Al inicio de su gestión al mando de la Nación, uno de los caballitos de batalla más interesantes que exhibía el presidente Alberto Fernández, era el de ser un hombre del Derecho. Un respectado profesor de Derecho, por cierto. Eso lo posicionaba como un conocedor de primera mano de las bases sobre las que se sustenta la República.
Las instituciones y los carroñeros
La pandemia, el egoísmo interno del peronismo, la inoperancia de muchas áreas del Gobierno, y el aprovechamiento, muchas veces miserable por parte de la oposición, de situaciones que nada tienen que ver con la política, hicieron que, en apenas siete meses, esa figura referencial, casi protectora de las normas, se fuera diluyendo entre cifras de muertos, el valor del dólar y las tomas de tierras, entre otras cosas.
El fuego amigo, y la desvergüenza opositora que ahora da lecciones de cómo se debe gobernar, dificultaban ubicar claramente la figura de Alberto Fernández en un escenario político que demanda de forma urgente liderazgos institucionales claros.
El recorrido hacia la recuperación propuesto el 10 de diciembre pasado comenzó a desdibujarse el 20 de marzo siguiente con el anuncio de aquellos primeros 15 días de cuarentena. Siete meses más tarde todo se reduce a tratar de sobrevivir. Literalmente en muchos sentidos.
La administración de Cambiemos no fue más desastrosa porque recibió un país que estaba en condiciones de asumir y resistir una deuda de 50.000 millones de dólares y fugarlos sin haber dejado nada productivo para el país.
Fernández, por su parte, recibió una Argentina casi sin posibilidad de maniobra. Y como si todo esto no fuera suficiente, azotado por una plaga incontenible a nivel planetario.
En este contexto, si cada movimiento futuro no es sopesado correctamente, las cosas pueden empeorar aún más.
Las tomas de tierras fueron la oportunidad que estaban esperando muchos para patear en el piso a una gestión a la que no le caben más moretones.
Fue el espacio que quisieron aprovechar propios y extraños porque el único perjudicado sería el gobierno nacional.
Con las tomas avanzando, y con gente allegada al propio Gobierno avalando estas iniciativas, los nuevos cachetazos no tardaron en llegar. No solo desde la oposición, sino desde adentro mismo del Gobierno, donde muchos se fueron a Guernica o Santa Elena creyéndose la reencarnación de Camilo Cienfuegos bajando de Sierra Maestra.
Haber dejado actuar a la Justicia, acatar sus fallos, y poner en marcha los mecanismos que respaldan a las provincias dentro de un Estado federal no es ningún mérito, es lo que le corresponde hacer a cualquier Poder Ejecutivo. Pero que esto suceda en Argentina es, por lo menos, digno de destacar, porque seguramente muchos esperaban una intervención de la política oficialista en las decisiones judiciales avalando el hecho consumado.
Pero no fue así. Esta actitud de respeto a las instituciones ante una situación que mezclaba a pobres desesperados, ricos insaciables, política y Justicia, revitalizó el perfil de un Presidente de la Nación que no cedió a los aprietes de ninguno de los dos lados de la grieta, y puso a la institucionalidad por sobre problemas circunstanciales de la Nación.
Esos problemas son graves, hablan de pobreza, de falta de vivienda, de desempleo y desprotección de familias con niños. También hablan de manipulación informativa, de ricos y poderosos que utilizan cualquier medio para defender sus campos y sus estancias. Indudablemente estamos en una situación grave en muchos sentidos. Pero dejar que las instituciones hagan con libertad el trabajo que les corresponde, no es poca cosa. Como tampoco es poca cosa acatar los fallos y buscar nuevos mecanismos para solucionar problemas que realmente existen y existirán por mucho tiempo más.
Todo podría haber seguido como estaba y continuar empeorando aún más, dándoles de comer a todos los carroñeros que siempre sobrevuelan estas situaciones añorando el desastre.
Con este tema, al menos, muchos de ellos tendrán que esperar.