“Al pasado traumático no hay que recordarlo sino elaborarlo”

Escuela, revolución y República. El partido único conservador y la prioridad de la deuda externa, los temas de la entrevista con Gustavo Lambruschini.
5 de agosto 2012 · 09:41hs

Julio Vallana / Redacción de UNO

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Para desgracia y agonía de la República, las miradas críticas, lúcidas y ricas intelectualmente no abundan. Aunque las hay. La del Licenciado en Filosofía y Letras Gustavo Lambruschini es una y la apunta tanto sobre la historia más reciente como sobre algunos de los pilares del actual relato dominante. Una charla llena de rescates y apuntes para enriquecer la pobreza del debate inteligente que tanto falta.


Arraigo y felicidad
—¿Dónde naciste?

—Por una circunstancia accidental en Rosario pero he vivido siempre en Paraná, salvo la época de estudiante cuando viví 10 años en Buenos Aires. Mi madre era de Rosario y consideró que era mejor que naciera allí.

—¿En qué barrio viviste?

—Siempre en el centro: en calle 9 de Julio, Urquiza y San Martín, y también tuve varias mudanzas mientras viví en Buenos Aires, por razones políticas. Luego viví 10 años en el campo –entre 1976 y 1986– en una suerte de exilio interior.

—¿Algún arraigo particular con algunos de esos lugares?

—Como el arraigo viene asociado a una sensación de felicidad, diría que en los lugares donde fui más feliz, intensamente, fue, por una parte, en Buenos Aires, y por otra, en el campo.

—¿Y con los lugares de la infancia?

—No tendría ninguno ya que no asocio la felicidad con lugares o casas. Nunca tuve identidad posesiva en los lugares en que viví. Lo que en boca de un fascista es un insulto: soy una suerte de hombre sin arraigo.

—También me precio de considerarme un apátrida.

—Exactamente y te felicito, porque ser un apátrida es ser un cosmopolita, un internacionalista, con lo cual no sólo me identifico personalmente sino que he escrito mucho.

—¿Cuándo te fuiste a Buenos Aires?

—En 1968, cuando tenía 19 años, y me vine –un poco apurado– en 1976.
 

Letras, estancia y Filosofía
—¿Qué actividades profesionales tenían tus padres?

—Mi padre era estanciero y mi mamá era una mujer de su casa, pero con una intensa vida espiritual. El amor a la poesía lírica del modernismo, al teatro y a la literatura –que me hacía leer– lo heredé de ella, y el amor a la ciencia y la Filosofía, más bien de mi padre.

—¿Cómo convergían el mundo del campo con el de la Filosofía en tu padre?

—Papá tenía una biblioteca muy interesante, con una inclinación particular por la Sociología, más precisamente por Max Weber, a quien ponía por encima de todas las cosas. Él me inspiró a que estudiara alemán –lo que él también hacía– y comencé a los ocho años.

—¿Lo disfrutabas?

—Sí. Después lo estudié casi como una necesidad profesional. Uno no puede estudiar de manera erudita a la Filosofía sin tener ciertos conocimientos –aunque sean básicos– de latín, alemán y sobre todo de griego, porque las fuentes se han escrito en esas lenguas. Es el deber que tiene un profesor en cuanto a rigor científico cuando se enfrenta a una fuente clásica de la Filosofía.

—¿La diversión cuando niño estaba asociada con alguna de las aficiones de tus padres?

—Los niños de mi generación jugaban a los soldaditos, mientras que mis hijos nunca lo hicieron. Estaba fresca la experiencia de la (Segunda) Guerra (Mundial), ya que nací en 1949. También había una fuerte presencia de lo que después llamamos el partido militar, no sólo en la vida política sino también social. Nunca fui del fútbol, en cambio sí del rugby, que considero más vergonzoso. La cultura del fútbol –siendo tan deplorable– es mejor que la cultura del rugby –más deplorable aún (risas). No cometen tantos crímenes pero tienen el machismo, el culto a la violencia y a la fuerza.

—¿Los mandatos tenían que ver con los gustos y aficiones de tus padres?

