Alfredo Hoffman / De la Redacción de UNO
[email protected]
El dolor que sigue siendo lucha
Clara Atelman de Fink recibió a UNO en su casa una calurosa tarde marzo. Estaba preocupada porque ella y el cronista estuvieran lo más frescos posibles durante la entrevista y por eso pidió, como excepción a su preferencia cuando atiende a la prensa, instalarse en la cocina, donde está el aire acondicionado, y no en el living donde hay fotos de Claudio y distinciones que ha ido recibiendo a lo largo de los últimos 30 años. Clarita, que ya tiene 86, siempre está dispuesta a disfrutar de la visita de “los jóvenes” en su hogar de barrio, a recordar a su hijo desaparecido y a sus compañeras de lucha que ya no están, y a exigir justicia, que cuando es tan lenta no es justicia, durante una conversación pausada y serena.
Esta mujer, ciudadana ilustre de la capital entrerriana, vio por última vez a su hijo el 12 de agosto de 1976, cuando las fuerzas represivas lo sacaron de esa misma casa y lo llevaron a los reductos del terror de la dictadura. Nunca hubo certezas sobre su itinerario y mucho menos sobre su destino. En 2014, durante las audiencias testimoniales de la causa Área Paraná, se escuchó decir a testigos que el nombre de Fink salía de boca de los militares en los centros clandestinos de detención y torturas. Un expreso inclusive declaró haberlo reconocido, al mirar por los agujeritos de la puerta de su celda, cuando Claudio caminaba encapuchado dentro el Escuadrón de Comunicaciones. Como se sabe, este juicio que se desarrolla muy lentamente y por escrito, ya lleva más de una década de trámite desde su desarchivo; el dictado de la sentencia se posterga infinitamente y en el camino los acusados se mueren impunes y los familiares y sobrevivientes se despiden sin conocer un veredicto.
—¿Estás al tanto de las noticias de la causa Área Paraná?¿Qué opinión te merece esto de que pasa el tiempo, pasa el tiempo y no hay sentencia?
—Sí, yo trato de estar al tanto de todo, además los jóvenes me hablan, siempre estoy comunicada con los hijos y, bueno, la esperanza es lo último que se pierde. Pero va muy, muy lento y a los pocos que han juzgado (en otras causas) fue muy leve la condena, porque estar en la casa no es una condena. Así que estoy muy dolida. Por un lado se llegó a algo muy importante, que se luchó mucho, que es a los juicios, pero...
—Cuando la Justicia es tan lenta, ¿se puede decir que se hace justicia?
—¿Dónde está, dónde está (la justicia)?
Cómo empezó todo
Aunque no se le pregunte, Clara retrocede a aquellos años oscuros y a las primeras búsquedas junto a otras madres de desaparecidos de Paraná y otras ciudades entrerrianas.
—Uno recuerda cómo empezó, cómo empezamos, y ahora hay tanta gente joven, por sobre todo. Porque mi meta en especial eran los jóvenes, que sepan lo que pasó, cómo se llevaron a nuestros hijos, en qué cosas raras andaban nuestros hijos, porque eran pensantes, no pensaban como las autoridades del momento, del golpe. Y con la fuerza que íbamos, yo recuerdo con qué fuerza uno iba.
—¿Te acordás de las primeras marchas y también de las primeras actividades que hicieron para reclamar justicia?
—Las primeras actividades fueron las denuncias y después nos fuimos conectando con gente de Santa Fe, de Rosario; con mi marido (Efraín Fink) nos encontrábamos en la Liga por los Derechos del Hombre. Y bueno, uno tenía miedo, los dos teníamos miedo, él a lo mejor más que yo, pero íbamos, sí, sí, vamos a confiar, vamos. Por ahí pasaba uno por la vereda, yo estaba, me daba un papelito. El teléfono para nosotros no era accesible, pero también pienso que los que tenían teléfono no lo usaban para esas comunicaciones, así que con papelitos nos comunicábamos. Y ahí nos conocimos con un grupo grande de gente. Cada uno contaba cómo fueron las desapariciones, los secuestros, porque a mi hijo lo sacaron de casa, viste, no fue una desaparición así nomás. Y después el padre (Julio) Metz nos daba un lugar para reunirnos. Venía mucha gente, de acá, de Diamante, de Victoria, qué se yo, de Crespo, éramos muchos. En la iglesia Del Carmen, el padre Metz nos daba una pieza, los sábados de cuatro a seis de la tarde. Él no entraba. Y bueno, mi marido después creó la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos acá en Paraná. Y se siguió en la lucha y se siguió conversando y pensando, siempre con la esperanza de saber algo.
