"Con la sojización se ganó mucha plata y le hizo daño a la gente"

Relatos de un exproductor que ya dejó la etapa "del tener" por la "del ser", en la cual profundiza a través de la escritura.
15 de noviembre 2019 · 17:56hs

Aldo Herrera trabajó, mucho y duro, y desde temprano, al punto que el precio de los “privilegios” de ser el hermano mayor le costaron cursar solo dos grados de la escuela Primaria. En ese transcurrir observó y escuchó a quienes más sabían, pero también a los otros, en algunos casos sobre realidades de antaño que ya no existen, y también registró en su memoria las propias, ahora con formato de libros. Uno de ellos, Vivencias de un hombre mediocre, con prólogo de Adolfo Golz, se presentará el jueves 28, a las 20, en la Asociación Tradicionalista de la Bajada, de la capital provincial.

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A caballo, por la Plaza de Mayo

—¿Dónde nació?

—En Distrito Quebracho, el 1º de junio de 1936, a 40 kilómetros de Paraná, 20 de Viale y cuatro hacia el Norte de la ruta.

—¿Cómo era ese lugar en su infancia?

—Totalmente rural y sin pavimento; a Paraná se venía en colectivo, pero en mi caso, cuando tenía 13 años, traíamos tropa, arriando, lo cual describo en mi libro Arar con caballos. En un día llegábamos a la Sociedad Rural, hacíamos noche, y al otro día seguíamos por calle Hernandarias hasta el matadero, en La Floresta. Entregábamos la tropa y al otro día salíamos a caballo por el cementerio, hasta calle España y pasábamos por la Plaza 1º de Mayo (risas). Lástima no haber tomado una foto de esa época.

—¿A qué distancia estaban sus vecinos más próximos?

—Hacia el Sur, a unos mil metros, los Gross, que eran catorce; un poco más allá, los de Federico Beber, dieciséis; nosotros, once; hacia el Norte, los Rodríguez, catorce, y los Mendoza también.

—¿Un lugar de referencia al cual solían ir?

—Tres almacenes: el más importante era de don Abraham Dayub, y otro de un tío mío, de apellido Ballhorst.

—¿Personajes?

—Los sacadores de maíz, oficio que desapareció, muchos de los cuales vivían en una aldea dispersa sobre la ruta vieja hacia el Norte, hasta el arroyo Quebracho. De esa gente, muy trabajadora, honesta y pobre, aunque nunca pasaron hambre, no queda nadie, por la mecanización rural. Tenían sus gallinas y pescaban en el arroyo. Don Amado Albornoz, El Sapo, era un verdadero filósofo (ver recuadro).

—¿A qué jugaba?

—A la bolita, a la palma corrida y los fines de semana nos juntábamos con los vecinos. Me gustaba ir a la casa de los abuelos, a caballo. Otras salidas no había.

Los “privilegios” del mayor

—¿Leía?

—Sí, desde que fui a la escuela 66, donde había una biblioteca con la colección El tesoro de la juventud, que para esa época era como Internet. También, los libritos de Constancio Vigil, y siendo más grande, El Gráfico, Goles y El Principito, que me marcó por sus diálogos con el zorro. La señorita Doli Genolet y Eliseo Maín me motivaban, aunque sólo fui hasta segundo grado.

—¿Había libros en su casa?

—Sí, por mis hermanas mayores. Las familias Gordillo y Uzín Olleros nos llevaban revistas.

—¿Fue hasta segundo grado porque tuvo que trabajar?

—Mis hermanos fueron a la escuela y fui el único burro. El mayor, en las familias del campo, tenía privilegios, pero porque lo precisaban. No había tiempo para ir a la escuela. El más chico de los varones estudió y vive en Estados Unidos, y mi hermana menor es abogada.

—¿Cuándo vino por primera vez a Paraná?