—Había una especie de cholulismo por la cultura, entonces estaba muy bien visto que los niños fingieran una cultura literaria. Leí muy tempranamente a Homero y sabía todo sobre el Panteón helénico y sus héroes. Tuve un tío y una tía con un gran ascendiente en mi familia, quienes ponían por encima de todas las cosas a la cultura –y con una biblioteca muy nutrida, que heredé en parte. Entre ellos se escribían en francés. La primera vez que se hizo un curso sobre El ser y la nada –de (Jean Paul) Sartre– fue en la Universidad de Rosario, de la cual mi tía fue fundadora de la Facultad de Psicología. En mi casa, por ejemplo, estaba prohibido escuchar la radio, porque era una especie de patrimonio del general Perón. Siendo joven –cuando participé activamente en la Juventud Peronista– fue un gran trauma familiar, pero en esa época se estilaba que jóvenes y adolescentes rompían con sus padres.

—Era la proyección social del “matar a los padres” del psicoanálisis.

—Exactamente. Me parece muy aguda esa observación en el sentido de que en esos términos no siempre se dice que el Terrorismo de Estado –que comienza en 1974– es una experiencia histórica en que los padres matan a sus hijos. La generación de los mayores termina asesinando, torturando y desapareciendo a sus hijos, lo que es una de las cosas más traumáticas que todavía no ha tenido un tránsito de elaboración –también en términos psicoanalíticos. Ese pasado necesita una memoria entendida como elaboración, no de recordación; no es un problema de la memoria.
 

Sartre y dos humanistas
—¿Cómo fue el ingreso a un universo nuevo, como el que constituye una lengua?
 

—Como todos los chicos de mi edad en mi clase social estudiaba inglés, y paralelamente pude advertir la importancia decisiva que existe en el aprendizaje de diversas lenguas. Una lengua es un universo, una sensibilidad, y hay cosas que solamente se pueden decir en ella. Como rendí 4° y 5° año porque me fui a Europa, también estudié con una profesora que fue decisiva en mi formación: la doctora Ciaccona, quien me enseñó italiano (se emociona)… una perseguida del fascismo… También era profesora de latín, tenía una sensibilidad superior y era una humanista. Ya tenía decidido tempranamente estudiar Filosofía, por la lectura de Sartre –cuya obra literaria leí antes de ingresar a la Universidad. Sartre, la Filosofía, la Literatura y la Política eran como una misma cosa para mí. 
 

—¿Por qué la emoción cuando la mencionaste?
 

—Era una mujer algo retraída pero tenía un gran fervor por la poesía. Me hacía leer y aprender de memoria a Giacomo Leopardi. Leía y en un momento apretaba los dientes, no podía hablar porque se sentía emocionada. Son experiencias que conmueven. También tuve un profesor que se llamó Elio C. Leyes –relativamente olvidado, incluso por los socialistas; una gran injusticia. La primera vez que escuche Derechos Humanos –en realidad Derechos del hombre y el ciudadano– fue de su boca, aunque no debo haber entendido nada porque tenía 13 años. Pero sí recuerdo la conmoción de cómo lo dijo y el énfasis de su voz; una experiencia frente a una persona a la cual se le otorga cierta autoridad moral e intelectual sobre uno.
 

—¿Otras lecturas determinantes antes de Sartre y además de Max Weber?
 

—Teníamos una sólida cultura argentina ya que soy un hijo de la Escuela Normal y del Colegio Nacional de Paraná. Se tomaba muy en serio a la cultura nacional, que tenía un poderoso rasgo del nacionalismo liberal –característico de la Escuela Normal– que fue transformándose en ese nacionalismo de carácter romántico y católico, el cual le dio ese sesgo al nacionalismo argentino, incluida a la cultura peronista. Podría recitar de memoria el Martín Fierro, leí reiteradamente a Estanislao del Campo y a Don Segundo Sombra, todo lo que era la gauchesca. También a Sarmiento –de quien éramos devotos, al igual que de la Ley 1.420 y la invocación a la patria, en la cual se decía que se debía ser un apóstol de la fe republicana y antimonárquica.

