Por estos días se conmemoran los 40 años de la restauración de la democracia. El 30 de octubre de 1983 fue el día que los argentinos y las argentinas volvieron a acudir a las urnas para ejercer el derecho al voto; derecho que había sido cercenado durante los siete años anteriores, como lo había sido antes en numerosos periodos del siglo XX en que gobernaron dictaduras.
Democracia sí o democracia no
Por Alfredo Hoffman
Desde entonces, 1983, y sin interrupciones hasta el momento, el pueblo es el soberano en el marco de esta democracia indirecta. Es quien decide gobiernos y gobernantes y a quiénes corresponde en cada oportunidad el rol de oposición. Ha crecido también la democracia participativa, a través de los instrumentos incorporados en la reforma constitucional de 1994.
La democracia tiene una inserción profunda en la sociedad. Está presente en las organizaciones: partidos políticos, centros de estudiantes, sindicatos, colegios profesionales, cámaras empresariales, comisiones vecinales y demás eligen a sus autoridades y representantes mediante el voto o el consenso.
La democracia impregna la vida cotidiana de la gente. El pueblo se queja, reclama, debate, promueve, propone, defiende. Porque no olvida que es el soberano y es quien otorga mandato a quienes tomarán decisiones en su nombre. Está legitimado, entonces, para pedir que le rinda cuentas el presidente que no puede bajar la inflación, el legislador que no hizo leyes en beneficio del conjunto y el juez que falló al fallar. Por cierto: el Poder Judicial, al final de una cadena que debería tener mucho menos eslabones, también es designado y controlado por la ciudadanía.
La democracia ha incorporado, incluso, instrumentos que permiten que más personas puedan ser votadas y así intentar prevenir una de sus falencias: que siempre sean los mismos los que resulten electos. En Entre Ríos, la Ley de Paridad va en ese sentido y obliga a que haya 50% varones y 50% mujeres en los cargos del Estado y de las organizaciones. Así, desde el gobierno que inicia el 10 de diciembre habrá muchas más mujeres que nunca sentadas en las bancas de la Cámara de Diputados. No así en el Senado, donde la elección por departamento limita la distribución paritaria de escaños. Se sentarán solamente cuatro senadoras y 13 senadores.
La democracia se puede-debe mejorar tanto en lo formal como en lo material, para que la grieta no impida la tolerancia y la tolerancia dé paso definitivamente a la convivencia. La democracia debe dejar la puerta abierta al disenso, a la protesta, a la libertad de expresión. A su vez, debe generar los anticuerpos necesarios para que en esa libertad no crezcan las opiniones antidemocráticas. Esto ha sido así desde 1983: las voces que cuestionan la democracia y/o reivindican la dictadura fueron eminentemente marginales.
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Pero algo pasó en los últimos años que cambió esa norma. No fue repentino, aunque sí tuvo un crecimiento acelerado en los últimos años. Los discursos de odio hacia determinados sectores políticos comenzaron a tener un tono cada vez más elevado; aparecieron los grupos que cuestionan la historia democrática argentina y dejaron de ocultarse las agrupaciones hechas para hacer apología del terrorismo de Estado y defender a los criminales enjuiciados por delitos de lesa humanidad en procesos reconocidos internacionalmente.
Un buen día, un puñado de representantes de esos grupúsculos comenzó a tener más visibilidad. Se organizaron, se multiplicaron como hongos en la virtualidad de las redes sociales. Uno de ellos adquirió el beneficio de gozar de horas de aire en televisión. Se convirtió en político. Creó un dogma. Sumó aliados poderosos. Se presentó como candidato a presidente. Lleva como compañera de fórmula a una experta en defender genocidas y justificar el genocidio. Sumó más aliados más poderosos.
La propia democracia, al final de cuentas, será lo que se pondrá en juego en el balotaje del 19 de noviembre. El pueblo deberá optar entre seguir siendo el soberano o elegir su deglución en las fauces del león de la antidemocracia.