Konher: "La Moringa es un hecho cultural y político muy potente"

Diálogo Abierto. Es técnico radiólogo pero las jerarquías del ambiente médico –que califica de "mierda"– le facilitaron el alejamiento de una profesión que ejerció, dejando paso a la música y las tablas, con una convicción que no sabe de pesimismo
10 de julio 2016 · 08:52hs
Integra desde sus inicios Teatro del Bardo, grupo que en la capital provincial desarrolla y administra desde diciembre pasado la actividad artística y de formación de la carpa de circo y teatro La Moringa, una nueva experiencia que se suma a la rica trayectoria y oferta de la mencionada compañía. El actor Juan Konher repasa historias inspiradoras y desmenuza algunas claves del oficio.

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—¿Dónde naciste?
—En Villaguay, el 13 de marzo de 1979.
—¿En la ciudad?
—Sí, en el Sanatorio Americano.
—¿Viviste allí durante la infancia?
—Sí, en calle Pedro Goyena, una callecita lindante con el final del asfalto y eso para mí era como una frontera entre la barriada y el centro. Era hermoso; todavía conservo amigos y hace poco murió mi abuela paterna –que era con quien mantenía el lazo– aunque hay tíos y primos que visitamos eventualmente. Había un monte de eucaliptos a dos o tres cuadras, donde hacíamos de las nuestras, un fueguito y mate cocido. Cuando llovía, el arroyo que pasaba por la esquina de casa se inundaba y con Federico –un amigo con quien nos seguimos viendo– pescábamos con una especie de red que hecha con bolsas de cebolla. Mi vieja –que era docente rural– contaba de haberme encontrado dormido –cuando venía de laburar– con mojarrines en la cabeza. Mi segunda infancia fue acá, en barrio El Sol, porque a los 8 años vine cuando lo trasladaron a mi viejo.
—¿Otros juegos?
—Al deporte siempre le fui haciendo de a puchitos, me interesaron las artes marciales, lo que más hice fue taekwondo –dos o tres años– y cuando vine a Paraná estaba en boga el boxeo tailandés y el full contact. Fui poco disciplinado e inconstante. Un tiempo estuve en los (Boys) Scouts –en la Escuela San Juan Bautista.
—¿Qué otras características presentaba tu barrio?
—Mi calle era la última asfaltada, estábamos a seis o siete cuadras de la plaza y eran casitas bajas, ya que no existían edificios o barrios de condominio –salvo uno.
—¿Qué puntos de referencia o lugares de atracción tenía la ciudad?
—La calle ancha, de la cual estábamos a cuatro cuadras, a dos cuadras y media de la panadería de Caire –frente a lo Redin, el carnicero–, y a una cuadra del almacén de Zapata –donde comprábamos caramelos que se envolvían en un paquete que parecía una empanada.
—¿Travesuras?
—Mi vieja no estaba. El fondo de mi casa estaba dividido por un alambrado, allí se estacionaban camiones y sobre la medianera se hacía una especie de bosquecito, donde nos cruzábamos con los gurises y prendíamos fuego para hacer mate cocido. Una siesta, el fuego comenzó a irse a la mierda, se nos quemó la choza y al lado estaban los camiones. ¡Fue un quilombo! Vinieron los bomberos, mi abuela desde la otra cuadra... Acá, en el bajo de barrio El Sol era un tartagal impresionante y ahí también hacíamos fuego. Experimentábamos haciendo cosas y construcciones, en las cuales trabajábamos varios meses. Lo que más disfrutábamos era hacerlas.
—¿Qué actividad laboral desarrollaba tu papá?
—Era bancario en el Banco de Entre Ríos.
—¿De qué origen es el apellido?
—Nunca averigüé bien. Mi viejo dice que es belga; su papá nació en Londres mientras que mi bisabuelo nació en Bélgica –una familia de diplomáticos y banqueros, con muy buen pasar económico. Durante la Primera Guerra, mi abuelo con su hermano mayor se vinieron, recorrieron Argentina y decidieron comprar campos en Villaguay. Hice un espectáculo con su vida. Una vez, mi abuelo estuvo en Paraná, fue a la casa de unos franceses –de apellido Dutranois–, una niña de cuatro años –hija adoptiva, mi abuela– le abrió la puerta, mi abuelo vuelve a Villaguay, tiene un primer hijo "natural", viene nuevamente a Paraná, la ve a mi abuela ya crecida, mi abuelo vuelve a Europa –ya enamorado de mi abuela– porque uno de sus padres estaba enfermo, vuelve a Argentina y se casa con mi abuela. Pero estaba en una situación de locura, se había vuelto alcohólico y estuvo varias veces internado en un psiquiátrico. A los 14 años encontré en la mesa de luz de mi viejo un diario que había escrito mi abuelo y recién me enteré que se había suicidado. Ahí se comenzó a sincerar un poco la historia.