 

Filosofía y Política
—¿Preguntas filosóficas o cuasi filosóficas incipientes en la adolescencia?
 

—La Filosofía –como hasta ahora– siempre estuvo asociada al existencialismo, de modo que me llevó a que tuviese una gran simpatía por las preguntas concretas sobre mí mismo, que voy a morir, que me angustio, que estoy enamorado, que temo… Siempre asociado con las experiencias radicales que tiene la existencia humana. Eso me permitió fluir claramente en esa dimensión práctica de la Filosofía e interesarme por la Política. Siempre consideré –como decía Napoleón– que la Política era el destino de los pueblos y no puedo disociar mi vida personal de lo que le pasa al país, y en gran medida al mundo.
 

—¿Cómo lograste ese punto de convergencia entre Filosofía y Política, universos –a priori– distantes?
 

—Son distantes en algunas corrientes de la Filosofía pero Sartre me convenció de que el marxismo era la filosofía de nuestra época. Pensaba al marxismo en esa dimensión sartreana, que muchos no asocian inmediatamente. La tradición del Partido Socialista, del Partido Comunista y de los trotskistas no lo hace. Sartre inventó el Tercer Mundo y la forma de absorber la Revolución Cubana también fue a través de él. En mi casa se festejó con bombos y platillos esa revolución, aunque no cuando (Fidel) Castro decidió alinearse detrás de la Unión Soviética.
 

—¿Cómo vivías en Buenos Aires la efervescencia social y política de 1968?
 

—La vida universitaria tenía un rasgo formal completamente diferente al de este momento: se leían algunos libros porque era la época de la dictadura de la Revolución Argentina y había libros completamente interdictos. De modo que quien quería tener una formación de otra naturaleza tenía que hacerlo en grupos de estudio o fuera de ella. Era un momento en que el movimiento estudiantil había llegado a su ápice, cuando hoy está bastante alicaído. Tal vez el momento más significativo que tuvo desde la época de la democracia fue cuando hizo que renunciara (Ricardo) López Murphy. Yo estudié en la época de “obreros y estudiantes, unidos y adelante”, del frente obrero-estudiantil, etc. Había una conjunción de discusiones que eran estricta y rigurosamente académicas, políticas y filosóficas, y nadie podía participar sin tener una clara posición o lectura más o menos avanzada sobre la historia nacional.
 

—¿En qué momento sentiste que la historia podía pasar por el peronismo?
 

—El primer hecho político que registré fue lo de “laica y libre”. En 1968 –cuando ingresé a la facultad– no había ninguna agrupación peronista sino que todas eran de izquierda. Como un proceso que fue vertiginoso, el peronismo se transformó en mayoritario y muchos estudiantes naturalizaron que el proletariado argentino era peronista, que en el peronismo existía una larga tradición de lucha que podía ser interpretada en términos revolucionarios y que las consignas –usadas por (Augusto) Vandor– eran de ese tipo. La lucha callejera y las manifestaciones pertenecían a una cosa en la cual no se establecían muchas diferencias. El Perón de esa época –una versión guerrillera–  alentaba lo que llamaba las “formaciones especiales”, hablaba ambiguamente del “socialismo nacional” y mencionaba a Mao (Tse Tung), y fue decisiva la película de (Fernando) Solanas Actualización política y doctrinaria para la toma del poder, que era un tipo de instrucción militar. 
 

—¿No colisionaba todo esto con tu formación normalista y aquello del credo de Sarmiento?
 

—Fue una ruptura respecto de una versión del patriotismo. En 1983 –cuando volví a la Universidad– percibí que la gran diferencia que tenía con quienes ahora eran mis alumnos, es que no se sentían orgullosos de ser argentinos. El patriotismo que nos era inculcado en la Escuela Normal tenía otra versión cuando uno decía –con Evita– “allí donde hay un obrero, está la patria”. Tomaba un arraigo diferente; en cambio la Escuela Normal la identificaba con la libertad, las leyes y la República. El primer peronismo le daba un contenido de clase.
 

