Con un recorrido por demás prolífico y creativo, la flautista Marta Petrich toma distancia del excesivo virtuosismo técnico e histriónico, y advierte que “lo de el mejor en el arte, es un tema delicado”. La también poeta considera que la riqueza de un buen músico está en “escuchar otros instrumentos y observar cómo dicen”, a la par que describe su exploración con el dibujo y la escritura.
"Me resulta interesante quien utiliza la música al servicio de algo"
El límite de lo poblado
—¿Dónde naciste?
—En Paraná, en calle Moreno, y desde los 5 años viví en barrio Rocamora, donde tengo el estudio de grabación –frente a plaza España.
—¿Cómo era en tu infancia?
—Muy mágica y el límite de lo poblado. A la vuelta de mi manzana había quintas donde buscaba leche, choclos o mandarinas, jugábamos en un ombú gigantesco –con una hamaca para siete– y veíamos ranas en las lagunas. Las casas tenían fondo y ningún tapial, así que los vecinos se veían a través de las plantas o un alambrado muy sencillo. Había un gran sentido de comunidad: mi madre era la única con teléfono, venían los vecinos y las vecinas dejaban en el tapial crepes o tortas fritas.
—¿Otros lugares de referencia?
—Adonde ahora está la plaza era un campito con árboles, armábamos covachas y jugábamos con tierra, y lo de doña Tota Corsiglia, quienes eran dueños de los campos de alrededor y cuya casa –de 1911– existe. Tenían una actitud generosa porque esa hamaca la hicieron ellos y era un lugar emblemático. Más tarde –en barrio Rocamora– surgió el sóftbol y todos jugábamos. El hipódromo está a cuatro cuadras y era un espacio verde muy lindo, donde mi abuelo buscaba el agua de una bomba.
—¿Había un límite del lugar que no podías trasponer?
—No. Llegábamos hasta el borde de las lagunas y tajamares –hoy barrio Los Aromos–, a cuatro cuadras de Plaza España aunque nos parecía muy lejos.
—¿Otros juegos?
— Andar en bicicleta, a la escondida, a los detectives, al cacha ayuda, hacer cometas y cazar mariposas
—¿Qué visión tenías del centro?
—Iba a la escuela Normal porque mi mamá trabajaba en el centro.
—¿Qué actividad laboral desarrollaban tus padres?
—Mi padre falleció cuando yo no tenía un año, y mi madre, abogada –en Fiscalía de Estado–.
Casa y poetas
—¿De qué origen es el apellido?
—Mis abuelos eran yugoeslavos y llegaron con la Primera Guerra. Mi abuelo, antes –con 20 años– y mi nona, dos años después, y se conocieron acá.
—¿Los conociste?
—A mi abuela.
—¿Relataba algo de su tierra?
—Eran muy generosos, solidarios y desapegados de lo material. Mi abuelo fue muy habilidoso, culto y con una buena educación. En su casa se reunían los amigos poetas de mi padre: Reynaldo Ross, José María Díaz y Luis Sadi Grosso, quienes escuchaban las historias de mi abuelo. Criaba abejas, depuraba grappa y compartían todo. Le interesaban los seres humanos, mi padre fue así y me siento así.
Tíos, amigos y guitarras
—¿Escribías cuando niña?
—Me divertía hacer composiciones. En mi casa había un ambiente muy lector y tenía acceso a los libros, al igual que se escuchaba buena música –no obstante que nadie era músico en la familia–.
—¿Fue la primera aproximación?
—Sí y por el lado de mi madre era una cosa más italiana y criolla. Los domingos en la casa de mis abuelos se armaba la guitarreada con mis tíos cantores –quienes también salían a serenatear–. Luego tuve amigos que tocaban la guitarra y cantábamos rock en el Thompson, como una forma natural de comunicarnos.
La necesidad de expresar
—¿Siempre mantuviste la escritura?
—Sí, informal, a través de cartas a amigos muy queridos, un diario… y a partir de los 15 años comencé a compartirlo con otras personas que lo hacían. Es algo intuitivo y mi alimento poético es haber leído y tener amigos que escribían. Por muchos años no sentí la necesidad de mostrarlo.
—¿Qué te inspira?
