Tetimonio de campesinos. Don Pedroza trajo a la campiña entrerriana sangre y cultura medio brasileñas, medio africanas, hondamente criollas. Su vida es fruto del sur del continente, expresa a la región. Con su compañera levantó un ranchito de barro en Pehuajó Sud, a la vera de un camino vecinal entre Gualeguaychú y Larroque, consiguió un terrenito donde sembrar maíz, zanahoria, melones, plantar papas, ordeñar un par de vacas en la madrugada.
El testimonio de campesinos de Pehuajó Sud: felicidad y nostalgia
Venía del siglo XIX, don Inocencio Pedroza, con su bagaje de valores, conocimientos, esfuerzos, sufrimientos. Y como vivió cien años, casi, pudo transmitir a sus bisnietos los modos, los oficios, en los años 60 y más acá.
¿Cuánto le costó adaptarse? Quizá no tanto, si en nuestro territorio los gauchos, los canarios (orientales), las familias con mentas entre los esclavizados o forzados a servidumbre, fueron ingredientes principales (con los pueblos originarios dispersos, sometidos), para darnos esta entrerrianía, tan pródiga en hospitalidad y trabajo comunitario como en luchas autonomistas.
Color arcilla
Doña María Cornelia Concepción Suárez trajo sangre medio oriental, medio africana, a la campiña entrerriana. Canaria, le decían, como a tantos en el sur de la provincia con historia en la banda oriental del río, y algunos con abuelos en aquel archipiélago, es cierto. Los canarios fundaron Montevideo, y de ahí expandieron sus familias en el campesinado a dos bandas.
A la vida de María Cornelia entre la costura, la cocina, la huerta, los cuidados de un familión con Inocencio, la conocemos apenas a través de un bisnieto panzaverde que vio la luz en Pehuajó, y hoy vive y trabaja en Buenos Aires.
Alejandro Lescano, uno de los herederos de esa sangre, esa cultura, y de nada material, nada de nada, es un testigo más del desarraigo y el destierro, tan propios de nuestra provincia. En la Capital que le exigió esfuerzos indecibles pero le dio un trabajo, un horizonte, Alejandro puede analizar hoy con serenidad su infancia, distanciarse un poco para mirar a su familia en la historia regional que frecuenta con lecturas varias. Entonces no oculta añoranzas por los arroyos, la sombra del sauce, los juegos, la paz de aquella niñez y una admiración inocultable por don Pedroza. No sabe de rencores ni de reproches, su diálogo se vuelca siempre por los nietos, los hijos, los proyectos a futuro con su compañera. Sin embargo, apenas uno indaga en su pasado intenso, ofrece detalles que muestran una infancia a pleno, una adolescencia complicada y no pocas sorderas de la sociedad para con los menos favorecidos.
Claro, con familia ya arraigada en Buenos Aires, volver a su Entre Ríos natal parece una quimera, pero Alejandro y su compañera santiagueña no ven lejos el sueño. Como dice la chamarrita de Alsina: “Son muchos años en las ciudades/ y siento que algo me está llamando”.
“Pienso que mi abuelo andará en una estrella viendo a sus bisnietos, que ninguno ha sido señalado, que nunca nos torcimos, y sabrá que ha formado buena gente”, dice Alejandro con una emoción que contagia. Pocas veces la palabra abuelo suena tan honda y sentida, como en su boca. “Mi abuelo era grande, como de dos metros, morocho, un paraíso de grande y sencillo: no usaba reloj, miraba el sol para saber la hora”.
Aquí una aclaración: cuando Alejando dice abuelos se refiere siempre a sus bisabuelos, no conoció abuelos.
Pan casero y dulces
A quienes frecuentábamos Pehuajó Sud hace medio siglo nos queda la imagen de aquel ranchito que se torcía de pobrezas y rebosaba en amor filial y trabajo y saberes de la tierra. Porque María Cornelia e Inocencio hacían de todo; eran con la madre tierra, con las arcillas negras tan propias de Entre Ríos; eran con la tierra hasta en el tono de la piel.
Como tantos criollos pobres y comunitarios, de familias amplias, lejos del abecedario pero expertos en la palabra como en el pan casero, las tortas, las trenzas en tientos, el caballo, el horno, la huerta, los dulces de batata y los escabeches de perdiz; lejos de números pero avezados en todos los oficios del campo y la casa, que supieron ejercer y padecer: yerras, tropas, privaciones, gallinas, alambres, injusticias, costuras, olvidos.