—En colectivo, con mi papá. La parada era donde ahora está el shopping (calle Venezuela). Había comedores y a veces nos quedábamos por la noche. La primera vez me impresionaron las luces de los negocios.

El tractor y la educación

—¿En el campo se usaba farol?

—En esa época todavía no, sólo unas lamparitas a kerosene. Los faroles aparecieron en 1950.

—¿Hasta cuándo vivió allí?

—Sigo viviendo. Nací, me casé y seguí allí, por ser el hijo mayor; mis hermanos se fueron independizando, les compré sus partes y cuando mis hijos mayores terminaron la escuela en Quebracho, fueron a Viale, así que luego nos mudamos allí, y viajaba todos los días al campo. Cuando los más chicos terminaron la Secundaria, vinieron a Paraná para estudiar, resolvimos venirnos y yo seguir viajando al campo. Me creía el dueño de ese lugar donde siempre viví, antes para ganarme la vida y ahora para disfrutar de esa vida ganada. Me di cuenta que es al revés, soy yo quien pertenece a ese lugar.

—¿Los mayores cambios en la zona?

—La mecanización del trabajo, a partir de las décadas del 50 y 60. La gente que te mencioné vivía de la cosecha de maíz y la cosecha fina, acá y en Santa Fe. También cambió la educación en las escuelas rurales, ya que ahora hay nivel secundario y todos los chicos asisten. Cuando fui más grande tuvimos un camión Chevrolet 38, luego del tractor, y traíamos maíz a lo de don Vallana y a Bajada Grande, cuando antes lo hacíamos en carro, a Viale. El mayor impacto fue comprar el tractor, porque trabajábamos con caballos. Tuvimos que luchar, junto con otros dos hermanos, con el viejo para que lo comprara, porque se resistía. Fue muy positivo, ya que trajo el arado, la rastra y toda la maquinaria. Ahora hay ordeñadoras para 20 vacas simultáneas y es todo automático.

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El daño de la sojización

—¿Hubo otro proceso de migración similar?

—Luego fue gradual. Con la sojización, a partir de 2000, se ganó mucha plata en el campo, lo cual le hizo daño a la gente. Fue como haber ganado la lotería, porque no supieron manejar ese dinero.

—¿Cuál fue el problema?

—En lo económico fue fantástico, pero hizo y sigue dañando en cuanto a la rotación de los cultivos. Cuando la soja era una locura, cualquiera compraba campos.

—Y aparecieron los pool de siembra.

—Exactamente. Compraban el campo y luego lo arrendaban a quien le pagara más, con la condición de sembrar soja, lo cual es malo. Si se rota con el maíz o el trigo, o ganadería, es buenísima. Nunca hubo un plan en ese sentido y seguimos igual: se siembra lo que es más rentable. Esta es una zona ganadera, salvo Victoria, y puede ser ganadera-agrícola, pero nunca agrícola. La vamos a terminar y no por el glifosato.

—Por el monocultivo.

—Claro. Yo y mis hijos seguimos con la rotación. Nunca nos sojizamos ni nos enloquecimos, sino que es un cultivo más. Muchos rompieron la ganadería y de eso no se regresa. Debiera haber incentivos.

—¿Por qué tuvo esa conciencia cuando nadie discutía ese contexto dominante?

—Por visión de futuro y conservación de la tierra. Ahora el dueño de la tierra es el capitalista y lo arrienda al que paga más. Para hacer un plan ganadero tenés que tener la propiedad, y no hablo de grandes extensiones. Tenemos unas 200 hectáreas y otras 400 arrendadas, precisamente porque hacemos rotación. Si sos dueño de campo porque sí no más, sólo preguntás quién te paga más, sin importar lo que se hace, y la soja es lo que paga más. Los ecologistas despotrican contra el glifosato pero cuando cargan combustible tiene soja, sin fijarse que es un alimento proteico barato. Nadie protesta porque se la desvirtúe, cuando hay mucha gente que se muere de hambre y que podría tener proteína barata.