—¿Del socialismo real te desilusionaste…(interrumpe)
 

—No, no, no. He cometido muchos y demasiados errores en mi vida, pero nunca fui stalinista.
 

—Pero siempre analizaste con la herramienta del marxismo.
 

—Entendíamos al peronismo como deudor de Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggros, John William Cook y Hernández Arregui, y se agregaba como una figura llamativa la de (Arturo) Jauretche y (Raúl) Scalabrini Ortiz –siguiendo la tradición de Forja (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina)– y cierta deuda con el nacionalismo popular en la figura de José María Rosa. Había cuestiones curiosas que hoy pueden parecer disparatadas como quienes se hacían peronistas leyendo El 45 –de Félix Luna. Cualquier persona que sea relativamente honesta desde el punto de vista intelectual tiene que reconocer que no existe ningún cuerpo teórico que esté en condiciones de dar cuentas de lo que ocurre hoy y ayer en el mundo, que no sea el marxismo. O son ignorantes o son deshonestos intelectuales.
 

—¿Qué momento rescatás como pleno de aquel entonces en cuanto a lo intelectual?
 

—Tomé muy en serio mis estudios de Filosofía, tuve medalla de oro y promedio 9.57. Participé con tanto fervor en las polémicas políticas como en las polémicas estrictamente filosóficas. Tuve una buena formación en la Universidad de Buenos Aires, con una impronta de (Martín) Heidegger y la fenomenología de (Edmund) Husserl. Y la lectura de (Georg) Hegel –que estudié más detalladamente cuando estuve en el campo– y (Immanuel) Kant. Lo que me abrió una gran experiencia fue el aprendizaje del latín y el griego. Paralelamente a la cátedra tradujimos Antígona –de Sófocles– y La República –de Cicerón, lo cual es un signo de cómo nos vinculábamos con la Literatura clásica.

 

Traición familiar
—¿Cómo fue el momento familiar cuando comentaste tu adscripción al peronismo?
 

—Fue experimentado como una suerte de traición e ingratitud familiar, al igual que en el círculo de los amigos. Mi padre tenía una casa que el Partido Peronista se la había sacado, en una de esas arbitrariedades y abusos del poder que siempre ha tenido. Estaba más aceptado que uno podía volverse comunista o socialista, pero no peronista porque tenía un ingrediente plebeyo. Papá siempre fue un conservador que votó al Partido Radical. Lo que fue para él una suerte de quiebre (se emociona) fue cuando… lo mataron a un… amigo mío, de Paraná. Ahí se transformó en un enemigo mortal de la dictadura, al punto que nunca dejó de ser alfonsinista. Mientras el Partido Peronista sostenía en 1983 que la autoanmistía de los militares era correcta, Alfonsín dijo “no”, porque existía un pacto militar-sindical. Argentina es un país vergonzoso por muchas razones pero hay dos por las que no: una es el juicio a las juntas (militares) y la otra es la Ley de Migraciones; también podríamos agregar una tercera como la Ley de igualdad de género.
 

—¿Aquella ruptura era una especie de traición de clase?
 

—Sí, un fenómeno que no ocurre ahora porque la burguesía argentina es toda peronista. No obstante en 1976 fui preservado y rescatado por vínculos familiares, cuando no se sabía hasta qué punto se estaba en riesgo de muerte, porque caían hasta los perejiles. Fue el abandono de la Política y el retorno a la familia.

 