—No es muy manejable. Por un lado, las percepciones de situaciones me llevan a tener una mirada personal sobre un sentimiento o un evento natural. Y, sobre todo, los cuestionamientos humanos y emociones profundas.
—¿Hiciste algún puente entre eso y la música?
—Quienes leen cosas mías dicen que naturalmente tienen una musicalidad, un ritmo, un uso sonoro de las palabras, del cual no soy consciente. Pocas veces he hecho canciones, aunque he participado en proyectos; y ahora estamos grabando un disco con letras mías y música de Leo González. Ahí se une la música a través de la canción. Pero una cosa es hacer poesía –que cuando es muy libre es difícil cancionarla– y otra, letras para canciones, son energías distintas. Hay momentos en que surge un escrito con un ritmo o una estructura que se acerca a una canción y se puede plasmar.
—¿Autores o situaciones que te inspiraban?
—Tengo una amiga que sabía de memoria un montón de poesías de Lorca y Neruda, y cuando guitarreábamos recitaba, lo cual para nosotros era normal. Otra cantaba en portugués temas de Tom Jobin. Y a los 17 años ya habíamos leído a Cortázar. Había un bagaje cultural muy rico que fluía. Muchos de esos amigos son muy buenos músicos y escriben profesionalmente.
—¿Sentías una vocación?
—No, fui una curiosa en todo, la Naturaleza y sus procesos, las estrellas, las plantas, también la Arqueología… pero siempre tuve una gran necesidad de expresarme.
—¿Libros influyentes?
—Los cuentos de Andersen, Mark Twain, la colección Robin Hood, Julio Verne, Quiroga, Juan Sebastián Tallón; mi mamá tenía la colección Mi Libro Encantado –con cuentos y adivinanzas del mundo– y Leyendas del Mundo.
—¿Qué materias te gustaban?
—Ciencias Naturales, Dibujo, Música y Ciencias Sociales. Iba a la Escuela Industrial –que me sirvió para saber que no era mi lugar– y soy maestra mayor de obras.
Emoción indefinible
—¿Un momento impactante en lo musical?
—A los dieciséis años –cuando llegaba la democracia– venían muchos grupos a Paraná, comenzamos a ir a recitales, escuché tocar la flauta traversa al Mono (Rubén) Izaurralde, me enamoré del instrumento y comencé a ir a conciertos. Me atravesó ese sonido.
—¿Por qué?
—No sé si es posible definir la emoción. Fue ver que tenía algo que no sabía, y querer saber de qué se trataba. Me movió a buscarme; el sonido me transportaba a algo humanamente “más alto”, me inspiraba hacia un lugar más sutil. En ese momento dije “¡wauw, cómo será tocar eso!”.
—¿Qué hiciste?
—Escuchar a otros flautistas para ver si me seguía impactando, me di cuenta que sí, comencé a investigar dónde podía estudiar gratuitamente, me hablaron de un profesor muy bueno en Santa Fe, no tenía instrumento, entonces iba a estudiar a lo de un conocido que tenía una flauta que no usaba mucho y a los seis meses me regalaron una. Comencé a conocer el lenguaje musical –escrito y hablado– e hice la formación en el Instituto de Música –con una alta exigencia y donde con nuestros compañeros teníamos, paralelamente, gustos que iban desde el jazz al folclore y la fusión. Fue un punto de inflexión, por la motivación, la avidez por otros lenguajes y hacer cosas propias. Pasé por muchas formaciones musicales, tuvimos un trío de flauta de música clásica plena, el grupo Malajunta –tango–, el proyecto La Bampadaba –música callejera de viento–, tocar en alguna orquesta camarística y acompañar coros, entre muchas otras. Durante veinticinco años enseñé en el Taller del Sur, que fue muy importante, porque la docencia es una gran pasión, y donde se tocaba todo tipo de música –según la motivación de los alumnos. Con niños que cantaban muy bien, armé un coro –sobre lo cual me formé en Santa Fe.
—¿Hasta que fuiste al instituto nunca habías tenido en tus manos un instrumento?
—Sí, la flauta dulce –en cuarto y quinto grado–, con la cual jugaba.
—¿Cuándo estudiaste música?
—Paralelamente a quinto y sexto año, cursaba el preparatorio.
Frescura y formas académicas
—¿Relacionaste lo académico y cómo se vivía la música en tu familia?
