La inseguridad se expande en la sociedad. Pero no sólo la inseguridad que provocan los delitos que se cometen a diario, como los robos y arrebatos, y los que ocurren algo menos frecuentemente pero sacuden a la opinión pública por su crudeza, como los homicidios y el crimen organizado. Hay también otra falta de seguridad: la de llegar a fin de mes; la de sobrevivir a la inflación.
La otra inseguridad
Por Alfredo Hoffman
Como era de esperar, desde que asumió su segundo mandato como ministra, la excandidata presidencial Patricia Bullrich hace ruido todo el día, todos los días, con los supuestos logros de su lucha contra el delito. Se expresa en las redes, emite piezas comunicacionales, se pronuncia con su discurso de mano dura. Su intención es mostrarse proactiva y sin medias tintas en lo que afirma que es su especialidad: la guerra contra los criminales. A la vez, pretende marcar una diferencia con las políticas de las gestiones peronistas. El mensaje es: ellos eran cómplices de los delincuentes, pero ahora el gobierno los combatirá porque está del lado de la gente, de los argentinos de bien. Con ese objetivo, las consignas son tan directas como extremas: “El que las hace las paga”, es de lo más leve que puede decir.
Lo mismo hizo con el paro general del miércoles: se puso a la cabeza de la confrontación directa con el sindicalismo y la oposición no aliada al gobierno de Javier Milei. Es que para ella la protesta equivale a un problema de inseguridad que merece sí o sí la intervención de las fuerzas policiales; nunca es la manifestación de una problemática social. Su protocolo antipiquetes como primera medida de gobierno es prueba de ello. Ya lo hizo en su primera gestión, cuando nunca logró implementarlo, aunque las marchas en Buenos Aires solían terminar en represión, heridos y detenidos.
No tiene tanta difusión gubernamental la otra inseguridad. Ni el presidente Milei; ni el ministro de Economía, Luis Toto Caputo, ni el vocero Manuel Adorni tienen a la pobreza y a los bajos salarios como ejes de sus intervenciones en el espacio público. Hablan sí de la inflación, pero se autofelicitan porque afirman que lo que hacen es evitar una mayor. Se desentienden de las evidencias: que en diciembre la inflación fue del 25% y en enero se encamina a una cifra similar; que hicieron una devaluación feroz; que dejaron subir los precios de los alimentos y los combustibles exponencialmente; que preparan tarifazos o que los alquileres son impagables, todavía más que antes, cuando ya eran exorbitantes.
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No hace ni dos meses que asumió el elenco de La Libertad Avanza-macrismo. Comúnmente, los gobiernos tienen una luna de miel con sus votantes y con la mayoría del arco político. Llegan con el respaldo de las urnas y están legitimados para trazar una hoja de ruta y gobernar como consideren pertinente. Los famosos cien días suelen ser el plazo de licencia social. No ha sucedido en la historia reciente que una gestión haya encontrado tan rápidamente el nivel de rechazo que ya se siente. No en las redes, claro, donde los autopercibidos libertarios nadan con comodidad; sino en la calle. En el supermercado, en la caja de la farmacia, en la sala de espera de las inmobiliarias y en todas aquellas situaciones que impliquen desembolsar dinero para hacer frente a las necesidades elementales. Los sentimientos se reflejan también en las filas para buscar un empleo y en los contenedores de residuos donde excavan las familias indigentes. No son postales novedosas. Existen desde hace muchos años y muchos gobiernos. Lo que sucede es que cada vez es peor. Y mientras tanto, funcionarios y emisarios de grandes empresarios redactan leyes y decretos para aplicar recetas ya conocidas, que sólo traerán más ajuste, más pobreza y más desocupación.
Ésa es la otra inseguridad, la de no saber cuándo una familia de ingresos bajos o medios podrá salir a flote. O, al menos, sacar la cabeza del agua. O si, por el contrario, una nueva decisión tomada detrás de un escritorio hará que se hunda más y más, como en un océano sin fondo.