Tuvieron que pasar más de 13 años para que el peronismo volviera a ser gobierno en la Argentina. Después de casi siete años de dictadura, y menos de seis de gobierno radical, el camino del retorno al poder transitó el país en el Tren de la Victoria aclamado por millones de manos que intentaban tocarlo y sacarse fotos sosteniendo bien alto los carteles que aseguraban “No los voy a defraudar”. Ese era Carlos. Nadie sabía que después vendría Menem.
La muerte de Menem. Nadie lo votó
Casi el 48% de los argentinos lo votó, y como si eso no fuera suficiente, el 50% lo volvió a votar seis años más tarde. No hay arrepentimientos que borren esos números. Muchos de los que hoy se sienten defraudados y se rasgan las vestiduras contra el neoliberalismo a ultranza y la entrega de la Patria que propició Carlos Menem se lastimaban las manos aplaudiendo como focas al riojano.
Aquel que comenzó con las patillas de Facundo Quiroga conquistando con carisma pueblerino a la mayoría de los argentinos, cambiaría el poncho sobre el hombro por trajes Armani, Ferraris, fiestas con vedettes, y un corte de pelo más acorde a los tiempos.
No se puede negar lo evidente. El hombre fue querido con honestidad, repudiado con razón y negado por conveniencia.
En la victoria todos son artífices del logro. Luego del fracaso, es difícil encontrar gente lo haya votado. Sigue pasando.
La década Menem marcó un quiebre en la vida moderna de la Argentina.
El país estaba prendido fuego en 1989. Raúl Ricardo Alfonsín tuvo que adelantar las elecciones para el mes de mayo queriendo apaciguar los ánimos ante una hiperinflación indomable. Eso tampoco funcionó, y el radicalismo debió adelantar también su salida del gobierno para que Menem asumiera el 8 de julio de aquel mismo año.
Hasta ese momento Argentina era un tipo de país. Seríamos algo totalmente diferente 10 años después.
Con Menem coincidió la globalización de la tecnología en los servicios, aparecieron los shoppings, Puerto Madero, el acceso a los teléfonos que antes demoraban años en adjudicar una línea a un usuario, nuevas rutas, puentes, viajes al exterior con un peso que valía 1 dólar. Todo parecía posible.
Paralelamente se privatizaban los trenes, Aerolíneas, los servicios públicos y los recursos naturales. Las luces de la fiesta de la modernidad menemista intentaban tapar la sombra que avanzaba sobre los sectores más desprotegidos. Una nueva pobreza se comenzaba a gestar en la Argentina. Se los llamó los desplazados del sistema. Fueron millones que quedaron sin trabajo ante la ola privatizadora, las villas se multiplicaron en todo el país, y acceder a un puesto laboral estable fue una meta imposible para el argentino común. Aquella movilidad social ascendente que pregonaba el peronismo se transformó en una utopía para la gran mayoría.
Muchos, después de Menem, trataron de diferenciarse para ganar votos. Negaron ser parte de aquel proceso de peronismo neoliberal como si hubieran sido atraídos con engaños y permanecido en aquel gobierno durante años víctimas de algún hechizo.
Si Menem fue el peor de todos los últimos presidentes quedará en el debate de aquellos que quieren fijar posición hoy, con la perspectiva que da estar viviendo en el año 2021.
Alfonsín no pudo terminar su mandato, después de Menem vino Fernando de la Rúa, por si alguien se olvida, y después Néstor y Cristina Kirchner, luego llegaría Mauricio, y acá está Alberto. Todos tienen grandes explicaciones para argumentar sus fracasos. Casualmente, todos también coinciden en culpar a Menem.
Por mucho que le pese a una enorme cantidad de usuarios de redes sociales que este domingo manifestaron su repudio a la figura del expresidente en el día de su muerte, todavía hay mucha gente que recuerda con cariño genuino a Carlos Menem. Sin tropa rentada, sin redes sociales pagadas para ganar ‘likes’, el hombre aún tiene su espacio en el corazón de muchos argentinos que no lo niegan y hoy lo lloran. Seguramente no son funcionarios ni pretenden postularse a ningún cargo.