Alejandro piensa que las necesidades pudieron tejer lazos particularmente fuertes entre los suyos. En una oportunidad, una profesora y su esposo intentaron adoptar a una de las niñas y querían que se cumplieran ciertos requisitos, algún distanciamiento. Pero aún ante las adversidades que enfrentaban, confrontadas con las soluciones económicas que les prometían para la pequeña, la familia optó por mantenerse unida, sin desprendimientos.
Felicidad sobre todo
“Todo sacrificio, éramos muchos en un rancho de barro. Viví cosas que después nunca más viví. Mis abuelos tenían que poner piedras arriba de la chapa para que no se nos volara el techo, porque venía cada tormenta… Estoy hablando de los años sesenta y pico. A veces se volaba el adobe. Pero nos criamos con mucha felicidad, siempre sanos, nos inculcaban que había que ser buena gente. A eso lo mamamos de chiquitos con mis abuelos... Íbamos a la escuela en sulky, a caballo, en carro, o la mayoría de las veces caminábamos ida y vuelta, y te digo la verdad: no me olvido nunca más de ese paso por Pehuajó. Ahí fue mi infancia. Ahí jugábamos entre los trigales con mis primos. Haciendo cosas de chiquilines, había un montón de necesidades, pero nos arreglábamos, éramos felices”.
La mirada benigna que exhibe Alejandro de su niñez cambia si piensa en su adolescencia. Si bien debió trabajar de muy chiquito en distintos oficios del campo, ya joven encaró mil y una changas en Larroque y buscó infructuosamente un empleo. Contra su voluntad se vio obligado a emigrar. Recuerda incluso esfuerzos para demoler obras, bajar el ripio de las chatas del tren, o en la construcción; no se olvida de un accidente que casi le costó la vida con un corte en la cabeza para catorce puntos, tras lo cual volvió a casa sin un peso en el bolsillo…
No todas eran perdidas, claro. “Yo le tengo que agradecer mucho a Tito Chaia (profesor y comerciante de Larroque). Trabajé muchos años con Tito y con Inés (su esposa, también profesora), en el almacén que tenían enfrente del Colegio Nacional. Entonces me dijo: ‘para quedarse a trabajar conmigo usted tiene que estudiar’. Y así fue. Siempre estuve agradecido. Ellos me inculcaron que el estudio te abría puertas, te abría la cabeza”.
Sin alternativas
El sociólogo Gilberto Freyre cuenta en su obra notable “Casa-grande y senzala” un momento especial para los esclavizados: cuando en Brasil se abolió la esclavitud ya desembarcaban inmigrantes españoles, franceses, italianos. Dice Freyre que muchas familias de afroamericanos eligieron mudarse del campo del amo, donde podían convertirse en peones, y dejar ese lugar a los europeos inmigrantes, pero se marcharon, por fin libres, a vivir a la vera de los caminos y gozar cierta independencia en la miseria. De ahí a las favelas había un paso.
Cuando recordamos la casita de los Pedroza Suárez pensamos que eligieron la libertad y se aferraron al trabajo rudo pero emancipados, para enfrentar temporales, y vaya si los tuvieron.
¿Habían sido perseguidos? ¿Participaron de algunas de las revueltas fratricidas? ¿Habitaron alguno de los palenques, también llamados quilombos, de africanos con sus familias rebeladas, emancipadas, contra el sistema en nuestro continente? No lo sabemos. Alejandro recuerda que sus bisabuelos murieron cuando él tenía menos de diez años, y que en la vida cotidiana los gurises tenían casi prohibido participar de conversaciones de mayores, de manera que fue poco lo que pudo pescar de peripecias pasadas.
“Tuve de referencia a mis bisabuelos, los abuelos de mi madre. Mi bisabuelo murió a los 98 años y mi bisabuela a los 94 más o menos. Ahí las charlas eran con los mayores, cuando venía alguien de visita nosotros automáticamente nos teníamos que ir”, comenta Alejandro.
