Habré tenido 10 o 12 años. Cabalgaba en mi tobiana, como todos los días, de la escuela de Larroque a mi casa en el camino a Irazusta, en Pehuajó.
Que el festejo del bicentenario comprenda a los otros criollos
Por Tirso Fiorotto
Contra el alambrado de las vías del tren, un zainito maneado saltaba en busca de pastos tiernos y se lastimaba las manos.
Desmonté, le quité las maneas y seguí mi camino. Al otro día un vecino le preguntaba a mi padre si el morochito de la tobiana era su hijo porque lo había dejado a pata.
Contaba con una sonrisa que me vio de lejos y no le di tiempo a nada.
Bueno: la candidez de aquel gurí me vuelve como anécdota en el Bicentenario de la Independencia, y con un interrogante: soltar los caballos ¿no será un signo de nuestra emancipación?
Venidos del África
Si hay paz que sea para todos ¿no? Si libertad, para todos. ¿Qué es eso de andar juntos en las malas y separados en las buenas?
Los argentinos le debemos al caballo que remolca el carrito del cartonero esa compañía que sus congéneres no le brindamos. Pero aquí deseamos detenernos no solo en el presente sino en la genealogía de ese heredero de una lucha por la Independencia que lo tuvo en el centro de los sacrificios. Y es que ese protagonismo aparece un tanto opacado hoy, cuando celebramos el Bicentenario.
Para no ser desagradecidos, recordaremos algunos de sus aportes y analizaremos una devolución tan lógica y merecida como resistida: la libertad.
Esos caballos que empezaron a desembarcar en el Abya yala (América) hacia 1493 con Cristóbal Colón eran, se dice, de una antigua raza de Andalucía con influencias del norte de África y países árabes, por la prolongada presencia de moros y bereberes en lo que hoy es España.
Serían descendientes de razas muy viejas, sobrevivientes de varias calamidades milenarias, pingos hechos en la resistencia y con diversas cruzas.
Ya subidos a las carabelas, los que se aguantaron la travesía terminaron multiplicados aquí, pastando en manadas y recuperando en parte su condición natural, salvaje.
Los caballos se liberaron un tiempito en nuestro continente, como los negros esclavizados que constituyeron los quilombos libres. Nuestros lazos con el África no dejan de sorprender.
En los espinillos
Ni grande ni chicos, esos caballos y esas yeguas fueron el centro de las luchas montoneras, indias, gauchas, independentistas, en todo el país, y se cuenta que los mapuche preservaron esas razas en el Chubut gracias a un cierto aislamiento y un cuidado especial. De ahí los afamados Gato y Mancha, esos dos reyes de la resistencia en el mentado viaje al norte que dio al caballo criollo un sitial en la historia.
Ya en el litoral, es conocida la simbiosis del entrerriano, sea charrúa o gaucho federal, con el caballo. No muy lejos de ese amor del argentino que Atahualpa Yupanqui conoció bien en su vida junto al Gualeguay, y que tradujo en un verso inolvidable: "de poco vale un paisano sin caballo, y en Montiel".
"La sombra de mi caballo como en sueños divisé/ se me arrollaban en l'alma las leguas que anduve en él", cantaba el trovador y lo mismo al rechazar el destino del frigorífico para su viejo tordillo, y devolverle al amigo sus últimos días "donde se acaba el alambre y empiezan los espinillos", es decir, al renovarle al amigo una promesa de libertad original.
Hoy vemos zainos, tobianos, malacaras, overos, alazanes en el campo, en los juegos criollos, y también prendidos de carritos en Paraná, y nos preguntamos por sus glorias de ayer y de hoy, porque en verdad los maltratos de la vida urbana pisando herraduras y masticando hambrunas no son menores que el sacrificio en las tropas del ejército.
La mujer y el hombre
Las luchas por la Independencia fueron protagonizadas por mujeres y hombres, algunas veces en roles distintos, otras no tanto.
El machismo dejó siempre un paso atrás a mujeres extraordinarias con raíces en este suelo como Micaela Bastidas y Bartolina Sisa, e invisibilizó a las esclavizadas como María Remedios del Valle, todas de ir al frente y jugarse la vida, pero sólo unas pocas alcanzaron un reconocimiento, después de esfuerzos indecibles, incluida la muerte de sus propios hijos. Es el caso de Juana Azurduy.
La mujer hizo de cocinera, enfermera, psicóloga, costurera, compañera y también tomó las armas en el campo de batalla.
Mientras una mayoría de hombres pasaba meses, sino años, lejos del hogar, sus compañeras debieron encargarse de todas las actividades de la casa en soledad, con la ayuda de sus hijos mayores y las zozobras propias de la guerra que probablemente las dejaría viudas.
La recompensa
El hombre menospreció en la historia el papel de la mujer en el terreno, así como el humano menospreció el rol de las otras especies.
Esos ejércitos echaron mano a los animales de las estancias, fueran vacunos, ovejas, caballos, cerdos, aves, de modo que las luchas implicaban también el sacrificio de muchos otros compañeros de ruta, a los que seguramente les importaría muy poco el predominio de este o aquel porque todos los tratarían igual.
En el Bicentenario de la Independencia recordamos, entonces, a las mujeres y hombres que entregaron sus esfuerzos, su tiempo, sus bienes y la vida misma en las luchas; a las mujeres y hombres que ofrecieron sus ideas, su amor, su esclarecimiento, su entereza en cada uno de los oficios exigidos, por sencillos que parezcan para el que no los ejerce.
