Hubo un proceso, veloz en términos históricos, por el cual la vida de todos los seres humanos terminó siendo un set de televisión o algo parecido a eso y más impresionante todavía. Lo que mostraba The Truman show en 1998 no era más que un anticipo de lo que en realidad estaba por ocurrir, aunque con otras características. En ese año, cuando la película se estrenó, todavía no existían los celulares con cámara y acceso a internet, por eso tal vez los guionistas imaginaron que la manera de montar un espectáculo a partir de la vida de una persona era televisarla las 24 horas del día, sin que el protagonista se diera cuenta ni se percatara, por lo tanto, de que su existencia no era más que una puesta en escena para atraer a los espectadores frente a las pantallas de los televisores.
El espectáculo de lo real
Por Alfredo Hoffman
Cuarto de siglo después, el show de la realidad no necesita ningún despliegue de producción, ni de recursos tecnológicos ni de ninguna inversión económica significativa. Con pocos pesos, con un simple teléfono inteligente como los que hoy por hoy posee la mayoría de la población, la vida misma está siendo transmitida. Tampoco es una condición que las personas que son protagonistas de este espectáculo sean engañadas: suelen ser conscientes de que están expuestas a que su imagen se reproduzca hasta el infinito. Otra diferencia entre aquella obra de ciencia ficción y la realidad de hoy: no hay que encender un aparato para espiar la vida de un tal Truman Burbank; la vida de todos y todas inunda las pantallas y pantallitas que no solo nos rodean, sino que también están incorporadas, como prótesis, al cuerpo humano.
Esta es una simple descripción de los hechos. Registrar fotos y videos con los celulares es algo que todo el mundo hace, todo el tiempo, y muchas personas deciden hacer públicas esas imágenes a través de las redes sociales. Muchas otras personas eligen ver esas imágenes. Otras tantas, a su vez, las comparten. Así se llega muy frecuentemente a lo que alguien alguna vez dio en llamar viralización, término que supone una expansión descontrolada de ese registro.
Esta descripción no hace un juicio de valor. No dice si esto es bueno o es malo en sí mismo o si lo bueno y lo malo depende del uso que se haga de esto. Pero sí vale afirmar que esta cotidianidad espectacularizada es una condición de esta época, de la que es muy complicado abstraerse. Por lo tanto, hay que aprender a convivir con esta realidad de manera tal de reducir los daños que provoca y aprovechar algunos beneficios que también existen.
Por estos días, abusadores sexuales se grabaron cometiendo un acto atroz contra una niña en Federación. Hace poco, en Concordia, un vecino registró el momento en que un hombre se suicidaba. En el mismo momento en que alguien lee estás líneas, en algún lugar se está haciendo un video de algún hecho conmocionante: un asalto, una pelea callejera, un fenómeno meteorológico. O situaciones mucho más ingenuas o mínimas que alguien pensó que debían ser capturadas en imagen y sonido. O escenas simplemente tomadas por cámaras de vigilancia que están fijas y todo lo ven.
Todas estas escenas son susceptibles de ser emitidas, en directo o no, para que estén al alcance de un número de potenciales espectadores imposible de calcular, que a su vez probablemente harán que se vuelvan virales. Seguramente es necesario que alguien piense en esto, en las consecuencias que puede provocar, en los daños que se pueden causar a personas cuyas imágenes son capturadas, conscientes o no de ello.
Esta revolución de las pantallas y de las cámaras puede ser usada para contribuir al conocimiento sobre acontecimientos que se quieren ocultar. Por ejemplo, para revelar al mundo lo terrible de una guerra. Incluso puede servir para investigaciones científicas o para demostrar si algo es verdadero o falso. Pero también puede provocar dolor y perjuicios irreparables, como los que sufren las víctimas de delitos que son revictimizadas al ser expuestas al espectáculo de lo real.