—Al principio era distante y universos separados –mi tíos, guitarreros, y la excelencia de la música clásica donde me estaba formando. Luego lo uní internamente. Fui haciendo mi aprendizaje y recorrido propio; la música es una pero tiene muchas formas. Lo de música erudita y popular… bueno… Me gusta más hablar de gente que crea en forma genuina, en cualquier estilo y género, y no sólo desde el intelecto, sino del corazón. Y si hay una buena formación técnica, se potencia. Hay gente del mundo intuitivo que ha dejado huella profunda y también de la música clásica.
—¿La formación te atrofió o potenció esa frescura que oíste en aquel recital de Izaurralde?
—Es una pregunta muy interesante. Había dos tipos de estudiantes en el instituto: quienes venían de la formación intuitiva y tenían que aprender a hablar, aunque escuchaban todo lo que sucedía musicalmente y podían expresarse, y quienes ingresamos desde una intelectualidad y teníamos que abrirnos a escuchar más. El desafío, siempre, es equilibrar. No puedo decir cuál proceso es más difícil. Mi autocrítica era muy grande al estar con grandes músicos. Mantuve la poesía como un canal no tocado por las formas establecidas.
—¿Cuándo sentiste que lo ejecutado te resultaba genuino, más allá de la corrección técnica?
—Es algo que va y viene, no es permanente y no depende sólo de uno. Para disfrutarlo tenés que tener una mínima técnica que permita no estar pendiente intelectualmente de lo que hacés. Cuando diste ese pasito, aparecen otras cosas. Tocaba –y al día de hoy lo hago– en muchos grupos y es mucho lo que pasa dentro de cada uno, porque a veces uno se abre a través del grupo y potencia tu capacidad. Cuando aparece el escenario y el entorno hay otro factor que a veces se da y otras veces no: la necesidad de la gente y de nosotros, de dar y recibir recíprocamente. No depende del estilo. La música –como toda herramienta– es una gran posibilidad de auto observación, y le sumo que es un habilitador de la comunicación.
—¿Te has enojado con la flauta?
—No, no; he sentido cuándo tengo que tocar y cuándo no, sobre todo para estudiar. No hacerlo en cualquier en momento, para no enojarme.
—¿Un momento de plenitud en el escenario?
—Con los proyectos de uno: hace varios años hicimos Maga Canción –con composiciones instrumentales y cantadas de Leo González y algunas mías, y banda. Se produjeron momentos muy interesantes, improvisaba en algunos temas y disfruté mucho cuando tocamos en público. También con La Bampadaba (agrupación de vientos y percusión), en la cual la diversión y producir alegría me hacía muy feliz. Cuando han sido cosas técnicamente difíciles no disfruté, por estar pendiente de que estuvieran bien.
Un instrumento que “no grita mucho”
—¿Cuál es su particularidad? ¿Por qué tiene “poca prensa”?
—Es un instrumento no tan difundido porque “no grita mucho”. Hoy la gente necesita mucha adrenalina para sentirse vivo y los instrumentos más sutiles “pierden prensa” –según tus palabras. Es más caro que tener un bombo, no obstante que hay mucha gente que toca la flauta. Lo positivo es que en las últimas décadas se integró a más estilos y la encontrás, por ejemplo, en un grupo de rock o de chamamé. El instrumento responde a lo que va necesitando la sociedad. La guitarra –por historia– siempre estuvo en la casa o alguien la tuvo. Con una flauta o un violín es distinto.
—¿Es técnicamente complicada?
—Todo instrumento requiere paciencia y enamorarse. No obstante, en el órgano apretás una tecla y suena; la flauta no es así, al igual que una trompeta o un violín –que no afina de la noche a la mañana. Requiere una entrega y disciplina –como la de un deportista o un científico que quiere resultados. Pero si el sonido te estimula y con buenos maestros, la disciplina –fruto de la necesidad– se torna natural.
—¿Cómo influye lo físico?
—Se requiere aprender a desarrollar la percepción de la respiración –lo cual es una ventaja para toda la vida–, una buena postura corporal equilibrada –porque vas contra la gravedad–, relajar los hombros y utilizar la motricidad fina de los dedos. También es importante tener una afinidad humana con quien se tomará clases, más allá de lo técnico. Si no, nos convertimos en acróbatas. Uno también quiso sorprender, pero pienso que el recorrido tiene que ir de la mano con buenas personas. Es lo que queda a la larga.