—¿Tu papá no te había contado nada sobre su padre?
—Me habían dicho que tenían una granja modelo, que administraban campos y eran terratenientes. El viejo murió, mi abuela quedó sola con dos pibes y todo comenzó a hacer agua. Cuando nací, ya se la habían gastado a toda (risas). No me dijeron que el abuelo se mató y era una olla que había que destapar. Ni mi viejo ni mi abuela nunca me hablaron mal de él. Mi viejo siempre lo recordaba como un hombre cariñoso, recto y que le fabricaba juguetes. Para mí, el viejo se había pirado totalmente. La primera vez que vino a Argentina se quedó con ganas de ir a la guerra y también de una mina –que era actriz–, de la cual estaba enamorado y que a sus padres no le caía en gracia. Ese espectáculo que hice sobre mi abuelo vino a sanar algunas cosas en mí y en mi familia; viajé con mi viejo a la estancia donde había vivido mi abuelo y donde se mató, y ahí me di cuenta que tanto mi abuela como mi viejo habían construido su propia historia para sobrevivir.
—¿No lo conociste?
—No, porque mi viejo tenía 11 años cuando se suicidó, y mi tío –el hermano– cuatro años.
—¿Qué idea te hacías de Paraná desde Villaguay?
—Era muy pendejo, veníamos de vacaciones al río y a la Toma. Con mi viejo siempre cultivamos una relación bastante estrecha con la vida al aire libre y lo recuerdo con mucho cariño. Tenía una banda de amigos del secundario que se juntaban para semana santa e iban de pesca –en carpa– y yo iba con él. Me encantaba pescar y contemplar el río.
—¿Sufriste el desarraigo?
—Bastante. Con el tiempo me di cuenta que perdí memoria de estas cosas que cuento ahora o recuerdo cuando me encuentro con mi amigo Federico. Su padre juntaba botellas de ginebra, las acopiaba en un techo para hacer una casa y nosotros se las vendimos por vidrio a un chatarrero. ¡Nos quiso matar el viejo!
—¿Cuál fue el primer gran descubrimiento en Paraná?
—Ir al centro, porque en Villaguay íbamos cuando había una romería –una o dos veces al año– o a tomar un helado en un cumpleaños. Siempre viví en barrio El Sol y después dos años en Ramírez.
—¿Por qué en Ramírez?
—Fui a estudiar; soy técnico radiólogo, pero nunca ejercí.
—¿Cómo era por entonces barrio El Sol?
—Hermoso y además tenía las piletas. Hice amigos enseguida.

El juego de la música
—¿Eras buen lector?
—Había un acompañamiento en la tarea escolar por parte de mi vieja. El viernes llegaba del campo, agarraba los libros y pasaba revista. No era muy lector y mis lecturas eran sobre aventuras, en revistas. Los libros que recuerdo son los de Elige tu propia aventura –aunque jamás me tocó llegar a buen puerto. Leía la revista Lúpin, que compraba mi amigo Martín Álvarez –el guitarrista de 12 monos, con quien tuve mi primera experiencia musical en Hot Dog. La revista traía para armar cosas de electrónica y aeromodelismo, así que pasábamos de la lectura a la acción. Intentamos hacer un amplificador y teníamos el sueño de ser DJ. Él tocaba, yo cantaba y así comenzó el affaire con lo artístico y lo musical.
—¿Estaba presente la música en tu casa?
—Mucho, se escuchaba todo el tiempo. En mi familia materna las reuniones eran muy festivas, en Navidad y Año Nuevo el abuelo sacaba el combinado a la calle y chengue, chengue con El cuarteto imperial y Los palmeras. Los domingos, mi viejo y mi vieja hacían limpieza general de la casa y a las ocho de la mañana comenzaba a sonar Ricardo Montaner.
—¿Era una vocación incipiente?
—No, puro juego. Me encantaba el "cachondeo" con la popularidad y el...
—Histrionismo.