—El glifosato está prohibido en muchos países y la tendencia es creciente.

—Sí… hay que controlarlo y no quemarla como combustible.

—¿La época más complicada?

—No sé… todo era jodido… lo que más nos maltrató, cuando ya estaba yo solo, fue Cavallo desde 1998 a 2002, ya que por el tipo de cambio no se podía vender afuera. El que vivía de las importaciones estaba bien, pero los que dependíamos de las exportaciones sufríamos. Cambió violentamente cuando se rompió el 1 a 1 (Ley de Convertibilidad). El 3 a 1 fue como si a tu sueldo lo multiplicaran por tres. Paralelamente los precios agropecuarios internacionales se triplicaron, sin estar relacionado con eso. Los que producíamos pudimos invertir y se duplicó la producción.

Por una carta de homenaje

—¿Cuándo comenzó a escribir?

—Lo primero fue una carta homenaje en 2005 a una hermana, de 18 años, que murió en 1955, en un accidente, junto con una prima.

—¿Ahí descubrió la vocación?

—Sí, pero no tenía tiempo, por los hijos y el trabajo. Cuando el más chico terminó la Universidad dije “ya está”. Hay etapas para tener y otras para ser, aunque a veces se pueden hacer las dos. Me puse a escribir luego de que hice un contrato con mis dos hijos más chicos, que trabajan el campo y me pagan una renta mensual.

—¿Qué lo inspiraba?

—Un día le comentaba a uno de ellos cómo se ataba un arado con siete caballos, a los cuales hay que conocer bien porque son como los humanos. Me que dijo lo escribiera porque “sos el último que lo puede hacer”. Comencé y me acordé de otras cosas. Luego aprendí mucho en los talleres de literatura, pero no soy escritor, sino relator. Iba en la camioneta, me acordaba, llegaba, lo anotaba en la computadora y luego lo desarrollaba. Como he leído mucho tengo bastante noción de la escritura. También escribí sobre la propiedad de la tierra, lo cual a una chica de Viale, Soledad Beimbert, le sirvió para su tesis de Comunicación.

—¿Pensaba en editar?

—No, hasta que tuvo cierto volumen, tras varios años. El primer libro, que no se vende, fue Mi primera meta; de poesías y reflexiones muy buenas, pero yo no tengo la culpa porque es una recopilación de grandes autores. Esa chica me lo compaginó. El segundo libro, Arar con caballos, lo corrigió y compaginó Paola Calabretta.

—¿Con quién se formó en esos talleres?

—El que más recuerdo fue en Crespo, con la profesora Élida Sola. Aprendí mucho y me animé un poco más.

—¿Qué cuenta en Vivencias de un hombre mediocre?

—Es el relato reflexivo de mi vida; me costó que no apareciera como un ejemplo, porque soy un hombre común. Según José Ingenieros, los hombres mediocres somos la mayoría, y los notables son unos pocos. Algunos se creen notables pero no son tales (risas).

—¿Con cuál de los tres está más satisfecho?

—Con el último, porque se refiere a mí, al ser, ya que Arar con caballos se refiere a lo que hice por necesidad, para tener.

—¿Haría lo mismo si tuviera otra vida?

—Estoy conforme y no estoy arrepentido por no haber estudiado. Tuve la suerte de no creer que sabía, así que busqué lo quería saber, con gente que sabía. Me ayudó mucho la relación con el INTA, donde encontré gente sabia en lo humano, más allá de lo técnico.

—¿Dónde se pueden conseguir los libros?

—En la Editorial de Entre Ríos.

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Historias sueltas de Quebracho: don Amado y El Carancho (De Cuentos que no son Cuento, de Aldo Herrera)

El Sapo era uno de esos personajes del campo, humilde pero digno. Como tantos otros, nació pobre, pobre de cosas materiales, y vivió siempre así. Sin ambiciones, seguramente sin envidiar a nadie. Sin preocupaciones por el presente ni por el futuro. Él era parte del paisaje de ese Quebracho Abajo, según lo veía yo.

