Es sorprendente cómo en Argentina se van instalando frases como verdades absolutas por la simple repetición sistemática en medios de comunicación y en las inchequeables redes sociales, pese a estar desmentidas por los datos de la realidad. Una de ellas, que circuló con mayor frecuencia en los últimos días a raíz del asesinato del policía en Capital Federal, es que “los policías tienen las manos atadas”. A esta leyenda le sigue otra: “Si los policías usan el arma, van presos”.
Discursos peligrosos se montan en la tragedia
Por José Amado
Juan Pablo Roldán, nacido en Victoria, Entre Ríos, tenía 33 años y era padre de un niño de 4. Siempre quiso ser policía y alcanzó el grado de inspector en la Federal. La muerte lo encontró en uno de los lugares más seguros del país: el barrio de Palermo, en Capital Federal, y a manos de un paciente psiquiátrico que el lunes salió a la calle decidido a matar. Las circunstancias del ataque con un arma blanca, registradas por cámaras y reproducidas en cada pantalla hasta el cansancio, evidencian que Roldán no sacó su arma reglamentaria para evitar la agresión. Esto llevó a muchas personas a inferir que el hombre no se defendió por aquellas dos frases instaladas como verdades absolutas.
Cabe aclarar que en Argentina hay leyes y reglamentos de cada fuerza de seguridad que señalan claramente bajo qué circunstancias están habilitados disparar (a herir o incluso a matar). Básicamente, se trata de los momentos en que peligra su vida o la de terceros, y cuando el daño que puedan ocasionar con la pistola no será mayor al que buscan evitar. Más allá de este límite, que incluso merece serias discusiones, no hay aval legal para que el Estado asesine a personas. La vida está por encima de cualquier otro bien jurídico protegido por el derecho. Si algún policía cree que tiene “las manos atadas” pueden pasar dos cosas: o desconoce en qué momentos el Estado lo habilita a usar su arma, o quiere disparar más allá de que pueda evitar un hecho delictivo por otros medios.
Los homicidios cometidos por policías en los últimos meses desbaratan la segunda frase: en el desboque de casos de gatillo fácil y represión policial desde mediados de marzo, fueron presos los policías que en casos alevosos dispararon y mataron a las víctimas. Por el crimen de Facundo Astudillo Castro, en cambio, no hay ningún uniformado tras las rejas, como en otros casos ocurridos en las provincias de Buenos Aires, San Luis, Tucumán y Córdoba, donde a lo sumo cayó el que apretó el gatillo, pero los cómplices no son alcanzados por las imputaciones.
En los últimos homicidios por parte de policías ocurridos Entre Ríos, ningún efectivo de Policía provincial está en la cárcel. Los acusados por el crimen de Gabriel Gusmán en Paraná aún no fueron imputados, dos años después. El sargento que asesinó a Iván Pérez en Gualeguaychú hace casi un año, está con domiciliaria. En igual situación había quedado la suboficial de Concordia que repelió un ataque con su arma y mató a un vecino ajeno al conflicto.
Cada hecho es diferente, debe investigarse y determinarse las responsabilidades. Pero no digan que tienen las manos atadas ni que van presos.
Quizás sí Juan Pablo Roldán debió usar su arma para evitar la tragedia (lo hizo un segundo después el otro policía). Pero el resultado de ese episodio tan sorpresivo e inesperado no debería ser aprovechado desde sectores del poder para machacar con un discurso peligroso que insta a las autoridades a habilitar a los policías el uso de armas letales bajo cualquier circunstancia. Ni para promover modificaciones legislativas que ya han demostrado su absoluto fracaso para resolver conflictos o evitar muertes.
Se debe insistir en formación y capacitación para garantizar la paz y preservar la vida. No lo contrario.
Cuando las instituciones que tienen el monopolio de la fuerza llegaron al poder en Argentina, dejaron 30.000 desaparecidos. Cuando en la cuarentena les “soltaron un poquito la mano”, dejaron al menos nueve asesinatos en el país y decenas de denuncias por abusos, atropellos y torturas en comisarías. Disculpen la desconfianza de quienes no queremos que les corran el límite de la muerte.