En el barrio Mosconi, la unidad hace la fuerza de los Ibarra

Doble femicidio. Hace un año, el prefecto Orlando Ojeda mató a sus exparejas Romina Ibarra y Lidia Milessi. Los padres de la cabo de Policía de 37 años recuerdan aquella noche y cuentan cómo salen adelante con sus nietos
4 de noviembre 2017 · 22:28hs
Podría ser esta una crónica de lágrimas a mares, preguntas sin explicaciones, dormitorios oscuros e intactos hace un año, huérfanos sin rumbo, desconsuelo y ansias de venganza. Sin embargo, en la casa de los Ibarra se siente la energía de los que se unen en la adversidad, el apoyo mutuo para no caerse ante la pérdida irremediable, y el trabajo -lo que hicieron toda la vida- para reconstruirse y salir adelante. Saben que más temprano que tarde tendrán justicia.
Hoy el recuerdo volverá, como cada día pero con la amargura de los aniversarios: ya anocheció y Romina pasa por la casa de su padre Sebastián, junto a su hijo menor que esa tarde había jugado al hockey. Sigue hacia su casa, a la vuelta, en la cortada 538, y empieza a cocinar para ella y los dos chicos. Estaba por llegar su amiga con sus hijos y se iban a ir todos a pasear al Parque Nuevo. "Ella ese día había vuelto a las 6 de la mañana del trabajo (en la División 911 de la Policía), como le tocaba el franco, siempre organizaba algo con sus hijos. Si no, los nenes hubieran estado en casa", dijo Gabriela, pareja de Sebastián.
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"Yo estaba haciendo un asado", recuerda el padre. En ese momento llegó un sobrino a los gritos: "¡Tío, tío, la Romina!". Gabriela recuerda que pensó: "Se habrán peleado allá abajo, y ya se metió ella y le habrán pegado, y lo mandé a los empujones y salió en seguida mi hijo, que cuando escuchó Romina salió volando. Como no venían, me fui yo".


La esquina ya estaba llena de gente y a los chicos los habían llevado a la casa de un vecino. El padre y el hermano de Romina entraron, pese a que un policía les pedía que no lo hicieran.
Luego, reconstruyen lo que pasó los minutos previos: "Estaban con la puerta cerrada, pero como estaban esperando a la amiga, los chicos atendieron y el hombre abrió la puerta. Cuando ella lo vio que sacó el arma, ha corrido para el pasillo al dormitorio y antes de que fuera a la habitación le disparó, entró por la espalda y salió por el pecho, los nenes corrieron, la nena se metió debajo de la cama con el teléfono, al chiquito le disparó, pero cayó para adentro de la pieza y la bala pegó en otro lado", contó Gabriela.
Sebastián también relata: "Mi hija estaba cocinando, golpearon la puerta y la más grande abrió, cuando vio que era él, ahí mi hija disparó para la pieza y cayó en el antebaño, fue y la remató. Dos tiros le pegó, en la espalda y en la cabeza, la remató en el piso. Cuando yo fui ya estaba muerta".
Al llegar la amiga de Romina con sus hijos, ya estaba todo cercado. "Si ella hubiese llegado antes, que Dios no quiso, hubiera hecho un desastre".
En la vivienda de enfrente estaba Guillermo Suárez y todos creen que él salvó la vida a los hijos de Romina. "El chico estaba mirando un partido de fútbol -cuenta Gabriela-, y escuchó un disparo, salió pero no se dio cuenta que enfrente estaba la moto del tipo. Escucha el segundo disparo, se dio cuenta y se mandó, abrió la puerta a patadas porque la había cerrado del lado de adentro, lo sacó abrazado. Le disparó para sacárselo de encima, y tiró a los vecinos para que nadie se acercara. Si este chico no hubiera entrado, él mata a las criaturas también, yo creo que las mata. Pero acá no se escuchó ningún disparo. Cuando yo llegué ya estaban todos, estaban los dos hijos míos abrazados a ella".
A Orlando Ojeda, de 47 años, nunca lo nombran. Tal vez no se den cuenta o directamente no quieran hacerlo. Siembre es él, el hombre, el tipo. En el barrio Mosconi no vale la pena nombrar al femicida que dejó una marca imborrable. Ojeda era efectivo de la Prefectura Naval Argentina y hacía unos meses que se habían separado con Romina, luego de una relación de un par de años.
"Para acá no venía, yo no lo pasaba, y a mi hija le molestaba", recuerda Sebastián. "Él se creía que por el trabajo que tenía los otros son menos", agrega Gabriela. El padre cuenta también: "Mi hija dejaba los gurises, saludaba y se iba. Pero con él no. Una vuelta medio chupado andaba con un vago, un narco, quería hablar conmigo, quería entrar en amistad conmigo, pero así como estaba, no. Si yo iba a ver a mi hija, lo encontraba sentado en la mesa con las piernas cruzadas, se levantaba, lo saludaba, pero nada más".
Sebastián cree que sí, que Ojeda intentó alejar a Romina de la familia. "Ella ya no era como antes. Los gurises sí venían, comían con nosotros y después se iban. Si mi hija llegaba a las 10 de la noche, a las 9.30 los llevábamos. Capaz que él la amenazó, pero mi hija nunca habló. Después decía 'con él no pasa más nada, son cosas mías, soy grande'. Si no, uno hacía las cosas de otra manera, una denuncia".
Romina tenía 37 años, y sus hijos tienen 14 la mayor y 12 el menor. Viven con Jésica, su tía, hermana de su mamá. "Ella es el retrato de Romina, ahora quedó más arraigada a la hermana. Ese día en el velatorio quedaban todos 'así' porque la veían a ella", cuenta Gabriela. "Qué parecida que es", afirma Sebastián. Los dos cuentan con asistencia psicológica. "La tía los crió desde chiquitos. Ella es costurera y la llamaron para trabajar en el taller de la Policía haciendo los uniformes. Los vemos bien", destaca la mujer.
Gabriela recuerda también: Romina "estaba contenta porque mi nuera estaba esperando una nena y ella iba a ser la madrina. Se iba a llamar Morena Jaqueline y ahora se llama Morena Romina".
A mediados de la década del 80, Sebastián Ibarra vendió su casa en Buenos Aires y se vino a Paraná, con cuatro chicos. "El más grande tenía 9 años, Romina 7, Jésica 6 y la más chica 4. Me vine acá para estar mejor. Estuve en Humito, ahí me conocen un montón. Al principio era difícil pero cuando uno se hace conocer, le daba trabajo a todos, hasta ahora", dijo.
Ese ímpetu para arrancar desde cero a fuerza de trabajo, parece estar en la sangre de los Ibarra. "Romina por sus hijos hizo todo, esa casa la levantó ella a pulmón desde abajo, con mi hijo, desde limpiar el terreno hasta todo lo que tiene", cuenta Gabriela con orgullo.
Cuando están sentados en la mesita y bancos de hormigón debajo del alero en el frente de la casa, nadie de los que pasa por la calle deja de saludar o tirar un comentario aunque sea del clima. "Esperemos que mañana no llueva que hay que trabajar", le responde Sebastián a uno. Al rato pasan familiares, entran a saludar y a tomar unos mates. Sostenerse entre todos parece haber sido la clave de los Ibarra en el año más difícil de la vida de la familia.
"Vino una concejala porque querían ponerle el nombre de Romina a la calle 538, nosotros le dijimos que sí pero no sabemos qué pasó. A Romina todos la recuerdan", dice Sebastián. Luego entra a la casa y vuelve con una foto: Romina, Jésica (igualitas) y seis más, entre hermanos, parientes o amigos. Recuerdos que el femicida no logrará borrar.

