“Empezar por los últimos para llegar a todos”, decía Alberto Fernández cuando era el (recién asumido) Presidente de la Nación. En el ocaso de su gobierno, la premisa quedó en palabras y fue sólo promesa. Creció la pobreza, se depreciaron los salarios, se fue a las nubes la inflación y se consolidó la desigualdad. La tenue esperanza que su elección significó después del proyecto neoliberal del macrismo, se fue desvaneciendo, primero poco a poco y después en forma abrupta.
Esperando el derrame
Por Alfredo Hoffman
En consecuencia, la cruda realidad es terreno fértil para que crezcan y florezcan expresiones políticas disruptivas, que aparenten diferenciarse de lo anterior, aunque en verdad sean la restauración de modelos ya fracasados. Es novedoso que lo aceptado como “lo nuevo” representa ideas antiguas y más todavía lo es que la rebeldía, lo revolucionario, lo que cautiva las energías juveniles, aparece ligado a las ideas políticas de la extrema derecha, mientras la izquierda es relegada a expresiones minoritarias en cuanto a caudal electoral.
Es el actual gobierno el principal responsable de que el candidato a Presidente más votado en las PASO, y creciendo luego según las encuestas, sea Javier Milei. Un personaje marginal, que en circunstancias medianamente normales no movería el amperímetro, mantiene desconcertados a los analistas y a la dirigencia política tradicional. Un candidato que en estos días usa una motosierra como principal mensaje comunicacional de campaña. Un outsider que los medios hegemónicos volvieron archiconocido, que creó un dogma, que utiliza un discurso violento y agraviante hacia todo lo que se le oponga, que promete más dolor y sufrimiento para las grandes mayorías. Eso es lo que crearon.
En las últimas semanas, el ministro y candidato Sergio Massa comenzó a adoptar medidas para “compensar los efectos de la devaluación impuesta por el Fondo Monetario Internacional”. La estrategia es incentivar el consumo para evitar la recesión y que el crecimiento económico vaya derramando hacia los sectores más desfavorecidos de la sociedad. En ese sentido, las políticas no difieren de otras que se aplicaron en el pasado y que durante la década del 90 se conocieron como el “efecto derrame”, que en general no sucedió.
La elevación del mínimo no imponible del Impuesto a las Ganancias es ejemplo de ello. Los trabajadores registrados de mayores ingresos tienen, como consecuencia de esto, una mejora salarial de al menos 100.000 pesos por mes desde el 1 de octubre. Mientras tanto, para los demás hubo un bono de 60.000 pesos en dos cuotas “absorbibles por paritarias” que no todo el mundo cobra. La devolución del IVA, además, significa un alivio de como mucho 18.000 pesos por mes en los bolsillos del pueblo. Y también están los más relegados, los que no tienen empleo formal o no utilizan tarjeta de débito o no compran en los comercios que las aceptan y quedan excluidos de estas medidas. Así y todo, el resto de la oferta electoral en competencia real no tiene a la sensibilidad social entre sus principales cualidades. Sus propuestas representan más sacrificio para las mayorías populares.
Se dirá que hubo problemas: que la pandemia, que la sequía, que la guerra, que el FMI, que la herencia macrista. Todas circunstancias reales. Pero la realidad efectiva también muestra la otra cara: la imposibilidad de construir poder para avanzar con políticas que favorezcan a quienes tienen más necesidades aunque para ello sea necesario afectar intereses. Esa construcción no se agota en la definición de estrategias que posibiliten ganar una elección, como la de 2019. No basta con una “jugada maestra”. Y menos con rencillas internas y ausencia de decisión política.
En estos cuatro años, los últimos no fueron siempre los primeros. Crecieron la pobreza y el hambre. El peronismo no cumplió con su objetivo histórico y ahora juega una carrera contra el tiempo para convencer al electorado de que lo otro es peor. Para lograrlo, la larga espera hasta que el vaso derrame no parece ser la mejor opción.