—¡Claro! Contar una historia, relatar –como lo hacía mi abuela– y que a quien te escucha le llame la atención.
—¿Qué materias te gustaban de la secundaria?
—Vagancia; sufrí horrores. Comencé por lo técnico porque me gustaba lo práctico y hacer cosas, fui dos años a la ENET pero me quedaba lejos, se puso pesada la mano y solo daba para ir una vez en cole y otra en bici. No podía relegar la vida del barrio y los amigos, así que me cambié de escuela y terminé en la Normal. En la secundaria no pude hacer esa empatía amistosa que veo que otra gente tiene –aunque no me preocupaba. Tampoco viajé a Bariloche porque no me copaba. Lo que más me copaba eran los compañeros de la banda de música y tocar, ya que entre los 11 y los 16 años viajamos por la provincia.
—O sea que había una organización más o menos estable.
—Sí, por nuestros padres, que nos acompañaban en nuestro deseo de tocar. Ellos tenían algunos contactos y nos generaban un pequeño circuito de laburo. No lucrábamos con eso pero conseguimos equiparnos en cuanto a sonido, para, por ejemplo, tocar en un boliche. Por ejemplo, hacíamos una gira durante un fin de semana por Villaguay, Concordia y Gualeguaychú, para lo cual conseguíamos un colectivo en el cual iban siete u ocho personas. Y éramos gurises, porque las guitarras eran más grandes que nosotros.
—¿El grupo original fue Hot Dog?
—Sí, después cambiaron algunos integrantes, fuimos, volvimos, y cuando terminaba el secundario yo era el más chico. Los gurises comenzaron a hacer una banda tributo –los Quarry Boys– a The Beatles, en la cual no estaba porque cantar en inglés no me gustaba y además no era tan beatlemaníaco. Mi escuela rockera era la de mi viejo, la del rock nacional.
—¿Todo intuitivo o hubo algo de formación musical?
—Después de los primeros años, cada uno comenzó a formarse particularmente, aunque lo mío, para cantar, siempre fui intuitivo, y en cuanto a la técnica vocal fueron unos meses con Silvia Mazinini. Era muy pendejo y creo que no debe haber sabido qué hacer conmigo, porque yo tenía 12 o 13 años. Fue formación en cuanto a respiración y para no romperme en ese sentido. Después, fue todo a los ponchazos.
—¿Siempre transitaron por el mismo género musical?
—En principio fue una banda que hacíamos covers de rock nacional, después comenzamos a producir algunas canciones propias y en un momento apareció un productor cordobés que se interesó y nos llevó a grabar un disco en Estudios Pira, en el cual él proponía algunas canciones (risas). Pero el disco nunca se editó, aunque el material existe.
—¿Tampoco en esa oportunidad imaginaban un futuro profesional?
—Sabía que iba por lo artístico, porque la movida me gustaba, sabía que me iba a dedicar pero no era posible pensar la sobrevivencia desde ese lugar, hacia el seno familiar –que es una presión para cualquiera– pero también hacia afuera, porque no había circuitos de laburo, y menos en Paraná. La otra era jugarse e irse a Buenos Aires, o esperar que te tocara una varita mágica. Pero lo que me seducía era cierta militancia evolutiva. Lo que sí pegó fue lo de los gurises con el tributo a The Beatles porque siguieron con ese proyecto, cuando yo ya había comenzado a hacer teatro y me gustaba. Con el tiempo comencé a pensar que lo que me atrae es ir apropiándome de una cantidad de herramientas para decir algo; lo artístico tiene que ver con una necesidad de comunicar para lo cual puedo echar mano a distintos recursos. La música –lo sonoro, en un sentido amplio– en Teatro del Bardo siempre es un universo muy importante, al igual que el cuerpo, el movimiento, la danza y el baile.

Radiólogo actuando
—¿Lo de la carrera de Radiología se emparentaba con la afición por el funcionamiento de las cosas y lo técnico?
—Con la Medicina y la vida al aire libre, saber cómo funciona el ser humano, lo fisiológico y los mecanismos. Me gustaba desarmar cosas y ver cómo funcionaban. La carrera la hice en paralelo con el teatro, ya que había comenzado a trabajar con el grupo De la calle –de Gerardo y Laura Dayub, el finado Lulo Aguilar, Augusto Carballal, Patricia González y Verónica Nardín. Hicimos Caricias –que fue un espectáculo bastante mítico y estuvo mucho tiempo en temporada. Necesitaban como personajes a un niño y un adolescente, y Augusto –con quien hacía un taller– me invitó. La carrera también me gustaba, porque durante ese tiempo fue mi primer noviazgo serio y había un universo de relaciones fue placenteras.
