Desde hace unos años me encuentro trabajando temas de historia del agua. Si bien es más común encontrar trabajos que piensan al agua como organizador de los territorios y como un elemento de distribución del poder al interior de una sociedad, el proyecto general de la historia del agua incluye -y en modo alguno relegada- la forma en que los grupos humanos convivieron con el agua, el lugar simbólico que el elemento ocupó en las construcciones ideológicas y filosóficas de las distintas culturas, y la multiplicidad de usos que el agua tuvo y tendrá para los seres humanos. Uno de ellos es, claramente el uso recreativo.
Lo que sigue es una brevísima selección comentada sobre los apuntes de algunos viajeros británicos que pasaron por nuestras costas en distintas circunstancias. El tema: las mujeres santafesinas en situación de río.
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William Parish Robertson.
La lujuria de la elite
Los primeros elegidos son John y William Parish Robertson. Dos comerciantes escoceses que anduvieron por aquí en la primera década independiente. En la medida en que ellos desarrollaron su negocio a lo largo del Paraná, el paso por Santa Fe fue inevitable. En uno de sus estadías en la ciudad, dejaron un testimonio sobre el modo en que los santafesinos disfrutaban el río.
Como es razonable, los extranjeros tuvieron de anfitriones a los miembros de la elite local. El lugar, la casa de Luis Aldao; la hora, el crepúsculo. Allí, Robertson recibe una invitación: “…y aunque completamente nuevo para mí y no parecerme raro ser invitado, en unión con otros de mi sexo, hacer compañía a las damas que iban a bañarse, jamás sospeché que fuéramos a estar con ellas al borde del agua. Yo, naturalmente, consentí en formar parte de tan nueva e interesante comitiva, y nos pusimos en camino”.
La comitiva llega a la orilla del río, donde ya se espejaba la luna, y el europeo recibiría otra sorpresa “cuando, llegando a la orilla, vi a las náyades santafecinas que se habían echado al agua antes de nuestro arribo, cambiándose bromas, poseídas de gran júbilo, con los caballeros que estaban bañándose a corta distancia más arriba. Es cierto que todos estaban vestidos, las damas de blanco y los hombres con calzones ; pero había en la exhibición algo que iba en contra de mis preconcebidas nociones de propiedad y decencia”.
La cantidad de gente abruma a Robertson. “Supongo que apenas uno habría quedado en su casa”, y se sorprende acerca de la familiaridad con que los santafesinos se manejan en el agua (algo que es un clásico de la literatura de viajeros por Santa Fe).
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Y aquí con una prosa enrevesada da a entender que se admira no sólo de esa integración entre personas y medio acuático, sino también con algunos excesos entre los entretenidos miembros de la crema y nata de Santa Fe.
Sus diversiones en el baño eran tan inocentes como un rígido mahometano puede pensar que son nuestros salones de baile europeos. Un juicio demasiado severo aplicado por un europeo a los habitantes de Santa Fe a causa de su modo de bañarse sería tan injustificado y tan erróneo como el del censor mahometano sobre las mujeres de Inglaterra, Francia y América, porque, como las de su país, no están confinadas en el harén.
Es decir: que un europeo viendo a los santafesinos se siente un “censor mahometano”. ¿Qué habrá visto Robertson? Ropa mojada pegada a los cuerpos, chistes subidos de tono, toqueteos, apoyos, insinuaciones. Robertson es todo lo discreto que puede, pero aun así podemos adentrarnos en su alma cuando cuenta los detalles del final del momento recreativo:
“…el cabello, las largas, las bellas trenzas negras, que habían sido recogidas con una peineta durante el baño, flotaban en lujuriante abundancia sobre los hombros y mucho más abajo de la cintura de las santafesinas, cuando en pausada procesión volvían a sus hogares”.
Rompiendo cadenas
Años después, el comandante Mackinon pasa por Rosario al borde de una flota en dirección al norte, en 1846. Mackinnon capitaneaba el Alecto y el Alecto era parte de la expedición de buques que había penetrado el Paraná tras la ruptura de las cadenas en la vuelta de Obligado.
En su diario, el 11 de febrero, Mackinnon cuenta que los vapores británicos venían navegando cerca de la costa, lo que les permitió ver los movimientos de la caballería santafesina que iba siguiendo por tierra los pasos de la flota. Pero había algo más para ver…
Todos los ojos fueron atraídos por este nuevo objeto. Un fuerte grito y la agitación del agua cerca de la proa de babor resultó, al examinarlo, ser producido por la población femenina de la ciudad, que disfrutaba de sus habituales abluciones diurnas en “trajes de nacimiento”. Nuestra súbita aparición los hizo amontonarse y aumentó, si cabe, sus chillidos, sus chapoteos y su diversión. El grupo estaba formado por todos los colores, desde el blanco puro hasta el negro azabache (jetty black).
No necesitó, como Ulises, amarrarse al palo mayor para resistir la tentación. Lejos estamos de la epopeya griega. Más adelante la vista cambiaba: ya no había sirenas, sino soldados que tiempo después en Punta Quebracho harían sentir sus melodías, no tan encantadoras para los tripulantes de esa flota.
