Por la ventana

"...Salgo de un salto por la ventana y dejo la llave de mi habitación en el alféizar a modo de firma o reproche..."
21 de junio 2019 · 19:14hs

Las puertas cerradas del hotel me obligan a saltar por la ventana para volver de viaje de Salerno a Milano. En la estación encuentro a ellos, que encontraron su ventana en un mundo de puertas cerradas.

A las ocho en punto tengo que entregar el auto en Salerno porque a las nueve cierran el tráfico para dejar pasar la maratón. Me preparo para dejar el hotel a las seis y así salir tranquilamente desde Paestum, detenerme un rato para mirar el mar y darme la oportunidad de tomar por calles equivocadas sin hacerme demasiado problema.

Puse las dos remeras, la computadora, el libro, el tabaco, los souvenirs para la familia y el cepillo de dientes en mi mochila, y salí de la habitación.

No hay nadie en la planta baja. Dos puertas de vidrio cerradas me separan de la recepción y del área del desayuno, y lo mas gracioso: otras dos puertas corredizas de vidrio cerradas me separaron del exterior.

Me encuentro en un limbo de cristal. Llamo a las puertas que dan al interior golpeando con la llave, con la esperanza de despertar a algún vigilante nocturno que babeaba en el sofá o apretaba detrás del mostrador, pero nada. No hay señales de vida inteligente, solo señales de vida no inteligente que cerró todo como si estuviera en solo en su casa y se fue.

Luego me doy vuelta y miro las otras dos puertas. Dejo la mochila en el suelo y pienso en abrirlas con la fuerza, separarlas poniendo los dedos en la ranura de goma que las une y las separa todo el día. Pero no ahora. Ahora están firmemente cerradas y mi furia está aumentando. Miro a mi alrededor y pienso que podría tomar un sofá, o mejor una la mesita como esa llena de opúsculos, y destrozarla. Son de esos pensamientos que sirven para desahogar el cerebro de modo que pueda seguir pensando. A la izquierda de la puerta, detrás de los sofás, hay un vidrio que pensé que era fijo y que en cambio tiene una manija: es una ventana. Y se puede abrir. Corro un sofá y los jarrones de cerámica que estaban dispuestos a lo largo de todo el alféizar de la ventana, y contengo el impulso de tirarlos al suelo ¿cómo van a encerrar las personas en un hotel?

Salgo de un salto por la ventana y dejo la llave de mi habitación en el alféizar a modo de firma o reproche.

Conduje hasta Salerno, volviendo sobre la ruta que había tomado dos días antes cuando llegaba. Los carteles publicitarios, uno detrás del otro y por todo el camino, proponen ropa para bodas, hoteles para bodas y comida para perros.

Llego a Salerno, es domingo a las siete y quince de la mañana y hay pocos autos en el paseo marítimo. Los pescaderías están abriendo y están acomodando el pescado fresco para la venta. Cerca de la estación montaron un arco inflable para la llegada de los corredores y los municipales se llevaron las motos mal estacionadas.

Entrego el auto y voy a la estación a esperar mi tren. Entro al bar, pido un café y me siento en la última mesa, junto a la ventana que corre a lo largo del binario numero uno. Estoy abriendo el diario cuando llega ella, elegante, como todos los flacos, con un sombrero de fieltro, un suéter largo, pantalones a cuadros y zapatillas de gimnasia que lleva chancleteando.

Se acerca a mí y gira a la derecha donde están las dos puertas del baño, uno para clientes y otro para dependientes. Nunca especifican para los dependientes de quién o qué, podríamos pedir la llave e ir allí todos. Apoya su frazada de lana bien doblada y atada en el suelo, y agarra primero una y luego otra silla y las apoya lado a lado contra la pared del pasillo corto. Las acomoda un centímetro a la derecha. No, dos centímetros más hacia la izquierda. Con la mano cepilla los asientos hasta haber eliminado todos los restos de polvo o migas y se sienta, cruzando las manos temblorosas en su regazo. Se sienta y mira la pared opuesta, dice algo, sonríe y mira hacia todos los lados, inquieta.

Se levanta y las acomoda de nuevo, deben ser perfectas. Les pasa la mano de nuevo y se sienta, dice algo, se arregla el sombrero. Y llega él, apenas levantado. La panza hace que la remera trabaje duro y lleva un pequeño bolso viejo de tela sintética.

Entra al bar y camina hacia el fondo, donde estoy yo y donde esta ella. Apoya la bolsa y una botella de agua sobre la última mesa y va al baño. Ella lo ve y se estremece. Cuando él hubo cerrado la puerta, ella se levanta y mueve la botella de agua. Un poco a la derecha. Un poco a la izquierda. Él no ha salido todavía. Finge desenroscar la tapa cuando él sale, y ella vuelve corriendo a su silla junto a la silla vacía y se sienta. El la mira, ella nerviosa pero coqueta mira hacia otro lado, el se para frente a ella y le dice: “Oh, Señora, ¿qué está haciendo?” Ella finge no escucharlo mirando el suelo de costado. El hombre toma la botella y la bolsa y va a sentarse a dos mesas delante mío. Ella sonríe porque él le habló, contenta. El disimuladamente mira a ver si la ve, pero ella aún no ha movido del pasillo, así que deja la bolsa sobre la mesa y se va afuera, donde se queda parado en la puerta.

Ella se asoma por el pasillo y no lo ve, entonces se levanta y se sienta en la mesa frente a la de él con su frazada al lado de la silla. Se sienta derecha contra el vidrio, las manos cruzadas sobre la mesa.

Un joven termina su desayuno y antes de irse se le acerca y le ofrece algo de beber o comer, ella se niega con mucha amabilidad y casi lo empuja para que se aleje.

Él vuelve y se sienta. Ella se levanta y se pone a ordenar las mesas de la gente que se ha ido, saca las migas con la mano, apila los platos y los pocillos, tira las servilletas usadas, pone las sillas bien derechas bajo las mesas. Cuando termina de reordenar aleteando alrededor de él, vuelve a sentarse al pasillo al lado del baño. El espera un poco y se levanta, va a dejar el bolso al fondo, sobre la ultima mesa, y sale otra vez del bar. Y ella de nuevo sonríe, emocionada.

Mi tren sale dentro de poco. Doblo el diario que no leí, la miro y la saludo, leí sonriente y con los ojos de un turquesa raro, me saluda.

Llevo mi taza al mostrador y saliendo saludo también a él, que responde con un gesto. Patrones de la nada. Los dejo en su casa de juguete, el teatro donde apenas levantados, después de haber doblado la frazada que cada noche los protege de la muerte, vienen a lavarse la cara y a danzar entre las sillas jugando con la ausencia.

Danzando entre las mesas fingen que se ignoran, y se buscan, se provocan, se seducen sin la pretensión de conquistarse de verdad, como hacen en el mundo de los que tienen un techo. Porque para ellos todas las puertas de éste mundo están cerradas hay solo una ventana a través de la cual saltan cada mañana, para entrar en un mundo de espera y deseo, algo parecido al amor, que los tiene en vida hasta la noche, cuando protegidos por la frazada de lana, se acuestan sobre los cartones a soñar la próxima función.

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