—¿Fue el descubrimiento del teatro?
—No, cuando tenía 16 años hice un taller opcional y lo tuve de profesor a Puchi Vera, me enganché en la Escuela de Música y Guillermo Meresman me invitó a hacer una murguita para un espectáculo. En la Escuela de Música cursaba mucha gente como Augusto Carballal, Mingo Ducce, Laura Sosa, Paula Bainella, Martín Álvarez...
—¿Cuál fue el primer impacto interno de lo teatral?
—Caricias, porque me convocaron para hacer un espectáculo que socialmente era revulsivo. Fue un metejón bárbaro. Era una estructura bellísima de doce escenas encadenadas de dos personajes cada una, con sufrimientos y miserias humanas muy profundas. Tuve que hacer un personaje que era gay, quien se besaba y tenía una escena de sexo oral con otro tipo (risas), y un pibe que era adicto, quien compartía el baño con el padre, y se agarraba a trompadas con un linyera, en la calle. Me di cuenta de las cosas que podía decir y además era como el niño mimado de un grupo de gente que ya venía en la rosca, trabajando muy fuerte desde el grupo La Ventana. Me cuidaron mucho y por eso les agradezco y los quiero.
—¿Trabajaste como radiólogo?
—Nada. Cuando hacía las prácticas me daba cuenta que era una mierda y que nunca haría eso, ni toleraría lo del escalafón médico. Hay algo... tengo un amigo médico que me entusiasmó bastante, pasé al quirófano, me atrae, me gusta leer cosas científicas pero... cuando observé cómo era el funcionamiento interno, las clínicas, los hospitales... Siempre hay alguien abajo o arriba de alguien. Supe que no me lo podría bancar.

El Bardo o saber vivir del teatro
—¿Qué te confirmó en el camino de actuar?
—El encuentro con Teatro del Bardo fue fundante porque hay una manera de comprender el oficio y un mecanismo de laburo que me hizo pensar que podía vivir de esto. Se fundó en 1999 y en 2001 estábamos trabajando en el laboratorio El puro errar –en La Hendija. Igualmente la relación con el equipo de Educación por el arte –uno de los proyectos del grupo– y el trabajo en las escuelas, porque me di cuenta que había un público que no sólo era el que esperás que vaya a la sala a verte. También aparece una idea de grupo y de pertenencia, distinta a la que tenía en cuanto a que lo que nos junta son los proyectos en común. Otra cuestión importante fue la aparición del Instituto Nacional del Teatro, ya que soy hijo de esa era, en cuanto a que hay una Ley Nacional de Teatro y se le puede pedir al Estado apoyo para producir espectáculos y bancar festivales –como el de Otoño, que hicimos diez ediciones. Esto aliviana el camino.
—¿Momentos fundamentales en cuanto a la formación?
—Un viaje que hicimos integrantes de Teatro del Bardo a Humahuaca para mí fue transformador, y el primero que hicimos junto con mi actual pareja, y otra pareja. Con ellos hicimos un espectáculo para irnos de vacaciones a La Paloma y pasamos once días viviendo de lo que nuestro trabajo generaba en la calle. El espectáculo se llamaba Dame un barco –a partir de un cuento que escribió Saramago por encargo. Durante ese viaje, Gustavo (Bendersky) y Valeria (Folini) nos avisaron que se iban a Humahuaca, así que nos fuimos desde el mar a la quebrada, donde se hacía el Encuentro del séptimo y llegaba gente que para mí hoy son referentes. El trabajo en la calle –y ver qué funcionaba en cuanto al oficio– y el encuentro con muchos teatristas te hace crecer muchísimo. Hacer el unipersonal Fedra también fue una gran escuela, porque tiene que ver con mi particularidad de estar en escena. Me di cuenta que la gente puede cantar, soy interlocutor de una historia pero a la vez estamos en una fiesta y nos relacionamos, poder decir algo terrible pero a la vez contener al espectador.
—¿Qué recursos descubriste o comprobaste que te resultaban eficaces durante esos comienzos?
—Lo musical: podía tocar la guitarra y el espectáculo podía tener canciones y cantar, lo cual logramos con el espectáculo que hacíamos en la calle. En una sala, esperamos que la gente ingrese, pero en la calle había que salir a buscarla, yo con la guitarra y Nacho (Koornstra) tocaba un poco la armónica. Inventamos algo que luego existió en Tocomochos –que fue el Humoristic Blues.