—¿Al ser un instrumento tan sutil lo emocional se hace muy evidente?
—Cada ejecutante es un mundo y lo resuelve como puede. Con el tiempo, se trata de que no te sobrepase la emoción, porque te puede hacer perder el rol a cumplir. Si estás muy emocionado, por ejemplo, tampoco podés cantar. La emoción está pero hay que conocerse, eso lo da el escenario y nunca se resuelve totalmente.
Los grandes y los brasileros
—¿Quiénes son los flautistas más destacados mundialmente?
—En su momento (James) Galway y (Jean-Pierre) Rampal –entre los clásicos–, luego apareció (Ian) Anderson haciendo rock y quien era el líder de la banda Jethro Tull; en Estados Unidos Steve Kujala –quien tocaba con Chick Corea–, Felix Renggli –suizo–, en Argentina, Patricia Da Dalt, y en Paraná hay un gran flautista, Luis Barbiero, que me deslumbra por su improvisación. Son diferentes y cuando uno se está formando es interesante escuchar diversidad, para observar cómo usan el lenguaje y generan el propio.
—¿Qué observás al escuchar a los más eximios?
—Hay muchísimos brasileños que trabajan en ensamble –como los de los arreglos de Caetano (Veloso)– que usan la flauta de otra manera. Me llama la atención quienes improvisan muy bien. En el caso de Galway es un “sonido grande”, muy vasto y por eso asombra; en Rampal, la precisión y lo sutil… Seguramente hay más referentes de los que conozco, porque me corrí un poco de “el mejor que lo hace”. Me resulta más interesante quien utiliza la música al “servicio de” y para quién.
—¿No el histrionismo por el histrionismo mismo?
—Exactamente. Lo de “el mejor” en el arte es delicado. La riqueza de un buen músico está en escuchar otros instrumentos y observar cómo dicen.
Un taller con herramientas de expresión oral y algo más
El sábado 10 Marta Petrich y Eli Rossa realizarán en la Biblioteca Popular de Paraná un taller denominado La oralidad y nuestros recursos expresivos, destinado a quienes trabajen con esas herramientas en distintos entornos.
—¿En qué consiste el taller?
—En poner a disposición las distintas técnicas que con Eli Rossa hemos considerado valiosas en nuestro recorrido y vienen de distintas fuentes. Ella tiene formación teatral, en narración y una gran carrera docente, y en mi caso vengo de lo musical pero también he explorado lo literario y tengo carrera docente. Nos hemos nutrido en algo que tiene un factor común: la capacidad de expresión y de comunicarnos, para lo cual elegimos el arte. El taller abre la posibilidad de brindar herramientas para la expresión de la oralidad –en su más amplia expresión– a personas que no sólo lo aplicarán en lo artístico, sino en cualquier entorno que resulte necesaria.
—¿Está destinado a detectar esos recursos?
—Vamos a dar esos recursos y técnicas –con el uso de la voz y la oralidad, lo corporal, lo literario y el juego– para que la persona lo utilice en su entorno de grupo, docente, de trabajo en una vecinal, en un coro, etc. Es de seis horas y luego habrá una segunda instancia para quienes lo quieran aplicar a lo artístico.
—¿Cómo definís tu actual etapa?
—Mi concepto de arte está ampliado, ya que habilité la escritura y el dibujo –que surgió con más fuerza en un momento en que no podía expresarme bien con la música–, así que estoy uniendo partes. Lo que profesionalicé fue la música pero no quita que las otras sean igual de importantes como expresión. No es mi único amor, entonces la relación es más libre y disfrutable. Me permito no cuestionar tanto lo que tengo para dar, y sacarlo afuera. Solamente estoy en proyectos que me gusten, sin anteponer lo económico.
—¿Cuáles?
—Los cuentos y la música en escena –con Eli Rossa–, estamos grabando el disco Viento solar –con Leo González y otros músicos amigos– y tengo un dúo de tangos con una amiga, Silvina Badano, en el cual toco la flauta. También me divierte mucho dibujar y allí canalizo la obsesión.
—¿Tenés alguna página en Internet?
—gonzalezpetrich.com.ar/marta, y también hay algunas cosas en Youtube.