A los pocos meses de comenzada la pandemia, las aguas de Venecia se veían cristalinas, los animales habían regresado a muchos lugares donde hacía años no se los veía, los índices de contaminación global disminuyeron, y la desgracia común parecía unirnos como humanidad.
No, no salimos mejores
Las expectativas del mundo pospandemia solo fueron expresiones de buenos deseos.
“De la pandemia saldremos mejores”, arriesgaban muchos que veían en esta enfermedad mortal y planetaria una oportunidad para reivindicarnos como humanos. Era el punto en que podríamos dejar atrás el consumismo desmedido, abandonar el individualismo, acabar con la violencia y contribuir a hacer de este un mundo mejor y en paz.
Tan solo bastó que las vacunas abrieran todas las puertas del encierro pandémico para que comprobáramos que nada de eso es verdad.
Los únicos límites al consumismo los pone la miseria y la escasez mundial de contenedores que demoran la llegada de productos de china al resto del mundo.
Se comprobó que el respeto por el otro fue permanentemente burlado durante gran parte de la cuarentena al no respetarse las exigencias impuestas para protegernos. Se seguía saliendo sin permiso, el barbijo como protección se tornaba una molestia, se seguían haciendo reuniones sociales clandestinas, o simplemente no se respetaba la distancia social que se pedía para no contagiar a los demás.
Salvo aquellas personas que se encontraban en verdadero riesgo ante el Covid-19, las mismas que hasta hoy respetan los cuidados mínimos para su protección, para el resto de la población parecían cuestiones irrelevantes. Con miles de personas muriendo por día, lo individual no cedió mucho terreno a lo colectivo durante aquel tiempo.
Y si en verdad, el individualismo, en algún momento perdió algo de ese espacio, hoy seguramente lo ha vuelto a ganar.
La miseria se incrementó en todo el mundo.
La pandemia sumó millones de pobres al dejar a la gente sin trabajo y la protección de los más necesitados sigue el camino de la ayuda a cuentagotas.
Los sistemas de salud colapsaron, y cuando todos creyeron que los muertos acumulados en las calles eran la demostración más clara de que la salud pública es un derecho que todos los países deberían tener implementado, nada ha cambiado.
Donde el sistema de salud era privado y exclusivo para quienes tienen el dinero suficiente para pagarlo, esto sigue siendo así, porque el negocio sigue siendo más importante que las personas.
La violencia sigue siendo moneda corriente en las calles de cualquier ciudad del mundo, y exponencialmente aumentada en aquellos países atravesados por la miseria.
Pero no solo la pobreza impide los cambios. Países ricos como Estados Unidos, muestran de forma salvaje que pareciera que no existe un hecho lo suficientemente doloroso como para que una comunidad piense en cambiar.
Sabiendo que eran el país con la mayor cantidad de muertos del mundo por Covid-19, seguían sin exigir el uso del barbijo, ni cerraban sus comercios.
Todo sigue como siempre. La muestra cabal de esta situación de violencia es la masacre en Texas ocurrida la semana pasada tras un tiroteo en una escuela primaria a manos de un desequilibrado de 18 años armado con un fusil de asalto. Es una nueva matanza a manos de gente que puede acceder a armas de fuego sin ningún reparo, porque están amparados por la Constitución.
Pero muerto tras muerto, nada cambia.
Y como broche de oro para inaugurar la nueva normalidad que tanto esperaba el mundo, apenas vacunada y liberada de su encierro gran parte de la población mundial, estamos en guerra.
Una guerra como hacía muchas décadas que no se veía. Una que no se remite solamente al Este de Europa, sino que tiene implicancias que están haciendo que el mundo sea, aún, un poco más difícil de vivir.
No, no salimos mejores.
Murieron más de 6 millones de personas en el mundo por coronavirus en apenas tres años. Es una cifra que podría ser un buen indicador de que somos muy frágiles y necesitamos cambiar.
Pero está demostrado que a la gran mayoría no le importa.