Una "ciencia" del teatro
—¿Cuándo entendiste la esencia de la Antropología teatral?
—No sé si todavía la entiendo o que pueda desanudar totalmente ese paradigma. Lo que entendí y entiendo cada vez que escucho a Eugenio (Barba, creador de esa corriente) es que no es una forma de hacer teatro, sino una forma que él encontró y le sirve para su teatro. Y que yo la puedo utilizar para hacer mí teatro. Es una corriente de estudio de las formas de representación de diferentes tradiciones, que pone al servicio de su teatro. Hay una nube gigante sobre "el teatro antropológico", que no existe, sino que la Antropología teatral es una "ciencia" inventada por este genio, la cual estudia los principios que rigen o se reiteran en esas formas de representación. Entonces dice que todas las formas de representación codificadas como el ballet, el kathakali (estilo de danza teatro de la India) y el Nō (drama musical japonés) trabajan sobre el equilibrio y el peso, y todo el tiempo están desequilibrando. Comprender eso me iluminó en cuanto a que no existe el teatro antropológico sino la Antropología teatral –una forma de estudiar esos principios, que puedo utilizar para hacer el teatro que quiero o puedo hacer.
—¿Cómo llegaste a estas conclusiones?
—Primero lo entendí en el cuerpo. Antes de comenzar a pensar o leer algunas cuestiones vinculadas con la Antropología teatral, no sé si la pasaba tan bien en escena. Te puede dar cagazo entrar a escena pero si no podés disfrutar y transitar el hecho teatral, hay otra cosa y te faltan algunas herramientas. Me di cuenta que si construía una estructura lo suficientemente sólida como para poder sacarme de encima todo ese pensamiento parásito acerca de qué tengo que hacer y mi cuerpo va... libero, tengo espacio físico en la cabeza para estar presente. Eso fue fundante. Entonces hacía determinado recorrido y mi cuerpo iba solo –como andar en bicicleta–, con lo cual ganás un espacio en la cabeza y en el cuerpo para estar dispuesto a la función y al espectador.
—¿Una obra en que lo experimentaste plenamente por primera vez?
—En las primeras funciones de Dame un barco, porque seguimos a rajatabla la idea de construir partituras físicas y éramos unas maquinitas. Después que el mecanismo funcionó, comenzamos a romperlo. Tal vez no me di cuenta pero comencé a sentir otra satisfacción del estar en escena. Antes de tener esas lecturas y talleres, terminaba una función, me preguntaban cómo me fue y no sabía. Al construir un andamiaje me daba cuenta que me pasaba tal o cual cosa, posibilitando la reflexión, aunque siempre va la acción y después la reflexión.

Los lazos de un grupo
—¿Un fracaso o angustia grande?
—No, no sé... No me arrepiento de nada; algunas cosas las escondo un poquito en el currículum (risas). Nunca me pasó de decir que dejaba todo sino que cierta convicción por el oficio me llevó a sostener que cualquier camino es bueno si se lleva hasta el final. Puede ser una cagada, pero vamos adelante, ya que equivocarse es parte del proceso. Soy un tipo optimista, a veces demasiado, incluso cuando todo se viene abajo –y mucha gente me lo dice. Si estás mal o incómodo, o sentís que vas a fracasar, no hay que estar y eso lo aprendí con el trabajo en grupo. No hay que compartir todo ni estar de acuerdo con todo.
—¿A qué atribuís que Teatro del Bardo perdure tanto tiempo como grupo, más allá de idas y venidas y desprendimientos?
—El grupo no es un solo proyecto sino que está la carpa, el equipo de educación por el arte, Otoño rojo –el festival de arte y escuela–, el Festival de Otoño –que se hizo durante diez años–, la construcción de circuitos alternativos de trabajo como Arte de contrabando o Teatro de colección, el Jolgorio del ojo –un festival de cine en La Hendija–, la construcción de los espectáculos y la investigación. Cada uno puede sumarse y decidir sin culpa dónde quiere estar más y dónde menos. Eso –con el correr del tiempo– ha cambiado, algunos permanecemos, otros están en todos los ámbitos y otros no, y eso es lo que hace sobrevivir al grupo. Es una instancia de construcción de relaciones humanas –tanto hacia adentro como hacia afuera del grupo– con otros –incluido el espectador– y ahí está lo fundante. Cuando todo se pone negro, lo que me mantiene a flote es eso, más allá de que adoro el oficio y lo haría toda la vida.