Kirchnerismo: nada realmente alternativo
—¿El kirchnerismo puede convertirse en una versión superadora del peronismo?
—Tengo una visión muy escéptica del kirchnerismo. Tengo muchos amigos y gente que aprecio desde el punto de vista intelectual y moral que son kirchneristas pero no he logrado percibir que como movimiento general pueda transformarse en una versión superadora del peronismo. De todas maneras soy de aquellos que claramente distingue los cuatro períodos clásicos: no es lo mismo hablar del primer peronismo, que hacerlo del que comienza con Isabelita, Menem, Duhalde. No veo desde el punto de vista de la política profunda del país qué es lo que se ha hecho realmente alternativo ya que sigue sometido a los bancos y el capital financiero. Este descalabro de los últimos meses tiene una sola causa, que es que en estos días hay que pagar la deuda externa. Y esto se ha puesto en la prioridad respecto de cualquier otra cosa. De hecho se han perdido más de 300.000 puestos de trabajo y hay inflación. Lo único que hay que hacer es leer el Presupuesto nacional. También hay una cuestión sustantiva: el kirchnerismo es un lugar votado por “De Mendicurren” –presidente de la Unión Industrial Argentina– y un trabajador. Hay alguien que se equivoca: o los trabajadores, que están votando por la patronal, o la patronal, que tiene razones para hacerlo. No creo que haya algo así como “los argentinos”, ya que están los que son propietarios y los que son desposeídos. En Argentina existe un partido único, el auténtico partido conservador del orden constituido, que no cambiará nada. Vemos que los trabajadores son peronistas, las cuatro CGT son peronistas… pero también la UIA; la burguesía agraria –que finge– sobre la cual escuche que “si Cristina tuviese el coraje de entrar en el restaurante de la Sociedad Rural Argentina, harían cola para sacarse fotos al lado de ella. De hecho –aunque no sus dirigentes– votó por Cristina. Y en la Magistratura vemos que los jueces son peronistas,  y los profesores de la Universidad.
 

—¿No es el triunfo de la cultura fascista por sobre la republicana?
 

—Permanentemente se siente la tentación de encontrar un genuino y auténtico aire de familia entre el fascismo y el peronismo, no desde ahora sino desde la Revolución de 1943.
 

—Lo señalé en términos culturales.
 

—Sí, pero lo que distingue de manera drástica al fascismo del peronismo es que la base social de éste son los trabajadores mientras que la del fascismo fue la aristocracia obrera y el gran capital, y sus enemigos los trabajadores. A Auschwitz no sólo iban los judíos sino los dirigentes socialistas y comunistas. Es una discusión que creo que las ciencias sociales ya han saldado: el peronismo no es fascismo, pero en términos culturales no hay ningún país democrático y republicano del mundo en que el presidente desobedezca las sentencias de la Suprema Corte de Justicia, como  con el caso del pago a los jubilados. Todo esto hace que uno se tiente a decir que el peronismo es un tipo de fascismo.
 

—¿Te preocupa –independientemente de la cuestión gremial– lo que acontece en El Diario?
 

—Sí… esteee…
 

—Me refiero a que –en términos generales– siempre fue una tribuna de diversidad.
 

—No he escrito últimamente. Después de la venta de parte de su capital accionario escribí dos o tres artículos que me fueron publicados y fui invitado a seguir haciéndolo como desde los años 80. Anteriormente sufrí la censura cuando hablaba críticamente de la Iglesia Católica, de modo que no siempre se publicó todo lo que he escrito. Lo mismo cuando me pronuncié muy críticamente respecto de la reforma de la Constitución promovida por Busti. Ahora percibo una línea editorial que hace que… no sé qué medio que tenga cierta masividad en Entre Ríos sea independiente de la pauta publicitaria oficial. Éstas son las cosas que hacen que uno dude sobre si vivimos en una república o en una democracia. Por otro lado doy clases en la carrera de Comunicación y puedo dar fe de que no son pocos los alumnos que no leen los diarios, lo cual debiera ser una especie de deber profesional. No sé hasta qué punto los diarios no son algo así como la repercusión de un mentidero muy pequeño o si uno se forma una idea de “lo público” mediante su lectura. Lo veo con una gran preocupación porque el debate libre de ideas es una parte sustantiva de nuestra vida y nunca la represión de la libertad de pensamiento –que es imposible– ha conducido a nada. La libertad de prensa es una conquista frágil y momentánea, en términos históricos.

Derechos Humanos o la política más dañina
El pensador –quien se desempeña como docente en la UNER y en la Uader– consideró que una de las políticas más dañinas del kirchnerismo es la de Derechos Humanos “no por ver procesados a los sicarios –porque ninguno de los beneficiarios sociales del golpe de 1976 está preso” sino porque “es muy grave que ese movimiento se haya dividido”.

