Qué pasaría si alguien dijera a boca de jarro, por ejemplo en la fila para comprar en una farmacia, que cuando pase esta pandemia vamos a terminar todos discapacitados. O dijera, en una charla de paso con cualquier desconocido, que el coronavirus nos va a dejar judíos. O publicara en una red social que la cuarentena nos va a poner negros, o pobres, o comunistas, u homosexuales o mujeres. Sería objeto de fuertes críticas y repudios de muchas personas indignadas por tal muestra de discriminación.
Gordofobia de cuarentena
Por Alfredo Hoffman
Suena lógico que así sea. Una buena parte de la sociedad rechaza que existan discursos y actitudes discriminatorias, de odio hacia determinados grupos sociales, lo que por otra parte está penado por la ley.
Sin embargo, muchas personas dicen algo así sin que nadie, al parecer, se sorprenda. Naturalizan esas prácticas. Y lo mismo hacen muchos medios de comunicación. Es lo que sucede cuando en la puerta de una rotisería, con el barbijo cubriéndole casi todo el rostro, alguien dice: “Cuando termine esta cuarentena vamos a salir rodando”. Es lo que sucede cuando proliferan las publicaciones en las redes que lamentan, a modo de chiste o de “memes” crueles, que el encierro nos anima a comer y comer y que cuando pase el coronavirus vamos a tener varios kilos de más. Es lo que sucede cuando pensamos y expresamos que con esta situación vamos a terminar de la peor manera posible: gordos.
Estamos frente a lo que se ha dado en llamar gordofobia. Si cuesta advertir esta clase de odio y miedo a las personas gordas es por el alto grado de acostumbramiento que existe al respecto. Es algo que sucede menos –aunque no tanto menos como sería socialmente bueno– con otras fobias, como la xenofobia o la homofobia, o con el racismo o con el antisemitismo. Pero la existencia de la gordofobia es irrefutable y es algo contra lo que vienen luchando muchos colectivos enrolados en lo que se conoce como “activismo gordo” o, adaptado a estos tiempos, “activismo gorde”. Este colectivo pelea por cambios culturales necesarios para un mundo que los incluya y no que los rechace. Donde no sea un imposible viajar en transporte público, probarse y comprarse ropa en una tienda o acceder a servicios de salud.
Circula un video en que un hombre gordo cuenta a sus amigos que no encontraba dónde realizarse una tomografía, hasta que por fin consiguió un tomógrafo acorde a su tamaño: en un zoológico. El relato de esta persona es en modo chiste, sus interlocutores ríen y a él le brotan las carcajadas. Nunca un ejemplo más claro del penoso sistema imperante, que excluye a los cuerpos gordos, y a la vez de lo naturalizado que esto está, incluso para quienes lo sufren.
Las personas con cuerpos gruesos son depositarias de una carga simbólica negativa sinigual. Son lo que está mal. Una anomalía. La sociedad le asigna un rol secundario: son los que están para hacer reír a los demás, los que no suelen acceder a lugares protagónicos, salvo cuando funcionan expresamente como una forma de demostrar inclusión.
También existe un paradigma médico hegemónico que vincula la gordura con la enfermedad. Y en sentido inverso: la delgadez con la buena salud. No hay en esta ecuación exactitud empírica ni racional. No siempre estar gordo es estar enfermo; se puede tener kilos de más y estar sano. No siempre estar flaco es estar sano; se puede ser delgado y estar enfermo.
Este paradigma se enmarca en otro mayor: el culto a la delgadez. El mandato que obliga a la dieta eterna, a caber en talles diminutos, para estar incluidos en los supuestos parámetros de la belleza y para ser un sujeto deseable y capaz de gozar de su sexualidad. Es el mismo mandato social que asocia a la gordura con la privación de la felicidad. Y con el fracaso. Un fracaso rotundo, estrepitoso.
Medicina dominante, medios, publicidad, reparticiones públicas que no paran de poner obstáculos, todo suma a la repetición automática de prácticas y discursos que alimentan la gordofobia. Lo de la cuarentena es una manifestación inconsciente del problema.