Su vivienda era un rancho de paja, muy fácil de hacer para alguien, criado en ese ambiente y en ese lugar.

Su principal ocupación eran las tareas agrícolas.

Para alumbrarse en las noches, el candil era su único y suficiente elemento, que él mismo alimentaba con grasa de algún sábalo gordo, mezclada con grasa vacuna dada “en rama” por el carnicero, y luego derretía en la olla negra de tres patas.

Él era así. No podrías decir que era feliz. Pero mucho menos que no lo era. Tenía sangre aborigen, ignoro de qué generación, pero supongo que ahí cerquita. Lo más común entonces era tener abuela aborigen y abuelo español. En sus rasgos fisonómicos estaba claramente marcada esa herencia, esa genética; en sus movimientos lentos y también, en su muy lenta forma de hablar, con muy pocas palabras y largos silencios. Un silencio que ahora uno se da cuenta de que en realidad, era meditación. Porque por ahí, a veces, decía algo muy profundo, que te sorprendía, que sorprendía porque uno no conocía eso de “pensar”. Sólo nos habían enseñado a hablar.

Era un verdadero filósofo. Filósofo natural. E inútil para los demás. Nadie lo valoraba, ni él pretendía que nadie lo valorara. Ni sabía tampoco, o no quería, o no le interesaba, lo que él podía enseñar a los otros.

A mí me criaron diciéndome que no había que perder tiempo como don Amado, que siempre se quedaba pensando antes de contestar algo.

¿Don Amado entendía que dejarlo pasar no era perderlo? ¿Que pensar no era perder el tiempo?

Otro de esos criollos, como el Sapo, era el Carancho, de El Tala. Vivía en la costa del arroyo de ese nombre, que desemboca en el Quebracho, a la altura de Paso de la Arena.

Su rancho estaba en una zona que con las crecientes grandes se inundaba. Si él lo hubiera hecho – o cambiado – unos metros más arriba, no pasaba nada, el agua ya no llegaba ahí. Pero parece ser que la gente que vive en los lugares que periódicamente se inundan, siempre vuelven. Y el Carancho no era la excepción. Él ya se había acostumbrado a que cuando el agua le empezaba a entrar al rancho, juntaba algunas cosas elementales –que no eran muchas, por supuesto – se subía y se hacía a caballo en el mojinete (para los que no están familiarizados con la terminología criolla, es la parte más alta de un rancho de dos aguas, es decir, un techo en V invertida) y esperaba, primero que suba y después que baje. Esto lo había hecho muchas veces desde que vivía ahí. Algunas gallinas, por instinto de conservación, se subían solas a algún árbol, dónde acostumbraban dormir, sólo un poco más alto. Y al perrito compañero lo subía con él.

Estos arroyos de esta zona de nuestra provincia crecen con lluvias grandes (entre cien y doscientos milímetros), sobre todo cuando se producen en pocas horas. Con una lluvia de esa magnitud, en un lapso de ocho a diez horas, están desbordando. El Carancho esto lo sabía de memoria. Pero esta creciente parecía no dejar de subir nunca. Un grupo de amigos de la zona, conociendo el arroyo y lo que siempre hacía, se juntaron cerca del rancho para ver de ayudarlo. Con tirarle un par de lazos añadidos, él se podía agarrar del extremo y lo sacaban. Así de simple. Pero él había pasado muchas, ¡cómo no iba pasar una más! ¡Pero ésta era grande de verdad! En un momento determinado, el rancho se empezó a mover y el agua a penetrar por el espacio que ese movimiento dejaba entre los horcones de ñandubay en el suelo, donde estaban clavados, y ante la vista y el estupor de todos sus amigos, el agua lo levantó y lo arrastró con Carancho y perrito arriba. En pocos segundos, desapareció todo bajo las aguas embravecidas.

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