Y también recordamos al conjunto de seres que nos acompañaron de una manera o de otra, empezando por aquellos bueyes que, luego de cargar enormes pesos por leguas y leguas, al final del camino recibían como "recompensa" el degüello, para alimentar a las tropas.
Decir que la Independencia costó sangre, sudor y lágrimas expresa sólo a medias la profundidad de los dolores de la guerra, y no sólo en humanos.
Lloro un poquito
Quizá los bueyes, las mulas, los caballos, sean vistos con mayor facilidad por su cercanía, si aparecen incluso en algunos monumentos ecuestres, en algunos dibujos remolcando la diligencia.
En este Bicentenario vendría bien mirarlos no ya como herramientas sino como compañeros, y devolverles el centro. Porque es el conjunto el que lleva adelante un proyecto de tal magnitud, y allí cada cual cumple un papel integrado al otro, en una sinergia que potencia a todos.
Carne, cuero, leche, bosta, lomo, músculo; calor, alimento, velocidad, fuerza, resistencia; y también compañía: cuánto nos han dado para cumplir nuestros propósitos. Tanto en los cultivos, el plato, el camino, como en las batallas.
En los momentos clave de la guerra, el humano y las demás especies pudieron alcanzar la plena conciencia de la unidad, la interdependencia, y sólo esos protagonistas saben el cariño que se prodigaron.
Lo dice el Negro Ansina cuando le habla al Morito de Artigas, luego de la muerte del jefe oriental: "Lloro un poquito y baja la cabeza". Los dos extrañaban por igual a su amigo.
En esta columna queríamos concentrarnos en los aportes del caballo a la Independencia. Empezando por la bosta que, mezclada con las arcillas del suelo en el adobe y el ladrillo, no dio y nos da nuestras casas.
Crines, cuero, carne, pero fundamentalmente fuerza y velocidad en la guerra, compañía en la soledad.
"Traigan el morito que voy a montarlo", dicen que dijo José Artigas antes de morir. No quería despedirse en la cama sino a caballo y con sus mejores amigos, el Morito y el Negro Ansina.
De igual a igual
Ni los negros nacieron para esclavos ni los corderos para la parrilla ni los caballos para el carro.
En el Día de la Independencia, que involucra las ideas y las luchas de ayer y las que faltan, nos inclinamos ante los anónimos de cualquier especie, muchos de ellos sufrientes, quizá bajo tortura para cumplir un propósito que consideramos digno, y la mayoría sin gozar luego de los beneficios de esa Independencia. Personas y no personas.
Quizá el Bicentenario nos sirva para sacar del centro un momento a quienes han recibido los honores y sumar en ese sitial a los miles y miles cuyos nombres ignoramos, como sus gustos y pelajes, y principalmente a los que usamos como máquinas, o como inferiores, sin advertir que nos daban más de lo que merecíamos.
En el firmamento de nuestros próceres hay un lugar para las mujeres y los hombres, cualquiera fuera su función, y también para el buey, la vaca, el caballo y tantos que marcharon a la par, desde nuestras convicciones tradicionales que dicen "nadie es más que nadie".
Como un espejo
Los seres no somos aislados, estamos en permanente diálogo, respiramos el mismo aire, somos aire, agua, piedra. Esa conversación no implica a veces palabras, abrazos, sino un sencillo sabernos en comunión, dejarnos ser lo que somos.
Así, lo que hacemos al otro nos lo hacemos. Si maltratamos nos maltratamos. Si soltamos un caballo nos soltamos.
Al dejar lo que no es nuestro, lo que no nació para servirnos, nos estaremos capitalizando porque ya no tendremos un caballo, sino todos. Y porque nos sabremos inmensamente libres al servir en vez de servirnos, y al conocer en el caballo natural nuestra propia naturaleza.
¿Qué nos dirá el caballo libre? Su respuesta será un galope, un relincho, un pastar en silencio que nos permitirá respirar en paz y disfrutar los modos, el pelo, el paisaje, esa armonía.
Homenaje = libertad
En la labranza del suelo, el cultivo de los alimentos, la extracción del agua, la elaboración del ladrillo, el transporte, el trabajo con la hacienda, la diversión, la guerra, el humano y el equino nos hemos complementado.
A la hora de las celebraciones no podemos recordar a uno sin el otro, porque en nuestra región no nos explicamos solos, individuales, separados.
Quizá el mejor homenaje por los servicios prestados consista en devolverles su pampa, cortar las guascas, los alambres. No más frenos, no más monturas, no más cinchas, no más espuelas, no más rebenques, no más esclavitud.
¿Podremos expresarle nuestra gratitud, nuestro amor, curándonos la idea utilitaria de la competencia y el trabajo, y sacando al caballo de las varas, los hipódromos, las canchas de jineteada, para que retorne a los pastizales que se ganó en el surco y en el campo de batalla?
En el Bicentenario, analicemos si nuestro auténtico apego por el caballo no se convirtió en un abuso, en el que buscamos fama, éxito, victoria, a costa del sometimiento de un amigo.
Si es verdad que amamos al caballo, si en este Bicentenarios estamos agradecidos de corazón, entonces ¡libertad!