-¡Bájenlo!-, cuando por fin llegó la orden del Centurión, los legionarios Lucius y Quintus sintieron alivio. Hacía calor, sudaban, el equipo pesaba. Las tensiones con los insurrectos en la provincia de Judea se intensificaban día a día, y las ejecuciones también. Los hombres llevaban cuatro horas parados sobre ese montecito rocoso que los lugareños llamaban Gólgota bajo un cielo plomizo, soportando un viento incesante que arremolinaba un polvo molesto que se colaba por los pliegues de las armaduras.
Los testigos AD 33.
Ambos centinelas miraban sin interés a tres cuerpos clavados en toscas cruces de madera. Tres reos que el largo tentáculo de la justicia de Roma había decidido castigar.
Lucius y Quintus eran amigos. Incontables horrores hermanaban a esos hombres simples en la cotidianeidad de la muerte, pero eran soldados, no verdugos. Servían juntos desde hacía más de 20 años en la Legión XII “Fulminata”, formada por el mismísimo Julio César casi un siglo atrás y que había ganado su fama en la terrible campaña de las Galias y en los campos fraticidas de Farsalia. Pero en esa oportunidad la flagelación era tarea de otros esbirros, tarea que los legionarios despreciaban por indecorosa, de una crueldad amateur. La misión de los veteranos en aquel páramo era velar porque el macabro espectáculo se desarrollara escrupulosamente, sin incidentes, que el castigo se infligiera puntual e inexorable como indicaba el protocolo de ocupación.
Cuando Lucius y Quintus hicieron cumplir la orden con la diligencia de quien desea terminar lo más rápido posible una faena ingrata el del medio ya estaba muerto. Fue trasmitida en mal hebreo a los deudos por Lucius, quien tenía cierta habilidad para aprender pocas palabras de las lenguas de los pueblos conquistados, y al instante un pequeño grupo de afligidos seguidores expectantes se apresuró a cumplirla. El cadáver se deslizó frío pero todavía sudoroso hacia un ramillete de manos compasivas. Fue casi un desahogo inesperado para ese cuerpo sin vida. Las heridas eran atroces.
–¿Y éste qué es lo que ha hecho?–, preguntó Quintus a su compañero.
–El centurión dice que es un loco –respondió Lucius con fastidio. Se proclamó Rey de los Judíos. No se entiende a esta gente. Tienen su justicia y molestan al Procurador.
Esa misma mañana ambos soldados habían conducido al acusado al recinto del pretorio para una audiencia con el prefecto Pilatos, máxima autoridad local de ese vasto imperio que se extendía desde Bretaña hasta los lejanos desiertos de Arabia.
Lucius y Quintus ignoraban en ese momento que estaban a punto de presenciar un acontecimiento capital de la historia, que algunos piadosos invocan como el primer cruce entre la eternidad y el hombre. Un dialogo a solas, inaudito, del que nadie supo en qué idioma pudo ser (algunos dicen que fue en arameo, idioma que el romano ciertamente no conocía o conocía poco, otros dicen que en latín, lengua compleja y refinada que ciertamente un carpintero nunca pudo saber; y otros, más escépticos afirman que no hubo tal diálogo) entre el “rey de los cielos” y el representante del Cesar.
Al gran recinto solo ingresaba la claridad matinal a través de un haz de luz que se posaba compacto y espectral sobre el frío piso de piedra. Una gran mesa que oficiaba de sala de situación política y militar sobre la que se apilaban mapas y pergaminos se ubicaba al centro del recinto acortinado rigurosamente de púrpura, y un busto de Tiberio convenientemente ubicado vigilando con marmórea rigidez las acciones de su representante oficial.
No hay certidumbres de tal momento. Los apóstoles dan su versión y declaran que Pilatos emplazó con ironía a que defina la verdad. Los historiadores de la época sencillamente no consignan el hecho (que quizás nunca existió). Los evangelios apócrifos, por su parte, aunque menos unánimes pero más verosímiles, mitigan a Pilatos y lo retratan consternado por el absurdo de una inmolación que no logra evitar. El fariseo Nicodemo incluso lo exculpa por ir más allá de su rol de juez, y alegar a favor del prisionero ante la muchedumbre impiadosa, que ya había formulado su acusación y pedía a gritos la condena.
Pero cabe entrever otra posibilidad para ese mítico encuentro: la incomprensión. La simple, evidente y definitiva imposibilidad de que la mente del romano pueda concebir la irracionalidad de un individuo de someterse voluntariamente al martirio para probar una verdad. Le resulta inconcebible la negativa de vivir, el exagerado énfasis en la salvación del más allá que pone ese personaje tan extraño a su concepción del mundo.
Poncio Pilatos era un hombre práctico, que carecía de todo sentido de proselitismo religioso, pero había leído a los sofistas, y hace un último intento de razonar con ese agitador que insolentemente se proclama “Rey” en ese caos babélico.
–¿Qué intentas demostrar haciéndote matar, insensato?, sacrificándote a la sinrazón, ¿acaso una quimera?–escucharon con claridad los involuntarios espectadores de la escena, Lucius y Quintus.
Uno habló de culpa, de pecado, del amor de un Dios vago y lejano, de redención en un paraíso; el otro le contrapuso el derecho, caminos, puentes, bibliotecas y monumentos. Fue inútil, esos hombres jamás pudieron entenderse.
Lo cierto es que cualquiera haya sido el devenir de los hechos en esa mañana alucinada en la que finalmente se ordenó el suplicio hubo solo dos testigos impasibles: Lucius y Quintus. Quintus murió al poco tiempo allí mismo en Jerusalem acuchillado en una emboscada callejera; y Lucius mucho después, durante el esplendoroso reinado de Trajano, en la serenidad de su lecho en Apolonia, ciego y rodeado de cabras y nietos.
De aquella jornada en Jerusalén en la que se ejecutó a un par de reos y a un loco, solo recordaba dos cosas: el viento, y que al día siguiente los hombres de su unidad debían reparar un acueducto saboteado por los rebeldes.