A casi siete meses de haber comenzado la cuarentena en todo el planeta, el comportamiento humano ha ido pasando del miedo a la muerte y a lo desconocido, a una convivencia resignada e irresponsable con el virus. El acostumbramiento a esta situación se está fortaleciendo tanto que hasta parece inmunizar ante el dolor de los que sufren. El número diario de muertos se convirtió en rutina, y la gente sale a las calles con la inconfesable convicción de que la situación todavía es manejable de forma individual.
En el peor momento
Sólo para actualizar datos, más de 1 millón de personas han muerto en el mundo en 300 días, y sigue. En Argentina ya han fallecido 24.000 personas, el número crece por horas, y lo peor aún no ha llegado.
Aún es fácil recordar lo que fueron aquellos días de marzo y abril. La gente encerrada en sus casas, patrulleros con parlantes advirtiendo del peligro que significaba salir a las calles, a la expectativa de los anuncios presidenciales, y mirando cómo el resto de los países caían, uno tras otro, bajo los efectos del virus. En Argentina no había Covid-19, y estábamos todos encerrados y temerosos.
Ahora, que el virus anda suelto por todas las ciudades y pueblos a lo largo y a lo ancho del país, los argentinos salimos a las calles. Hablamos de la situación, preocupados por el avance del virus, espantados por el número de muertos, despotricando contra las medidas del Gobierno, pero cuidando siempre de no autoinculparnos. Blandiendo el barbijo como bandera de nuestra responsabilidad ciudadana, como si fuera coartada suficiente para no ser parte de los irresponsables.
Está claro que esta situación no es solo fruto de nuestra esencia argentina. Así se vive la pandemia en gran parte del mundo. No es consuelo para nadie, pero la naturaleza humana busca la libertad. Aún a riesgo de la propia vida.
Claro que hay matices, no somos alemanes, no vivimos bajo un régimen marcial como China o Corea del Norte, no somos Rusia ni Nueva Zelanda. Pero con mayor o menor poder económico, con idiosincrasias diferentes, y con experiencias históricas distintas ante las catástrofes, tras siete meses de cuarentena ya nadie, en ningún país del mundo, soporta más el encierro.
Sin decirlo, y con temor a pensarlo, da la sensación de que se extiende una resignación inconsciente que adhiere a la inefable idea de “morirán los que tengan que morir”, mientras el resto se cuida como mejor cree que puede hacerlo. Mientras tanto, el mundo sigue adelante, como lo hace la gran mayoría que aún no se ha contagiado, como lo hacen los recuperados, como la luchan quienes están contagiados, y como pueden seguir los que han perdido a alguien en este camino.
La expectativa global está puesta en la vacuna. Como quien juega un billete de lotería, y gasta a cuenta, mientras las deudas lo acorralan y está cada vez más pobre.
Estamos haciendo mal en el peor momento. Nunca estuvimos más en riesgo que hoy, aún así, nos colocamos el barbijo, salimos a la calle, y que sea lo que Dios quiera.