—¿Quiénes más los ayudaban? ¿Cómo era la sociedad paranaense en esa época?
—La sociedad también tenía miedo. Yo mucho no me puedo quejar de mis amigos y familiares. Pero hay muchos que la familia no los quiso saludar más. La gente tenía miedo, tenía mucho miedo. Es una cosa razonable también.
—¿Tampoco había mucha conciencia de lo que había pasado?
—Y mirá: aunque a vos te parezca mentira, ahora tampoco hay conciencia. Todavía, todavía creen, gente que yo conozco, que están en el exterior, que están en otros lados, que nosotros tenemos comunicación. Aunque parezca mentira. Y gente que conozco y me saluda.
—¿Te lo dicen a vos o te enterás por otro lado?
—¡Me lo dijeron una vez y fue suficiente! Me lo dijeron una vez y fue suficiente, sí.
—¿Cuándo se empezaron a hacer masivas las marchas?
—Cuando estaba Julio Solanas, que se puso una placa. Y después cuando se inauguró el Monumento de Amanda (el Monumento a la Memoria, de Amanda Mayor, en plaza Sáenz Peña), ahí empezó la marcha masiva, digamos, que fue hermosísima, emocionante, la primera. Después todas, hasta ahora. Bueno, ahora yo me alegro infinitamente porque hay tantos jóvenes, tantos chicos chicos. Yo veo con mi sobrino nieto, en la escuela le hablan. Entonces eso es muy valorable. Años atrás, yo tengo familia en Buenos Aires y cuando las sobrinas nietas estaban en casa preguntaban siempre por Claudio. Ves ahí hay una foto que estamos, yo estoy en el medio, mi marido y él es Claudio —en ese momento se levantó y señaló una foto colgada en una pared de la cocina—. Ellas eran nenas y preguntaban dónde está, dónde está y por qué no lo vemos. Y llegó una edad que más o menos se les contó. En la escuela se empezó a hablar de esto, entonces una de las nenas dijo: “Mi mamá tiene un primo desaparecido”. De eso ya hace unos cuantos años, porque ella ya es grande. Y ahora ni que hablar porque a los chicos de quinto o de cuarto ya empiezan a contarles la historia.
—Pero a pesar de todo eso, la sociedad, los organismos, la política van por un lado y por otro lado la Justicia parece como que no termina de asumir su parte.
—Ah bueno, la Justicia es lenta, claro, sí, sí. Y ahora en el juicio que hubo, ahora muchos lo nombraron a Claudio. Así que lo tenía... (silencio) no digo el nombre.
—¿Appiani?
—Sí, claro, porque les dijo, ellos testimoniaron, “lo tenemos a Claudito”.
—Y a pesar de eso, ya no esperamos que los represores digan algo.
—No, no.
—Ninguno tiene un segundo de sinceridad como para decir qué hicieron.
—No, no, no, no. Si acá el vecino de enfrente, el teniente coronel Fernández, que lo nombro siempre, él vio el secuestro, los conoció. De noche se cruzó: “No me pidan nada, porque yo no voy a dar nombres. Me dijeron que me calle la boca”. Y nunca quiso. Las hijas sabían, saben, pero no quieren decir. Sí, la Policía de la provincia decía que eran de la Federal, la Federal decía que eran de la provincia, el Comando decía que era de la Federal. Y así nos tuvieron.
—¿Los recibieron las autoridades militares?
—Todos los que pasaron por acá nos recibieron, todos, todos. Tengo notas de ellos, que dicen que lamentablemente desconocen lo sucedido.
—¿Con Trimarco estuvieron?
—Sí, yo fui. Me dijo que le diera nombres de los amigos de él, que averiguara a través de los amigos de él— como en otros pasajes de la conversación, Clara rió cuando nombró situaciones de este tipo, donde lo inverosímil se pretende tomar como verdadero.
—Todos lo describen como una persona muy autoritaria.
—Sí, sí. Te recibían y tenían tiempo porque te escuchaban, viste, no es que uno entraba y salía. Escuchaban todo lo que uno contaba, todos lo hacían. Tengo ahí todas las contestaciones, las cartas documento que mandamos a Buenos Aires. Después cuando empezaron las Madres de Plaza de Mayo yo también empecé a viajar, algunos jueves, para acompañarlas. En aquel momento me parecía que mientras viva siempre iba a ir, pero viste lo que es la vida. No puedo.
