Tras cuatro años de saqueo sistemático, casi sin dar margen al respiro, fuimos inmediatamente embestidos por la crisis del coronavirus. Parecería que nada puede ir peor, pero siempre se puede caer un poco más.
La sociedad de la opinión
Por Luciana Actis
La crítica situación ha sido vista como una oportunidad por los sectores que en octubre perdieron en las urnas. Valiéndose de operaciones mediáticas, han logrado tocar fibras sensibles de sectores sobreideologizados de la sociedad que han perdido de vista toda realidad objetiva, que en reiteradas ocasiones han salido a la calle a esparcir reclamos atomizados, además de virus. Pero el descontento se agita desde Twitter, Facebook y otras plataformas. Los reclamos hoy son acicateados milimétricamente (amén de los algoritmos) desde el espacio en el que se ha erigido la actual arena política: las redes sociales.
Hace unos años era popular el término “la sociedad del conocimiento” para describir a la sociedad que supuestamente surgiría con el Internet y las tecnologías de la información. Hoy esta aseveración resulta sobredimensionada, si no ridícula.
Antes de morir, Umberto Eco criticó severamente el surgimiento de lo que llamó la invasión de los necios: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel. Es la invasión de los necios”.
Todos tienen el derecho de opinar y más aún de ser oídos, aunque esto llene los canales de ruido y de información chatarra. Hemos llegado a una etapa de nuestro desarrollo democrático en la que toda opinión es válida, sin importar si dicha opinión tiene algún fundamento o si el que la emite lo hace con plena conciencia de lo que dice. Los cúmulos de sinsentido se terminan debatiendo seriamente, incluso aunque se trate de una expresión contraria a los intereses –y hasta la existencia misma– de quien la emite. Los desclasados, que hoy prefieren el mote de “libertarios”, se encolumnan detrás de youtubers “economistas” y mercenarios pagos que se hacen pasar por mártires, cuando su verdadero “trabajo” es amenazar y reinstalar antiguas ideas reaccionarias disfrazadas de pensamiento original; señalando con el dedo a cualquier acción tendiente a proteger a los sectores más vulnerables y gritando acusadoramente que se trata de “comunismo”.
Las redes –donde se instaló la arena política– se saturan de opiniones disfrazadas de hechos y de verdades. La tiranía de la opinión es un asunto más serio de lo que parece, porque lleva a la dispersión, al caos y a la autodestrucción de la clase trabajadora que pide más libertad, pero para comprar dólares, hacer grandes operaciones de capital y salvaguardar los intereses de la oligarquía terrateniente y de las multinacionales.