Medalla olímpica

"...Últimos ciento noventa y cinco metros; luego de correr cuarenta y dos kilómetros sus piernas parecen querer doblarse".
14 de junio 2019 · 10:09hs

Últimos ciento noventa y cinco metros; luego de correr cuarenta y dos kilómetros sus piernas parecen querer doblarse. Ambos ingresan al estadio, la pantalla gigante –con el logo de Marathon Olympic Games New York 2036– los muestra en primer plano mientras pelean por la medalla de bronce. De pronto pasa a enfocar a los ganadores, quienes en el estrado aguardan impacientes el final para recibir sus correspondientes preseas de oro y plata. En la pista, el joven atleta local se impone por unos pocos metros y festeja; al transponer dos segundos después la meta, su rival –vencido– cae al piso y comienza con un leve llanto que lentamente aumenta en intensidad, hasta convertirse en un lastimoso alarido de dolor. Dos auxiliares con ropa blanca le indican el camino al primero, mientras otros dos –estos vestidos de negro– levantan al atleta caído y casi que lo arrastran hacia otro lugar; es la diferencia entre arribar tercero o cuarto. En el podio entonan los himnos nacionales y colocan las medallas en los pechos de los tres triunfadores, ensordecidos ante el bullicio de la multitud.

Todo sucede muy rápido: el público que aclama la coronación se olvida de los vencedores y comienza a gritar desaforadamente atento a lo que sucede en la enorme pantalla. En ella se ve a dos atletas, los que concluyen en el quinto y sexto lugar, quienes poco antes de llegar al estadio se desvían del camino e intentan perderse entre el público. Tras ellos una decena de guardias armados –que descendieron de un oscuro camión– los persigue; la gente empuja a los corredores, trata de frenarlos para que sean apresados. Pero no es necesario, el cansancio cobra su factura y los deportistas son fácilmente capturados; los suben al vehículo, el que se junta con una caravana de otros nueve similares que se dirigen al recinto. Ingresan; la muchedumbre los aclama frenéticamente. Ya nadie recuerda a los medallistas, quienes desde el podio casi desapercibidos observan el espectáculo. Se aproxima el momento más esperado por todos, el memorable desenlace de esta fiesta olímpica.

Estacionan los camiones y se abren las puertas traseras; de cada uno de ellos desciende una veintena de atletas: son los casi doscientos competidores que no lograron obtener una medalla. Bajan en silencio, resignados, ya sin fuerzas para resistir. Los llevan junto al muro –cien metros de un moderno y resistente acrílico transparente– que se levanta en uno de los laterales del estadio, y son encadenados a los postes que, con una distancia de medio metro entre sí, están ubicados delante de la extensa pared. Los parlantes del estadio dejan escuchar el sonido de las trompetas que anticipa al público el inicio de tan esperado desenlace.

Anuncian el primer participante, un poderoso personaje dueño de una cadena de supermercados, que pagó la cifra récord de novecientos ocho mil dólares para adjudicarse ese lugar tan codiciado y soñado por millones de personas en todo el mundo. Aparece por la boca del túnel que lleva a la cancha; el público lo recibe con gritos enloquecidos, a los que el empresario responde dando brincos mientras saluda con ambos brazos en alto. Se acomoda en su puesto, de frente al muro, exactamente a la mitad de él. Las gargantas se silencian, ya casi nadie se mueve en las gradas. Respira hondo, estira su brazo, tensa sus músculos y aprieta el gatillo. Al estampido lo escuchan hasta los que no pudieron pagar los mil dólares de la entrada más económica al estadio, y que amontonados afuera de él se conforman con al menos poder disfrutar del sonido del disparo. La bala se incrusta en el acrílico del muro, a pocos centímetros del cuerpo de un atleta africano al que apuntó el excitado tirador. El público, defraudado, lo abuchea; se retira cabizbajo, pues en un segundo acaba de perder toda la popularidad de la que disfrutó en los días previos.

A continuación se acerca el segundo concursante, hijo del presidente de uno de los conglomerados industriales más poderosos del continente, el que pagó poco menos de novecientos mil dólares por su turno. Luego de los saludos se repite el procedimiento. Silencio. Tras la detonación, la sangre y partes del cráneo y cerebro del que fue un gran atleta latinoamericano le dan –tal cual magnífica obra artística– vida y colorido al muro, que al ser transparente ofrece un espléndido espectáculo para los que están en la tribuna detrás de él, y para los cientos de millones de personas de todo el mundo que lo disfrutan frente al televisor. El griterío es ensordecedor; el joven tirador –aclamado más aún que los atletas medallistas– salta de alegría, corre y festeja junto a la tribuna, saluda a los cuatro costados.

Sube al podio, recibe su medalla de diamante y se retira por el túnel, donde una larga fila de ansiosos participantes aguardan que les llegue la oportunidad de disparar.

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