Avisame cuando llegues
Por Paula Eder
En el colectivo te vas a hacer lugar hasta el fondo como una serpiente, te vas a tapar el culo con la cartera, y las tetas con los apuntes de la facu. Cuando por fin encuentres un asiento de reojo vas a ver el cierre de un pantalón a la altura de tu cara. Te vas a mover un poco para marcar tu espacio y tu incomodidad, pero él se va a quedar ahí mirando desde arriba cómo te abrazás a la mochila y te hacés un bollito contra la ventanilla. Ponés una canción que te gusta, cerrás los ojos y mientras pensás en lo irónico de que tu lugar en ese nudo de personas sea un rincón en el que no oís, no ves, no hablás y no te movés.
Cuando bajes, uno va a aprovechar para tocarte el culo de pasada. En el laburo lo vas a contar y tus compañeros van a decir que no es para tanto, que las minas están demasiado sensibles, aunque no paren de repetir que no tienen problemas con el puto de la oficina mientras no se pase de la raya. Tus compañeras también están de acuerdo en que es mejor no contestar, que la violencia genera más violencia y que después de todo es lindo recibir halagos en la calle. Aunque vengan de un desconocido, aunque a veces te insulten porque sí.
En el viaje de vuelta vas a tener que elegir entre bajarte cerca de tu casa aunque sea oscuro, o bajar donde sí hay luz y caminar 4 cuadras. Apagás la música: tenés que estar alerta por si hay que correr. Caminás rápido, con la llave entre los dedos y el puño cerrado. Conocés de memoria el camino, pero igual el corazón te late fuerte. De lejos vas a ver que la luz de la cocina de tu casa ya está apagada, eso te va a recordar que quizás sea demasiado tarde y que quizás estés demasiado sola. Van a pasar dos chicos caminando y vas a cruzar de vereda. Vos qué sabés. Todos pueden ser. Apurás el paso, pensás en algo que no te de miedo, sólo querés llegar.
Te parecerá exagerado, pero las calles que caminamos son un monstruo que se come mujeres y las devuelve en una bolsa. Una cada 18 horas, como un juego macabro que cada vez se pone peor. Porque no es la ropa, ni la fiesta, ni la selfie, ni las calles desoladas. Son los violadores y un Estado cómplice que subestima el peligro que representa un violador suelto. Miles, caminando entre nosotros, en el ascensor del trabajo y en la fila del supermercado. El cura del merendero, y el vecino simpático que comenta lo loco del clima con la panadera mientras se imagina qué podría hacerle si un día de estos, a las 8 en punto, el novio no la estuviera esperando en la puerta.
Porque lo que hace que sea Micaela y no vos es solamente el azar, y porque así son todos los días, esquivando el miedo de saber que no estás a salvo en ninguna parte, ni vos, ni yo. No voy a dormir hasta no saber que estás en casa así que, por favor: avisame cuando llegues porque siempre, siempre cabe la posibilidad de no llegar.