Oficios y penas
Don Pedroza “estuvo como veinte años en Daroca, Vicco y Verón (una firma de remates de hacienda), en el embarcadero. Era el que limpiaba, mantenía la higiene, pintaba los corrales de blanco, trabajó mucho ahí. Cuando había remate era una fiesta. Tengo gratos recuerdos de mi infancia, nunca sufrimos maltrato nosotros… Ellos, no lo sé, no lo sé. Pero mis abuelos padecieron mucha desgracia”.
El trabajo quizá les ayudó a cicatrizar. En Pehuajó cada cual aportaba lo suyo. “Nunca nos faltó la comida, siempre se arreglaba. Mi abuelo iba en el carro, llevando lo que las mujeres hacían, dulces, perdices; dulce de leche, de membrillo, de batata, que hacían mis tías, para vender en Larroque… Compraba lo que tenía que comprar, y a la tardecita salía de vuelta al campo. Hacía de todo, trabajaba el cuero, lonjas, recados, bastos, se iba al galpón y hacía riendas, bozales, todo con el cuero que iba juntando de las vacas y caballos, era tipo talabartero”.
Alejandro puede hablar horas de las costumbres regionales y reconoce buena vecindad con el campesinado más pudiente, los gringos, pero a su vez alguna discriminación. “El mate, las comidas caseras, los panes en horno de barro; hacían pan en latas de dulce de batata, seis, siete, para tener. El charque; había como una fiambrera que se colgaba en los árboles, se guardaba la carne para usarla como charque. Me acuerdo, toda la gente que pasaba por ahí se arrimaba, los atendía mi abuelo, por eso nunca lo dejaron solo. O sea, cuando sos negro te sentís discriminado, te das cuenta”, aclara.
Aquellas tropas
“Mis abuelos eran peronistas pero también se hablaba de Artigas porque mi abuela era uruguaya. Algún comentario se hacía de eso. El problema es que eran analfabetos. El ser analfabeto te lleva a que no progresés, porque te van a usar; por ahí mi abuelo habrá pensado que estaba bien, pero tantos años con un rancho de barro y trabajando de sol a sol… habré tenido 7 u 8 años y salíamos a tropear con mi abuelo, llevábamos animales de Pehuajó a Gualeguaychú. No te imaginás lo que eran esas caravanas. Eran varias estancias, mi abuelo le trabajaba a esa gente, capaz que éramos diez gurisitos y diez o quince adultos; se salía a las 5 o 6 de la tarde, para llegar a Gualeguaychú tropeando por la costa de la ruta al amanecer. Patente me acuerdo, para nosotros era una diversión acompañar a esa gente grande; a las doce de la noche o la una se paraba, se descansaban los caballos, se comía algo que hacían ahí o llevábamos en las maletas, me acuerdo, no me olvido nunca más, maletas de arpillera, llevábamos galleta o algo para comer en el viaje, una aventura”.
Alejandro no volvería a aquellas pobrezas pero rescata aspectos de la vida serena de su niñez. “A los seis o siete años estábamos ordeñando, había que sacar la leche a la ruta, éramos gurises y andábamos ayudando a los adultos. Salíamos por los campos a cazar liebres, perdices; íbamos de noche con mis tías, con un sol de noche tapado por la mitad… Nos alumbrábamos con unos mecheros a querosén, o a sol de noche. Era hermoso, llegaba la noche y hablábamos de lo que había pasado en el día, esas charlas se terminaron, hoy no se habla más en familia como antes. No sabés lo que eran los fideos caseros de mi abuela, los buñuelos de huevo de ñandú…”
Claro, las anécdotas son interminables. “Una vez mi tía y mi madre se tuvieron que ir a trabajar a Buenos Aires, en casa de familia, y se quedaron mis abuelos (bisabuelos) con cinco o seis bisnietos, y era mucho para ellos. Por sugerencia de una maestra a nosotros nos metieron un año, menos de un año porque no aguantamos, en un colegio de horticultura en Gualeguaychú. Ahí mezclaban pibes de 17 o 18 años con nosotros que teníamos siete u ocho años, y encima te maltrataban porque era gente que por ahí tenía problemas de conducta, y a nosotros nos llevaban por otra cosa. Entonces una vez le dije a mi primo: mirá, Eduardo, cuando nos toque a los dos ir a buscar el pan a la ruta, nos vamos. Y así fue, nos escapamos, hicimos dedo, nos vinimos a Pehuajó y le contamos a nuestros abuelos lo que nos pasaba. Se armó un problema, mi abuelo quería sacarlos a escopetazos, porque nos habían maltratado un montón”.
