Mi padre era pescador y sordo.
Ambos hechos se acrecentaron con los años.
El gusto por la pesca nació en su juventud, allá en Concepción del Uruguay, su ciudad natal, su pueblo, con sus amigos.
Siempre recordaba las islas y el puerto. Contaba también de las aguas del Uruguay, cuando eran claras, en su lecho de cantos rodados, antes de que el progreso y la tecnología las oscurecieran.
Con muchos de mis tíos y familiares tendió espineles, jugó al truco y comió pescado junto a un gran fuego en noches incomparables e inexplicables, que solo podrán entender quienes las hayan vivido. Pero fundamentalmente, ya establecido en Paraná, fue un pescador solitario a quien le gustaba contar con gran cantidad y tipo de avíos de pesca.
Antes no eran muy frecuentes los productos importados y por ello, cuando los conseguía, guardaba y atesoraba sus anzuelos en distintas cajitas, de acuerdo a sus tamaños. Lo mismo hacía con sus líneas, pues nunca fue pescador de caña. Decía que era más vibrante revolear las plomadas, lanzarlas, y sentir en la mano el pique de los peces, que hacerlo con una caña.
Papá era boguero. Su pasión la constituía la pesca de la boga y casi todos sus aparejos estaban destinados para ello. Recuerdo sus preliminares para ir por las tardes al puerto llevando una masa de afrecho, por él preparada, pues las bogas, según decía, no podían resistir este manjar.
En los viejos muelles de madera del puerto, muchos de los cuales hoy ya no existen, mi padre se instalaba intentando lograr día tras día alguna presa que compensara sus afanes. Muchas veces lo logró. Hasta hace no muchos años, solía ver en casa de mi madre un pequeño aro de alambre con una serie de dientes de boga que correspondían a un gran ejemplar que logró cobrar. Creo recordar que aún vivíamos en calle Gualeguay cuando ello ocurrió.
En muchas tardes lo acompañaba. También en mí esta pasión pesquera prendió muy fuerte de chico. Me acostumbré al olor al río, rara mezcla de resaca y vegetales que no se puede definir, y a caminar entre los maderos de los muelles atendiendo los bogueros o mojarreando junto a las paredes de hormigón.
Esta era la faceta pescadora de mi padre. Además comenté al principió que la sordera lo acompañó en sus últimos años. Fue paulatina pero avanzó mucho.
Recuerdo que en mis años de estudiante universitario tuvo que acceder al uso de audífonos, cosa que no le agradó al principio, pero que después, picarescamente aceptó, porque le convenía, según el tema de que se hablara, decir que no escuchaba pues tenía el aparato apagado.
Los audífonos que usaba consistían en una prótesis que se ubicaba en el oído y un receptor del tamaño de un paquete de cigarrillos, unido a aquella por un delgado cable, que llevaba prendido al cinto o ubicado en el bolsillo superior de la camisa. Supo usar al comienzo anteojos con audífono incorporado a las patillas que no le resultaron.
En sus últimos tiempos comenzaron a agravarse viejos problemas circulatorios originados en el cigarrillo, que según él lo acompañaba desde los catorce años. Ello determinó que en ciertas oportunidades sufriera mareos que complicaban sus tardes de pesca y que, evidentemente, le impidieron continuar ejerciendo su pasión desde lo alto de los viejos e inseguros muelles del puerto. Pero indomable en su afán, comenzó a concurrir a la playa del Club Atlético Estudiantes en donde existía un pequeño pontón flotante, anclado a unos metros de la costa, y al cual podía acceder gracias a la gauchada de algún pescador que lo transportaba.
También, por el gran peso que antes tenía, redujo su caja de pesca. Era muy habilidoso y había confeccionado una caja más pequeña, de madera forrada en lona, y pintada con esmalte color celeste. Aún está en casa.
De esta forma, y en esta etapa de su vida, 65 a 68 años, mantenía aquellas dos características del principio del relato: pescador y sordo.
Una tarde, después de una de sus excursiones pesqueras, lo vimos regresar ocultando una sonrisa que tal vez tenía su origen en un pequeño sentimiento de vergüenza.
No nos dejó mucho tiempo expectantes y relató lo ocurrido. Resultó que, pescando en el pontón, encarnó los anzuelos de la línea, arrolló esta formando un ocho entre los dedos de su mano para que no se enredara al correr, se preparó y comenzó a revolear línea, anzuelos y plomada. Tras varias revoluciones de este conjunto en el aire, que peligrosamente zumbaba junto a su cuerpo, soltó su aparejo, el cual antes de tomar raudo vuelo hacia el río enganchó, anzuelo por medio, el cable del audífono. Y allá fueron , línea, anzuelos, plomada y aparato, a sumergirse en un único destino: las aguas del Paraná.
Intentó, según nos contó, que un pescador desde su canoa, rastreara un poco el fondo del río en busca del audífono, que al sumergirse se había desprendido del anzuelo, pero no tuvo suerte.
Sin duda alguna el hecho habrá significado un problema económico, pero para pasar el mal rato, y sonriendo, nos dijo : "La suerte que perdí, la tuvo algún viejo bagre sordo, que inesperadamente pudo volver a escuchar los sonidos del río".














