En los 90 la cumbia era una rutina humorística que comenzaba con un salteño enano con problemas motrices que no lograba bajar los dos escalones del decorado de Mirtha Legrand. El final del gag tenía en el centro de la escena a una señora voluptuosa, mal medicada y rubia a la fuerza, una especie de Cicciolina del conurbano con exceso de encaje, rodeada de modelos y deportistas bronceados que aplaudían, más que nada, para disimular la vergüenza ajena.
Todas las otras
Por Paula Eder
10 de septiembre 2016 · 09:24hs
La cumbia solía ser un reducto de personajes bizarros que la televisión porteña exponía para el regocijo de esa clase media que de vez en cuando sacaba el gusto de escuchar La Pollera Amarilla en un casamiento o en un cumpleaños de 15. Una especie de circo barrial trasladado a la pantalla chica.
En 1996, un accidente en una ruta entrerriana se cobró la vida de una cumbiera nacida en Capital Federal, y entonces, la cosa empezó a cambiar. Aseguran que ya acumulaba cientos de fans, pero fue después de su muerte cuando los fans se multiplicaron por miles a lo largo del país. Algunos opinan que esta devoción popular tiene que ver el haber roto los moldes del ambiente tropical, sin embargo es difícil encontrar diferencias entre Gilda y cualquier cantante pop latinoamericana de la época.
Nadie podría negar su virtuosismo y su carisma pero, ¿realmente rompió un molde?
La superexplotada imagen posmortem de Gilda (o Miriam Bianchi) encaja a la perfección en todas las formas de relatar la feminidad en el siglo XX, y quizás así sea como encuentra la puerta a los medios masivos, aunque más no fuera después de su muerte. Blanca, católica y madre de familia. Linda, a diferencia de sus pares ella tenía medidas proporcionadas. No parecía una puta y tenía la voz suave, porque no sabía lo que era el tabaco. Una especie de Barbie de las clases populares.
Lo mágico, lo bello, lo místico en la construcción del mito poco tiene que ver con el mundo del que salió y al que por entonces, representaba. A la sombra de la mujer devenida en santa, crecieron otras mujeres que se abrieron paso encarnando una subversión del estereotipo de mujer establecido.
Dalila, la versión femenina de Leo Mattioli. Petisa, morocha y con la voz rasposa por el tabaco. Habla de sexo, de lesbianismo, suda. No siempre luce bien. Dalila se desangra en el escenario y hace 20 años que acumula fanáticos, discos y kilómetros recorridos por el país.
La Bomba Tucumana, jamás dejó de usar una pollera demasiado corta para su altura y su peso, por eso ha sido blanco de burlas durante años. En 2014 Baby Echecopar, al hablar de su marido, le dijo en la cara que "se buscó un buen padrillo para mejorar la especie".
Karina, madre adolescente, de origen humilde tiene una voz que se está apagando por haber salido a cantar sin técnica. Cada vez que juega la Selección Argentina a su pareja le recuerdan que ella está "pasada de peso" y alguna vez, la espantosa Mercedes Ninci se animó a decir que la cantante tiene "cara de cajera de supermercado". Entre la magia de Gilda y la carraspera de Dalila está el conflicto latente con el deber ser que cargamos todos. Especialmente las mujeres, las que encajan en el molde, y las otras: las que no encajan, ni lo quieren hacer. Las que el único milagro que pueden conceder, en el mundo de la superficialidad, es ser ellas mismas.