Desde la crisis económica que estalló en diciembre de 2001, las mayores penurias sufridas por la clase trabajadora y las porciones más vulnerables de la población fueron las que se vivieron durante los últimos cuatro años en el país. Eso se ve reflejado en el 40% de pobreza, en el aumento de la desocupación y en la disparada de muchos otros indicadores como la inflación –además del dólar y la deuda externa– que tuvieron como contracara y consecuencia la caída estrepitosa del salario. Fue este el resultado de una política determinada llevada adelante por un plantel de gobierno integrado en gran medida por empresarios y ejecutivos con escasa sensibilidad social y con el foco puesto en la rentabilidad de los sectores que representan: el energético, el financiero, el agroexportador, el de prestadores de servicios públicos.
Alberto Fernández y la batalla cultural
Las promesas de Mauricio Macri durante su campaña electoral de 2015 y luego también durante sus primeros años de mandato, constituyeron una estafa electoral. Aquellas promesas fueron: hambre cero, unir a los argentinos y combatir el narcotráfico. Las dos primeras, claramente, no se cumplieron y la tercera fue maquillada con una profusa propaganda.
Hasta las legislativas de 2017 una importante cantidad de electores seguía creyendo en Cambiemos, que ese año ganó con el 41,71% y muy atrás quedó Unidad Ciudadana con el 19,81%.
Desde el Gobierno se hablaba todavía del segundo semestre en que las cosas comenzarían a mejorar, pero por el contrario, la crisis económica se agravaba aún más con el correr de los meses. Fue así que la imagen del macrismo comenzó a caer y la estrategia electoral del peronismo, basada en la mayor unidad posible, consiguió dar vuelta la historia en las PASO de 2019. El resultado fue contundente e irremontable: 49,49% de Fernández-Fernández contra 32,9% de Macri-Pichetto. En las generales la dupla justicialista bajó poco más de un punto hasta 48,24%, mientras que Juntos por el Cambio remontó hasta 40,28%; pero la diferencia igual fue contundente y la historia se resolvió en primera vuelta. El ahora expresidente fue el primero en competir por la reelección y perder.
Una posible lectura de este devenir es que fue la situación económica la que prevaleció a la hora del voto y que, por lo tanto, las estrategias mediáticas del por entonces oficialismo poco y nada pudieron hacer frente a la evidencia de la realidad. Todo lo contrario había sucedido en 2015 y sobre todo en 2017, cuando fue el pico de aceptación del gobierno de Cambiemos: en ese momento tenían éxitos los discursos en defensa de “la república” y “las instituciones” y la identificación del kirchnerismo con “corrupción” y con todo lo negativo de la sociedad.
Este martes Alberto Fernández tomó posesión de su cargo de primer mandatario de la Nación. Tendrá muchos desafíos por delante, comenzando por los básicos: paliar el hambre, generar empleo, reactivar la economía. Nadie puede dudar de que esto es urgente y necesario. Sin embargo, también deberá enfrentar otra dificultad que si no lo hace en un plazo no tan largo, le traerá problemas a él, a su partido y a los sectores más vulnerables. Se trata de lo que en los ámbitos de la militancia se denomina “la batalla cultural”. Esto es: la disputa por las ideas y por el sentido común.
Las relaciones de fuerza de esta disputa es lo que hace que en ciertas ocasiones ganen elecciones proyectos políticos de derecha que antes solamente llegaban al poder mediante golpes de Estado.
Cambiemos fue implacable en ese terreno y el sentido que instaló ganó las conciencias de la clase media y de las capas de la población que más se perjudicaron estos últimos cuatro años. Lo consiguió mediante una poderosa maquinaria comunicacional funcionando a su servicio, que con discursos de odio posibilitó la conformación de un enemigo interno y una dolorosa grieta. Con templanza, con equilibrio y con la legitimidad que le dan los votos que lo llevaron al poder, Alberto Fernández deberá librar esa batalla.