El transcurso del tiempo no amilanó mis vivos recuerdos, ni mi tierna y joven esperanza de volverla a encontrar para mirarla a los ojos y transmitirle en silencio cuán inmenso era mi sentir, cuán auténtico era, cuánto deseaba acercarme y –aunque menos– sea darle un beso en sus mejillas a las que deseaba llegar con la adolescente intención de mi locura. Esa locura inmaculada y pura, que por aquellos años era común en la fresca y lozana juventud incipiente.
UNO de corazones: Edgar y Martita
Pero el tiempo va diseñando hondas metamorfosis, en las formas y circunstancias de la existencia misma. Cierto día, caminando por calle Perú de regreso del cementerio al que había ido a llevar flores a mi abuelo, me encontré con Martita que venía de la mano con un joven alto mayor que yo. Al verme y encontrarla de frente, apenas deslizó un intrascendente saludo vecinal, ajena total a mis sueños sempiternos. Mis piernas temblaron y el pecho parecía que iba a estallarme de sorpresa y dolor. Las manos se me enfriaron hasta ponerse moradas en un día de cálido ambiente. Un día de sol refulgente que parecía iluminar mi ser, dejando al descubierto esa opresión inolvidable que se instaló en mi pecho, adueñándose de mi razón y de mi fe: esa fe que podemos guardar por dentro una vida entera, pero en breve instante se derrumba dejando solo penurias y escombros en la venas del alma.
*****
Desde entonces todo me decía que mis sueños estaban frustrados y perdidos, todo me indicaba que ya nada debía quedar de mi cariño, de mi esperanza destruida, de mis cielos de niño adolescente, todo me decía que Marta –ya no Martita– no sería parte de mi vida, ni mucho menos de mis sueños y de mi afectada imaginación de verla entre tinieblas de dolor en brazos de otro joven.
Recuerdo haber llegado a mi casa ese domingo y mi abnegada madre, la que no necesitaba preguntar mucho, porque todo lo intuía con percepción luminosa, me dijo simplemente: “Estás triste hijo, no hables si no querés pero solo te voy a decir una cosa: todo lo que nos pasa en la vida está diseñado desde arriba, y el Creador suele dar una flor a veces, y otras veces una bofetada. Él no habla, pero marca pautas, y tengo la certeza de madre que esta vez Dios te envió una flor”. Para ella, mi sufrimiento me estaba impidiendo ver la rosa fragante y colorida, porque me habían lastimado sus espinas sugestivas, pero apropiadas para dar ejemplos claros de todo aquello que no se habla pero se muestra.
*****
Pasaron los años, tal vez sin recordar ya el episodio aquel, puesto que las palabras sabias y oportunas de mi madre de aquellos recuerdos pueriles, anestesiaban mi dolor y poco a poco fue sobreviniendo el olvido; y éste, una vez instalado en las cumbres frías y nevadas de la indiferencia, ya no retorna jamás a la hojarasca del recuerdo. Aunque parezca triste, nos permite sanar y seguir adelante.
Con Marta nos encontraríamos al azar muy seguido, ella con una hermosa familia y yo también con la mía: con la misma mujer con mis nueve hijos y con mis sueños intactos, pero renovados. Al verla, podía recordar los momentos de mi adolescencia pero ya sin dolor, con alegría, con cierta nostalgia, pero sin lamentar ni por un solo instante todo lo vivido y aprendido. Mucho menos, nunca lamentaría ese encuentro azaroso en el viejo almacén de don Elías Koltunoff, donde por primera vez supe qué era eso que llaman amor.
Esta historia fue enviada por E. Lima. Vos también podés compartirnos tus historias de amor y desamor a nuestro correo electrónico: [email protected].