—Presupongo por lo que me dijiste que considerás incapaz al kirchnerismo de saldar la cuestión en torno a los Derechos Humanos.

—Ahora todos están peleados con todos, hay odio y hay que salir a explicar que Hebe de Bonafini no tiene sus hijos en París. Antes se podía estar contra las Madres o Abuelas pero al precio de ser fascista. Ahora no porque se partidizó y es la gran trampa de siempre del peronismo: estatalizar, como también sucede con el Día de la Mujer.  Habíamos inaugurado en la facultad una cátedra abierta sobre Derechos Humanos –donde podíamos congregarnos todos– y se fue a la mierda. Veo que los Derechos Humanos quedan enclaustrados en recusar el secuestro, la tortura y el asesinato, cuando son normas de un inmenso refinamiento y sutileza –sin parangón en la historia de la humanidad– y que tienen que ver con un universo mucho más amplio.

Educadores trabajadores  y un resultado ambiguo
Al analizar la decadencia del sistema educativo, Lambruschini, con cierto tono de autocrítica, se hizo cargo de “los resultados ambiguos” de la lucha que promovió a los docentes como trabajadores, al igual que manifestó su preocupación por la desaparición del laicismo en la cultura entrerriana.

—¿La referencias –como símbolos– a tu profesora de italiano, a los exponentes del Normalismo y al profesor Elio Leyes son la contracara de la debacle del sistema educativo?

—Hay un contraste drástico entre lo que eran los últimos normalistas que conocí –Braseco, Yérique, Leyes, etc– quienes aparecían con moño y vivían en la Costanera Alta, pero estaban convencidos de que la educación era el evangelio de la fe republicana. Leyes era un hombre convencido de que la revolución socialista pasaba de manera sustantiva por la educación. Nunca dejó de decir que la Escuela Normal era una institución revolucionaria, del  credo de Sarmiento, Alberdi y toda la generación del 37. Había una conciencia clara y lúcida respecto de que la educación era parte sustantiva de la construcción de una República. Soy de quienes me tengo que hacer cargo de los resultados ambiguos de haber luchado para que los educadores se entiendan como trabajadores, una lucha de 1973. Hasta allí los maestros se negaban a estar en la CGT porque no se consideraban trabajadores. Estaban convencidos de que existía una misión de la educación y que la palabra apóstol estaba asociada. Hoy a la Universidad muchos la consideran “un curro” y no existe compromiso existencial y político con la docencia.

—¿Ese avance en cuanto a conciencia de clase socavó las bases del sistema?

—Me remite a la ambigüedad de que se considera a la educación una mercancía. Un educador es un trabajador, pero no solamente un trabajador. El fenómeno empírico de la educación no se deja apresar simplemente por el fenómeno de la venta de mano de obra asalariada al interior de la sociedad capitalista. No estoy hablando de que los educadores deban volver a considerarse apóstoles, pero sí volverse reflexivos del poder inmenso y la misión que tiene la educación. Que está pésima en el país. Hay alumnos universitarios que no saben leer de corrido. La discusión política no percibe hasta qué punto este deterioro en la cultura de la escritura puede acarrearnos consecuencias que profundicen nuestra decadencia.

—¿Eso sucede por vaciamiento intelectual de las élites o por qué le resulta funcional al sistema de poder?

—Hay una evidencia a gritos: en 1880 –la época de la Ley 1.420– la educación era un interés sustantivo del bloque de clase dominante. Entre otras cosas porque había que darle identidad nacional a los gallegos, gringos, judíos y turcos, que venían con ideas, valores y gustos estéticos diferentes. Y convertirlos en devotos del general San Martín, como parte de la religión laica. Fue una cosa exitosa y una prioridad. Ahora –para el bloque dominante– no es ninguna prioridad. Ya no existe más el sistema educativo argentino que promovía un verdadero y auténtico ámbito igualitario –con la salvedad de cuando nos enseñaban religión y echaban a los judíos. La cultura entrerriana ha sido una cultura laica, lo cual también ha desaparecido y es gravísimo. No hay un partido laico.

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