Quedarse en casa
—Te imaginás cómo va a ser el día de la sentencia? Supongamos que haya condenas. ¿Va a ser para celebrar?¿O no?
—Si va a haber una condena, una condena verdadera, es parar celebrar, por supuesto. Salgan ustedes los jóvenes, salten, griten, vivan—otra vez rió, pero esta vez fue con otras ganas.
—¿Pero seguimos sin saber, por ejemplo, qué hicieron con los cuerpos?
—Ahí estoy un poquito en disidencia yo. Yo no lo busco. Es una cosa muy particular mía. Yo no me voy a sentir más aliviada. Pero pienso que la mayoría sí. Pero son cosas muy de dentro de uno. Para mí no... ¿qué me van a dar? No. Yo lo que tengo de él es la presencia en mí, en el recuerdo, todo. Y lo pienso ahora a los 62 años, sí, es gordito más vale, porque los dos, el papá y yo, somos gorditos. Y los veo a los amigos así, hombres ya. Se acercó el otro día un muchacho, cuando me dieron una distinción. ¡Muchacho!¡Es un señor! Me dijo: “Yo fui a la facultad con Claudio”. Siempre conozco a uno nuevo, siempre alguien lo conoció. Recuérdenlo, qué les puedo decir. Yo no busco, pero yo deseo con toda mi fuerza que los Piérola lo encuentren a Fernando, porque Amanda quería tanto eso, luchó tanto por eso y ellos lo buscan tanto por tantos lados, que lo deseo fervientemente. Y acá lo que pasó con los Germano, los acompañé con todo mi corazón.
—¿Carmen también tenía la esperanza de encontrar a Eduardo?
—Sí, Carmen sí, sí. Sí, Carmen sí.
—Decís que eso no va a ser un alivio, pero que haya respuesta de la Justicia sí puede ser un alivio, ¿o no hay alivio suficiente?
—No, no, no hay. Para mí, no sé, no todos somos iguales. Yo te hablo por mí. Eso pienso, eso siento. Y lo tengo conmigo dentro de mí, en la casa, por eso quisiera terminarme en mi casa, porque yo me siento acompañada por ellos, por los que no están, viste. Entonces ojalá la vida me dé ese premio, de quedarme en casa.
—Acá tenés las cosas, los muebles, adornos, como los tenías en esa época.
—Todo, todo. Y tengo ropa de Claudio.
—Es tu forma de tenerlo con vos.
—Y sí, ahí están. Muchas cosas regalé. No, una no puede tener todo. Una amiga me dice sos egoísta porque podrías regalarlo y que lo disfrute otro. Bueno, pero hay cositas que son mías. Sí, tengo, todo, todo. La pieza de él también, algunos afiches, viste, que ponía en su pieza. De autos, afiches de autos.
—¿De política?
—No, de política no.
—¿Y de música?
—No, de música están los discos, los de antes, de Mercedes Sosa, todos esos folclóricos. Le gustaba el folclore, no le gustaba bailar. Después de años que me falta, supe que él acompañaba a amigos a bailes, porque una amiga de él que tampoco conocía vino y me contó que en el baile se había peleado con el novio y ¿quién la acompañó a la casa? Claudio. Y que tiene un recuerdo muy lindo de él. Esa chica vive en Alemania y me habló de allá. Eran amigos. Un año vino acá porque tiene la madre y vino a conocerme.
—¿Qué les decís a los jóvenes, a las nuevas generaciones, desde tu experiencia, de todo lo que te tocó vivir?
—Yo lo que les digo a los jóvenes es que estudien. Que estudien. Algo que les guste. Y sino, un oficio, con un oficio siempre van a tener trabajo. Y en cuanto a política, toda la vida es política, ir a la verdulería, comprar las cosas, todo es política en la vida.
Después de apagado el grabador Clarita siguió conversando animadamente. Habló de su marido, de su llegada a Paraná, de su historia de ama de casa, de cómo construyeron esa vivienda en ese barrio tan lindo. Habló de su vida hoy, de sus costumbres, de sus achaques. Pasó al living, solo para las fotos, porque ahí no hay aire acondicionado. Mostró con humildad las distinciones que atesora colgadas en una pared. Entonces se acomodó en un sillón, pidió que le alcanzaran un retrato de Claudio, lo sostuvo sobre su pecho y esperó, paciente, el disparo del flash.