Valeria Girard / De la Redacción de UNO
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¡Qué te cuesta ser simpática!
Días atrás fui a comprar un regalo para una amiga porque era su cumpleaños. Es una amiga especial, y así de especial quería que fuese mi obsequio. Como el tiempo apremiaba y el sábado amaneció con lluvia, mi paseo de compras se planteó en medio de corridas y salteando pozos.
Mi idea era comprar una cartera, así que ingresé a una casa de venta de accesorios femeninos. Al fondo, con la espalda encorvada y la mirada fija en la pantalla del celular, se encontraba la vendedora. “Son las que tenés acá”, respondió la chica y casi sin contacto visual me señaló una decena de carteras.
No me considero una clienta fastidiosa. Por años, de pequeña, padecí la conducta de mi madre de hacer sacar 25 pantalones de jeans a las vendedoras y verlas cerrar la puerta masticando bronca porque solo le sacaron un ‘ gracias, ninguno me calza bien’. Me daba vergüenza ajena.
Las posibilidades de que alguien que llegó al lugar corriendo, en medio de la lluvia y con un pedido específico, se vaya sin comprar, son a mi parecer, nulas.
Mientras miraba la poca variedad de accesorios que me había señalado, la observaba de reojo sacarle chispas al celular con los dedos. Habrá planeado por WhatsApp una salida por la noche con sus amigas o habrá estado discutiendo alguna cuestión con su novio, la cosa es que no dejaba de mover frenéticamente los deditos diminutos, acompañados cada tanto por una escasa gestualidad.
Ser amable, simpática, y de paso hacer su trabajo, no pedía más. No sé si por el mal humor que me generó la falta de cortesía, pero ya nada de lo que había en el lugar me convencía. No tengo idea de cuál será la realidad de esta vendedora. Tal vez cobra horas en negro, o su sueldo no le alcanza y hace malabares para llegar a fin de mes. Incluso podría imaginarme que inició una carrera universitaria, que la necesidad de trabajar por su subsistencia la llevó a abandonar. ¡Vaya a saber qué frustraciones lleva en andas! De todos modos, pienso en la larga fila de personas que aún hoy aguardan por un trabajo y desde ese punto de vista no puedo dejar de considerarla una privilegiada por poseerlo y conservarlo, y una desconsiderada por no cuidarlo.
La dueña, pensé, me hubiese atendido de otra manera. De hecho, me hubiese atendido, porque la vendedora lo único que hizo fue dejarme pasar. No digo irse al extremo de esas empleadas que te quieren vender a toda costa cualquier prenda y te hacen abrir el vestidor y exclaman, posicionando su mano en el pecho y luego en tu hombro: ¡Te queda divino, corazón! Y vos sabés que envuelta en esas ropas sos lo más parecido a una de las carpas de la fiesta de disfraces. ¡Qué le vas a contestar!
Pero sí tratarme como el cliente que soy y respetar mi derecho. En todo eso pensaba mientras me retiraba del local, de más está decir que la chica no hizo ni el más mínimo intento de retenerme. Afuera aún llovía. A un metro había otra puerta. Otro local, pero de ropa y aunque no lo tenía pensado, a esa altura caí en la cuenta de que una prenda de vestir le iría bien a mi amiga, porque siempre hace falta.
El muchacho que atendía el lugar me hizo dos o tres preguntas básicas: edad de la destinataria del regalo, modo de vestir y colores preferidos. Al tercer modelo, ya tenía decidido mi regalo. Y le agradecí la atención. Él estaba completamente ajeno a mi vivencia minutos antes, pero me pareció justo agradecerle que hiciera bien su trabajo. No me preguntó sobre mi vida, no me contó nada de la suya; solo hubo comentarios de rigor acerca de la lluvia y la falta de venta de ropa de invierno, porque el frío hasta ese momento no había llegado. Y me fui con mi bolsita a cuestas y con un tilde en mi lista de negocios a los cuales no concurrir más y otro al que podría volver.
No se debe naturalizar la mala atención. Por supuesto que a ese primer local no vuelvo más. Pero no es el único en donde se atiende a desgano. Tampoco el mal humor y la falta de atención es privativo de los comercios de distintos rubros. Pasa en los bancos, tenés que esperar horas porque solo hay dos cajas y justo cuando te toca a vos la persona a cargo de la atención al público cortó para tomarse un café. Pasa en los organismos oficiales, vas con turno, pero al llegar tenés que volver a sacar turno, perdés toda la mañana y a los papeles que llevaste, porque fueron esos los que te pidieron por teléfono, siempre le falta algo, y volvés a empezar. Tanto se habla de marketing hoy en día, tantas capacitaciones en dicha área, tantos nuevos departamentos de marketing abiertos en las empresas, incorporación de estrategias de ventas para alcanzar a los clientes y mantenerse competitivo y en estas ocasiones es donde siento que no sirve para nada.
Las estadísticas dicen que un cliente satisfecho cuenta su experiencia a cinco personas, mientras que un cliente insatisfecho lo cuenta al menos a 11 personas. Entonces, ¡qué les cuesta ser simpáticos, ser amables! Si en definitiva el efecto espejo es real. Porqué no mejorar la atención para que haya cada vez menos clientes insatisfechos y malhumorados. Y de a poco ir mejorando el clima en que vivimos.