Mi amigo del alma se llamaba Gody.
Gody
Si mal no recuerdo este apodo le fue impuesto por su hermana, pocos años mayor que él, con quien permanentemente libraba épicas batallas fraternales que tan solo eran pretexto para demostrar el cariño que se profesaban.
Nos unió la Universidad Popular de Paraná, en la calle Corrientes, allá por los años 50, en un curso de Inglés que ambos iniciamos, bajo la estricta pero afable supervisión de Mrs. Bigg.
Adolescentes emprendimos el camino de la amistad con la fuerza propia de esos años, la cual se mantuvo hasta su adiós prematuro en la década del 2000.
Entramos juntos en la vida. Disfrutamos de ella con las sanas costumbres y enfoques de esos tiempos, sin maldades ni rencores. Fuimos habitués de aquellos “asaltos”, como les decíamos a las reuniones bailables que se organizaban en casas de familia, en los cuales era él quien siempre lograba el mejor vínculo con las damitas que a esas reuniones concurrían.
De carácter extrovertido, sonrisa plena, tenía una estampa de muchacho “pintón”, resaltada por sus modales emergentes de la buena educación que sus padres le habían inculcado y que supo asimilar. Siempre ocurrente, con la simpatía natural de quien es bueno, estaba presto a la broma sana y al apoyo incondicional que nunca negó.
Transitamos juntos el noviazgo juvenil. Fue él quien me presentó a la que sería mi novia en aquellos años. Ella era hermana de su novia, la que después se convertiría en su esposa y quien se le adelantara en el tiempo para pedirle a Dios que los mantuviera juntos.
Las tardecitas de billar, en el viejo bar Japón, eran frecuentes, y aprendíamos de maestros en el juego, mientras compartíamos una Bidú, las sutilezas del correcto golpe a las bolas para lograr el efecto deseado. Muy religioso en aquellas épocas, no se reía ni bromeaba en Semana Santa pues decía no correspondía estar alegre en días tan tristes.
Los años pasaron. Juntos también cumplimos con el servicio militar en el mismo lugar, oficinas del Distrito Militar 32. Allí comenzamos a tener otras responsabilidades y conocimos el temor cuando el enfrentamiento entre Azules y Colorados nos determinó actuar en circunstancias especiales de seguridad de objetivos claves. Pero también esa etapa nos permitió conocer nuevos amigos que hoy aún se conservan y otros de los cuales tan solo queda el recuerdo de las horas vividas en vigilia.
Gody guitarrista, yo bombisto, y un tercer integrante, el “Pipi” Cuestas, también con la guitarra, habíamos formado un trío de folclore con el cual participábamos en las diferentes peñas que florecían en ese período de descubrimiento y auge de la música de nuestra tierra y con el que, osadía juvenil por medio, llegamos a pisar las tablas de nuestro querido “ 3 de Febrero”. Infinitos proyectos e ideas, hoy entendidos descabellados, nos ocupaban los días y preocupaban a nuestros padres, quienes sabiamente administraban y regulaban nuestros impulsos.
Después, finalizados los estudios secundarios, más calmos y equilibrados en el pensar y actuar, nos llegó el momento de volar solos. Gody encontró en Córdoba el lugar para concretar sus horizontes de Bioquímico y yo hallé en Rosario, no solo el lugar para formalizar mi carrera, sino también a quien es hoy mi esposa y compañera. Este período motivó el alejamiento físico entre ambos, pese a lo cual continuamos, pero más esporádicamente, nuestros contactos.
Gody se casó con Suzy y fijó su lugar de vida y trabajo en la ciudad de Ramírez; yo hice lo propio con Lidia y nos radicamos en Paraná. Más cerca ahora, retomamos en algo las relaciones, y en una visita que hicimos a Ramírez, fue él quien en su rol profesional detectó que en nueve meses llegaría Diego, nuestro primer hijo.
Como antes comentara, Suzy, su esposa se le adelantó en el Viaje Final. Él quedó solo, con sus recuerdos y su vida, y no acostumbrado a estarlo, sacó también anticipado su boleto para ese viaje que todos haremos alguna vez.
Lloviznaba, era un día neblinoso y triste. En la puerta del cementerio esperé que arribara desde Ramírez. Más atrás, las viejas araucarias mecían sus ramas llamándolo. Entre otros amigos y familiares lo acompañé, presionando fuerte esa manija de bronce que me permitía tener un último contacto con él.
Quedó reposando en el lugar que, cuando adolescentes, recorrimos muchas veces con curiosidad irrespetuosa, intentando develar los misterios de ese destino final de la vida que nosotros comenzábamos a descubrir.
Lo recuerdo permanentemente. Tal vez los años que van llegando producen ese efecto porque se ha vivido mucho y todo lo hecho y sentido ya no cabe en nuestra mente y se desborda en sensaciones que nos envuelven.
Mi amigo del alma se llamaba Francisco Alberto Dalotto.
Te debía estas líneas, Gody.