Artefactos, pareja y carpa
—¿Qué otro rol de atrae?
—Siempre he estado más relacionado con lo técnico, hacer luces, pensar el sonido, observar cómo suenan los instrumentos, construir escenografías, efectos y algunas maquinarias, y hace un par de años comencé tímidamente a dirigir, primero un unipersonal de Diego Persic –de la compañía La Hormiga–, "Testigo, una de terror rural" –en la cual actúa Antonio López– y ahora tengo ganas de dirigir hacia adentro del grupo, tratando de aproximarnos al universo infantil –que es algo pendiente y los intentos no han avanzado.
—¿Cómo se sobrelleva lo de ser pareja de una colega del mismo grupo?
—(Risas) Bien... qué se yo; tiene sus bemoles, como todo. Compartimos mucho tiempo, somos muy compañeros, afectuosos y viscerales –los dos– y nos vomitamos las cosas –a veces con más virulencia que en otras, como cualquier pareja. Hay algo que genera una satisfacción particular y es la mirada de tu pareja sobre tu trabajo.
—¿Cómo juega la competencia?
—No, tal vez para afuera lo hacemos... Ahora estamos trabajando juntos y Gabi (Trevisani) dirige por primera vez un espectáculo en el cual actúo, entonces estoy muy atento a cómo dirige y ella hacia mí para ver cómo actúo. Nos conocemos todos los vicios y muletillas. Siento que es un trampolín muy fuerte para trabajar sobre uno mismo, porque antes de ponerme virulento o levantar la voz, muchas veces pienso qué no estoy entendiendo o qué me molesta. Muchas cosas que Gabi me dice, me mueven la estantería y el oficio del actor también es mucho trabajar sobre lo personal y qué soy.
—¿Qué significa haber enfocado tanta energía de trabajo en torno a La Moringa?
—Es un hecho cultural y político muy potente de la Asociación Civil Teatro del Bardo con la ciudad donde elegimos vivir, porque también hemos sido muy nómades. Conseguimos tener este lugar y eso es un hito hacia adentro y para la ciudad –porque hacía mucho tiempo que no existía un espacio de estas características. Me genera cierta responsabilidad con el medio. Cuando la carpa se cayó, la gente salió corriendo y nos preguntaba qué podemos hacer. Estábamos devastados, juntando los palos, sacando agua y la gente estaba ahí. Durante el verano pasaron 400 personas promedio por noche y más de 500 artistas –los cuales se solidarizaron cuando se cayó la carpa. Ahora hay gente que se está ocupando de lo social para vincular la carpa con la barriada, pero recién son seis meses de actividad.
—¿Y en cuanto a lo específico de ensayar y actuar en una carpa?
—Lo primero es que trabajás para 300 personas en un lugar, mientas que las salas independientes de la ciudad no superan las 120 butacas. Tiene otro calor. Además, ahora que está la cantina, se genera otra relación de la gente con el espectáculo y en esa dirección nos falta trabajar. Hemos conseguido un grupo grande de trabajo pero tenemos que mezclarnos más en lo creativo, para producir espectáculos específicos para este espacio. Durante las vacaciones –en trasnoche– haremos una especie de Cabaret de La Moringa –como para levantar un poco el tono de la cosa–, haciendo nuestros números como si fuéramos una pequeña familia de circo.
—¿De qué va El cruce, que se estrenó el viernes?
—Es un poco la continuidad de Testigo, una de terror rural –con el mismo equipo. Encontramos un cuento de cuatro hermanos y tomamos la literatura de Sebastián Borkoski como pretexto para construir lo teatral. Lo adaptamos a tres hermanos huérfanos, uno de los cuales se manda un moco con quien tiene el poder en un pueblo de Misiones. Queman el rancho porque los buscan y escapan con unas pocas cosas por el monte. Es una épica, porque van a cruzar la frontera –y allí se cruza con otros relatos. La estructura está inspirada en la de La caja china –de Las mil y una noches–, ya que durante la huida van saliendo otras historias.
—¿Tenés algún texto o dramaturgo que resulte un desafío particular?
—No, porque me voy encontrando con ideas y situaciones de la realidad que me movilizan, hago un collage y con eso construyo mi teatro.
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