La ola femicida
Según las estadísticas de ese momento, Romina fue una de las mujeres asesinadas cada 30 horas en Argentina. Pero en Paraná, aquella noche del sábado 5 de noviembre, fue una de las dos mujeres asesinadas por Ojeda en unos 15 minutos.
Luego de llegar a la casa del barrio Mosconi y matar a su expareja, a las 21.15, se subió a su moto y cruzó la ciudad hacia el este. Fue a la casa de su exesposa Lidia Milessi, con quien tenía tres hijos, en calle Medus y Antelo, del barrio Los Gobernadores. Entró sin pedir permiso y a metros de la puerta encontró a la mujer: le disparó en la cabeza. El hijo mayor, de 19 años, se estaba bañando. Sabía lo que había pasado y no quiso salir a ver la escena. Los otros dos hijos adolescentes justo se habían cruzado al almacén a hacer unas compras. Escucharon los disparos y al regresar vieron a su madre muerta, y a su padre huyendo.
Ojeda regresó a su vivienda en Bajada Grande, donde lo estaba esperando la Policía. Tras un breve forcejeo se entregó y lo desarmaron. Podría haber continuado la matanza, pero su plan ya estaba cumplido. No le importó pasar el resto de su vida en la cárcel. Esa noche en Alcaidía de Tribunales pidió una cobija y durmió hasta el otro día.
Milessi era docente en la escuela técnica N° 2 Almirante Brown de Paraná, muy querida por sus compañeros y alumnos, quienes hoy la recuerdan y lamentan su ausencia. Unos días después del femicidio, una compañera recordó: "Siempre vivió por sus hijos, iba y venía como una hormiga atómica con ellos. Comprometida con el trabajo, si necesitabas algo ella te ayudaba, una buena mina, una buena madre".
Este doble femicidio conmocionó al país. Pero era solo el inicio de una ola de crímenes de género en Entre Ríos. Al otro día, el domingo 6 después del mediodía, en Concordia, Miguel Ángel Rodríguez fue a la casa de su expareja en el barrio Benito Legerén. Con un revólver calibre 32 le disparó dos veces a Evangelina Moledo, de 33 años, y al novio de la mujer, Luis Walter Chamorro, adelante de sus hijas de 3 y 13 años. Luego fue a su casa y se suicidó.
El lunes a la madrugada la ola femicida continuaba en Concepción del Uruguay. Juan Pablo Ledesma, de 23 años, entró con una cuchilla a la casa de su expareja, en el barrio 134 viviendas. Mató a puñaladas a Johana Carranza, de 23 años, a su novio Carlos Peralta, de la misma edad, y degolló a las dos hijas que tenía con la joven, Luciana y Candela, de 5 y 7 años. Cuando llegó la Policía estaba herido, se quiso suicidar, pero sobrevivió y espera el juicio y la segura condena a prisión perpetua.
El miércoles hallaban en Paraná el cuerpo desmembrado de Jessica Paola Do Santo. El femicidio había ocurrido el sábado anterior. La investigación tuvo a un hombre en la mira, pero hasta hoy el asesino sigue gozando de impunidad.
Unos días después, el lunes 14, Ana Barbelli fue asesinada por su esposo, Miguel Cáceres, en su vivienda del barrio Sagrada Familia de Rosario del Tala. La víctima tenía 39 años y estaba desde los 13 junto a Cáceres, de 55, con quien tuvo siete hijos. El viernes anterior, la víctima había participado de la jornada Educar en Igualdad: Prevención y Erradicación de la Violencia de Género, que se realizó en la escuela Santa Fe, a la que asisten sus hijos. Allí contó el infierno que estaba padeciendo a manos de su esposo. Todos coincidieron en que había que hacer algo, pero nadie actuó con urgencia.
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