Un hobby: la pesca
Alejandro Lescano vive hoy en una zona de Buenos Aires “llena de árboles y pájaros, si estuviera Víctor Velázquez por acá, ¡sabés las glosas que escribiría!”.
Le iba bien en un negocio compartido con un socio en Once, un bar al paso con treinta años de experiencia, hasta que la pandemia y la cuarentena los jaquearon este año.
Llegó a la capital por invitación de un vecino que luego se volvió a Entre Ríos. En los primeros años sufrió golpes propios de los migrantes humildes. “Sabés cómo extrañé, sabés cómo la pasé mal los primeros años acá”, señala.
Sin embargo, Buenos Aires le dio trabajo y un trato a veces de igual a igual, que antes no era muy común excepto en la relación de amistad con algunos compañeros del secundario y vecinos.
“Hace 35 años que estamos juntos con mi señora, tenemos seis hijos, tres nietos; y bueno, a pulmón, mucho tiempo alquilando, mudándonos como los gitanos; primero pude hacer el tema del negocio, todo a pulmón; no tuve la suerte de que alguien me regalara algo. Pero gracias a Dios estamos tranquilos, porque no debe haber mejor tranquilidad que tener un techo”.
Habituado ya a un departamento y soñando con una casa con patio para el jardín y la huerta, Alejandro reconoce que suelen viajar con su compañera; y que él particularmente ha cambiado aquellos días de campo en la niñez por la pesca. “Me relajo, naturaleza pura, siempre voy para el lado de Ibicuy; con unos amigos nos embarcamos y nos vamos a una isla, nos quedamos dos o tres días, y eso que en la pesca por ahí pasás frío, los mosquitos, por ahí una tormenta, pero bueno: sarna con gusto no pica”.
“Cambiar las calles por el camino/ en alpargatas pisar el suelo,/ oler la lluvia sobre la tierra/ pa estar más cerca de los abuelos”, dice la chamarrita de Alsina.
Pobre, negro, mujer
Los Alejandros son los desarraigados y desterrados, y muchos de ellos son los después hacinados (que no es el caso de nuestro entrevistado), por un sistema que se repite por décadas aprovechando que los economistas colonizados se niegan por ahora a medir el índice de destierro. Es un favor que hacen a las zonas más poderosas y pobladas, invisibilizando el despoblamiento de las provincias.
Con menos personas y menos montes en el litoral, las estadísticas de desocupación o empleo dicen lo que no es, ante un silencio cómplice.
¿Pero cuánto han sufrido y sufren los echados por un modelo hecho para pocos? ¿Cuántos de ellos tienen en su temperamento y en su cultura esa templanza que les permita vencer dificultades y cultivar comunidad, como ha logrado la familia de Alejandro?
¿Cuántos y cuántas han muerto lejos, incluso, soñando con el regreso? “Al hombre desterrado/ no le hables de su casa,/ la verdadera patria/ caro lo está pagando./ El árbol ya cortado, el río que discurre/ y el hombre desterrado/ caro lo están pagando”, dice Atahualpa Yupanqui.
El “hombre”, claro, incluye mujeres y varones pero tal vez nunca se conozca la hondura de los padecimientos en las mujeres que acumulan dificultades en las comunidades marginadas. Alejandro recuerda que sus bisabuelos “tuvieron muchos hijos” y que pasaron momentos de enorme pesadumbre.
Nuestro entrevistado admite que la ausencia de aceites en su adolescencia y juventud para el trabajo y el estudio, aquello que le frustró su sueño de ser médico, quizá fue peor aún para sus hermanas. Hubo poca paciencia en las escuelas para ellas, piensa, y debieron abandonar. “Hay un dicho, si vos ves correr una chica rubia es atleta, si es morocha es cualquier cosa”, comenta con una sonrisa.
Los sociólogos le llaman interseccionalidad. La pobreza, la indigencia a veces, sumada a la discriminación negativa por el color oscuro de la piel, multiplicados estos dos factores por la condición de mujer, por ejemplo, en una sociedad machista: cuánto para repechar. Y en una Argentina que coloca a los racistas como padres de la organización del país, cuando no del aula, y les erige bronces en la vía pública.