre la acompañaba en los peritajes. El trayecto no fue largo, apenas unos veinte kilómetros sobre la ruta 11 y luego casi cuarenta minutos por un camino de tierra que recordaba mucho más largo e incómodo. Hablaron poco, y desde que cebó el primer mate sintió que, aunque sea, eso ya era una tarea. Sobre el final, apoyado en una tranquera, los esperaba Ramón. Sombrero, bombacha, camisa metida adentro del pantalón con una faja de colores celestes, blancos y azules, botas simples y embarradas. Gurí, tanto tiempo, saludó el hombre como si Mariano aún tuviera diez años. Nos quemó redondo, dijo un poco nervioso, antes de darle la bienvenida a las mujeres que ya se habían bajado del auto.
Casi no hubo presentación, ellas lo conocían desde antes. A un costado de una edificación simple, pero cuidada, el verde de ese suelo estaba marcado. Mariano miró a las mujeres y las siguió en el recorrido. Reconoció la casa de su abuelo, la de Ramón a lo lejos y a la señora Sofía que miraba desde la puerta. Con un grabador encendido le preguntaron al hombre como se había encontrado con el fenómeno. La respuesta fue simple, pero certera. Me desperté temprano como siempre, por más que el señor ya no esté, y cuando salí a trabajar vi la marca.
Tenía razón, era redonda o al menos así se advertía. Con tres cañas de pescar soldadas y una cámara insertada en la punta Andrea filmó desde arriba la circunferencia para saber si era realmente redonda o había algunos detalles imperceptibles desde el plano. Se midió y tenía seis metros de diámetro. Las llamé enseguida lo vi, dijo Ramón. Con un sacabocado bastante grande, madre e hija comenzaron a tomar muestras de la tierra a distintas distancias y profundidades, afuera y adentro del círculo y también sobre él. Por lo general la huella no está quemada en el pasto, le contó Andrea a Mariano, al que desde hacía un rato no le salía ni una palabra. En menos de una semana su abuelo había desaparecido y ahora en el lugar no solo había una marca redonda, tenía también la sensación de estar frente a algo que se presumía desconocido, sin explicación, y le dio un escalofrío que le bajó desde el cuello. Tampoco es que el OVNI tiene este tamaño, es la marca de la fuente de energía, agregó Andrea.
Las mujeres hablaban de naves extraterrestres como si fueran un Fiat 600, algo común y típico, un elemento más del paisaje. Simondini miraba cada tanto el procedimiento desde un poco más lejos. Vamos al tanque australiano, señaló como una orden. Los cuatro caminaron unos 20 metros detrás de la casa de Miguel Ángel. El piletón estaba vacío y con un verdín pegado entre las chapas. A la cara de asombro de Ramón le llegó una respuesta: no es nada, pasa siempre y hasta a veces aparecen completamente secos. Tomaron fotos, registraron en un cuaderno algunos detalles, levantaron pruebas de todo, saludaron al hombre y emprendieron el regreso. A Mariano le dieron ganas de quedarse, pero necesitaba pensar. Al costado de la huella había como un hongo bastante grande, deformado. También lo arrancaron y se lo llevaron.
Dos días después llegaron algunas confirmaciones. El pasto no estaba quemado, sino deshidratado. Había adentro del círculo una concentración diez veces mayor de sal que afuera de él y el agua del tanque australiano se había evaporado enseguida, como si hubiera hervido de golpe: por eso los restos pegados a la chapa. Los hongos eran comunes de la zona pero estaban transformados y con un tamaño de hasta siete veces más grandes. Mariano leía los resultados encerrado en la cocina de la casa que alquiló. Los últimos dos días había estudiado en Internet casos similares en otros lugares del mundo. Muy pocos científicos se animaban a dar un resultado de aquello que provoca las marcas y quizás por falta de respuestas, la mayoría ni siquiera atinaba una aproximación. El informe que le prestó Simondini también señalaba que había tres huecos en el piso en forma de triángulo por fuera del circulo y a escasos diez centímetros del perímetro. Como si algo se hubiera apoyado.
Estoy cerca de ET, le escribió Mariano en un mensaje de texto compartido al Chango y a Dardo. El Pocho Lavezzi estaba parado solo frente al arco. En el reloj del partido quedaban poco menos de doce minutos de juego y el París Saint-Germain quería ganar, era un amistoso. Se había acomodado bien, no recto a la pelota, sino tres pasos para atrás y uno para el costado. No le tocaba siempre patear a él, pero esta vez sí y desde la pantalla del televisor se lo veía confiado. Mariano lo conocía bien. Sabía que la pelota iba a ir con comba y arriba al palo izquierdo del arquero. Momentos antes de que el árbitro diera la orden, levantó la cabeza y dejó los informes en la mesa. Se escuchó el pitido del silbato. El delantero hizo cuatro pasos bien cortos, pero fracciones de segundos antes de patear a Mariano algo le contrajo el estómago y le apretó el diafragma. Lo erra, se dijo en voz baja frente al televisor. La pelota pegó en el palo y otro jugador del PSG, a la carrera, la mandó a guardar. Juntó todos los papeles, algo de ropa y con la llave de la moto en la mano decidió pasar la noche en la casa de su abuelo.