Los gritos de risa y júbilo que surgían del Alecto apenas se sofocaron al ir al cuartel para prepararse para una gran masa de caballería formada en la playa, cerca del rumbo que ella estaba tomando.
A diferencia de los Robertson, estos marinos tuvieron el privilegio de ver mujeres en “birth-day suite”, aunque las vieron de lejos y en un trance muy distinto de lo que les tocó a los hermanos comerciantes.
¿Qué espía el espía?
Para terminar, William Mac Cann. El ¿comerciante?, ¿espía? inglés que recorrió a caballo las pampas. En su segunda estadía en estas latitudes, Mac Cann estuvo en Santa Fe. Hacía calor, fue al río. Y no pudo no contar lo que vio.
Mac Cann destaca que los santafesinos “muestran gran afición por el baño” y que todas las tardes van al Paraná. La convocatoria es amplia: van todas las clases sociales, hombres y mujeres.
Los hombres usan calzones para bañarse y las mujeres de la clase acomodada llevan un vestido bastante decoroso, hecho de una tela ligera. Las gentes pobres no gastan esos escrúpulos; un artista podría dibujar del natural, sin ningún inconveniente, más de un bello torso y piernas de lindos contornos.
Se sorprende también -como Robertson- de la enorme capacidad de los lugareños para desenvolverse en el medio acuático, algo que había quedado plasmado en una copla de los años de las guerras civiles:
“Los héroes santafesinos
que en el agua como peces
se manejan a las veces,
perseguían turba de indinos
por las islas y destinos”.
Pero a Mac Cann le asombra algo más que la soltura de los santafesinos.
En un momento dado, se ve surgir sobre la supercie del agua la cabeza redonda y los anchos hombros de una negra, o aparece una india desnuda (“desnuda, mas no avergonzada…”) que se hunde en el agua, mientras sale otra, toda goteante, a la orilla. Entre tanto, las damas, que por la apariencia de sus cabellos sueltos y la manera más correcta de hablar el español, revelan mejor origen, velan sus formas y encantos con sus vestiduras mojadas.
Deslumbrado, la fascinación le hace hurgar en lo espiritual y por el lado menos pensado Mac Cann deja de lado sus prejuicios racistas para reconocer que “el cuerpo humano de color bronceado posee formas no menos agradables que el de la raza blanca”. Y como Robertson, cuando parece que aplaca la excitación por los cuerpos desnudos o pegados a la ropa, vemos que en realidad apenas se desplaza para hacer foco en otro don.
Después del baño, las mujeres se dejan los cabellos sueltos y flotantes sobre los hombros y así se mantienen durante el resto de la tarde. Este ornamento natural realza mucho la apariencia de aquellas mujeres que ya de por sí poseen linda figura y movimientos graciosos.
Finalmente, para disimular el discurso de la lujuria, dobla un recodo con una frase que lo aleja de lo carnal y de la apreciación directa para objetivar un poco las cosas y analizarlo desde otro lugar: desde el crítico estético.
El contorno de formas conocido por “línea de belleza de Hogarth” se dene mejor en el primero de esos tipos (se refiere al cuerpo bronceado) que en el segundo.
Para comprender mejor esa referencia culta, fuimos a buscar al buen Hogarth. Fue un pintor inglés del siglo XVIII célebre por ilustrar -a veces caricaturizando y ahí también hay una intencionalidad en la referencia- la vida cotidiana de la sociedad inglesa. Hogarth ideó un esquema en el cual entre varios tipos de línea, una en particular es la “línea de belleza” y es la 4 de las que aquí abajo reproducimos.
Se refugia en el comentario erudito para decir que donde otros sólo ven cuerpos, él ve -además- unas líneas de Hogarth.
Vivir el río
Y aquí surge un tema para rastrear próximamente. Es notable que entre las obras pictóricas del siglo XIX revisadas -en una búsqueda si bien extensa, restringida a medios digitales- no aparezcan relevados los bañistas. Ni vestidos ni desnudos. Lavanderas, aguateros, carretas, cueros y barcos, pescadores, (a caballo y con caña). Todo eso. Pero no los bañistas. La obra de Pellegrini que aquí se exhibe es una muestra.
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"Vista de Buenos Aires", de Carlos Enrique Pellegrini.
Una diferencia podríamos encontrarla en (cuándo no) Florian Paucke (cuándo no) En la medida en que su trabajo era documentar fielmente su experiencia entre los mocovíes, se permitió dibujarlos desnudos en una viñeta en la que se describe, justamente, la familiaridad de los nativos con el medio acuático y que quizás haya sido una transmisión cultural o genética de los americanos hacia los habitantes de las riberas del pariente del mar.
Así como el agua nos convoca desnudos, o para desnudarnos, su historia puede mostrar nuevas cavidades, pliegues y relieves de la vida de las comunidades en su relación con el espacio, con la corporalidad, el tiempo libre y la sexualidad, sin por ello perder un ápice de sus posibilidades de dar cuenta del racismo, la guerra o la explotación, aquellos grandes temas de la historia, desde sus tiempos más remotos.