Melhem: “Ninguna ciudad de Entre Ríos tiene planificación”

Diálogo Abierto. La arquitecta Mariana Melhem –delegada de la Comisión nacional de monumentos, bienes y lugares históricos– hace un repaso del estado del patrimonio arquitectónico y se refiere con especial interés a los “pueblos-fábrica”
20 de marzo 2016 · 08:41hs
Julio Vallana/De la Redacción de UNO
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Su curiosidad por las cosas antiguas nació en las largas horas que pasaba descubriendo objetos, muebles y libros en la compra-venta de su abuelo que llegó de Siria, continuó al escuchar las maravillas sobre el Renacimiento –por parte de su madre, profesora de Arte ella– y de la Escuela Bauhaus –por parte de su padre–, en la facultad algunos docentes fueron determinantes, hasta que comenzó a descubrir las huellas de la Historia sobre el territorio entrerriano. La profesora Mariana Melhem –docente de la Facultad de Arquitectura– enfoca su mirada sobre las formas en el espacio y explica.
Un mundo mágico
—¿Dónde naciste?
—En Rosario y al año y medio vine a vivir a Paraná, porque mis padres son entrerrianos. Nací allí porque se casaron y mi papá estudiaba Arquitectura. Vivimos un tiempo en esta zona –calle Alem– y de chica iba mucho a la plaza Sáenz Peña. A los tres años nos mudamos a la zona del Parque –a un departamento en calle Córdoba, al fondo de la casa de una tía de mi mamá, a quien considero como mi abuela. Soy casi seis años más grande que mis tres hermanos que me siguen –entre los cuales hay mellizos. Hasta los 13 años –cuando falleció mi abuelo– venía a su casa de acá a la vuelta, así que mantuve el vínculo con este lugar.

—¿Cómo era la zona por entonces?
—Calle Gualeguaychú siempre tuvo las características de ser ancha y una avenida muy frecuentada, poco silenciosa y comercial. Una vez me escapé porque quería ir a la plaza, crucé sola y quien “me salvó” es la señora que tiene el kiosco de revistas en la esquina de Yrigoyen. Mis abuelos vivían sobre Gualeguaychú –donde ahora está (concesionaria) Haimovich, de la esquina, la casa siguiente. Allí estaba la compra-venta Nunca pierde, de mi abuelo Amado. Tenía mucho vínculo con él, al punto que mi amor por el patrimonio, el mobiliario y los libros antiguos viene por ese lado. El nombre del negocio lo había heredado de su suegro porque mi bisabuelo también tenía una compra-venta.

—¿Te atraía ese negocio?
—A la siesta buscaba cosas dentro de los placares y muebles raros que había. Mi abuelo también tenía un depósito en Gualeguaychú 481 –donde está la óptica– y también iba mucho a hurgar entre los muebles porque había cosas para jugar.

—¿Qué imaginabas en torno a esos lugares?
—Soñaba con esa casa. Le decía a mi abuelo que cuando yo fuera grande, me regalara el depósito, porque era una casa chorizo con un sótano que me llamaba mucho la atención, con un fondo que lo veía bastante grande y donde había árboles frutales y también hacía su huerta. Era un mundo mágico y muy divertido, en el cual también había un gallinero con pocas gallinas y gallos. En la zona del parque también era muy lindo porque éramos muchos chicos de la misma edad, quienes íbamos a la Escuela del Centenario: temprano salíamos todos caminando juntos hacia allí. La época del golpe (de Estado) nos marcó bastante porque aparecieron personas extrañas al barrio que daban vueltas y miraban. Al lado de mi casa estaban los Lerena –con quienes teníamos una gran amistad–, la familia Laferriere, los Tate –una familia numerosa–, Anita Bocedi –que era única hija y los padres tenían un almacén donde íbamos todos–, los Pietrafesa –que eran dos hermanos– y se sumaban de otros lugares que venían a jugar a las escondidas. Era una barra gigante de chicos y se jugaba mucho en la calle.

—¿Qué más te resultaba particularmente atractivo del negocio de tu abuelo?
—La biblioteca de roble con vidrios biselados que estaba en el depósito, que ahora tengo en mi casa. Tenía la colección completa de Billiken –con los dibujos de Lino Palacio– y Mundo Infantil. Pasaba muchísimo tiempo hojeando esas revistas y es el mejor recuerdo que tengo. A veces, también había armas. Yo no estaba pero una vez llegó una persona que comenzó a preguntar por armas –para asaltarlo. Mi abuelo lo agarró de la muñeca, le hizo soltar el arma, lo levantó y lo sacó a la calle (risas). La anécdota del “súper héroe” era recordada por todos.

—¿De qué origen es el apellido?
—Mi abuelo vino de la ciudad de Safita –en Siria– y hablaba muy atravesado. Cuando era muy chiquita iba con él a los remates y compartía mucho tiempo, al punto que mi mamá decía que yo hablaba igual. Mi abuela paterna era hija de un judío sefaradí y una criolla –de apellido Franco. En la familia de mi mamá son diez hermanos –hijos de libaneses, ya que mi abuelo vino de Líbano. Mi abuela nació acá pero mi bisabuela vino embarazada de ella, así que estaba inscripta como libanesa. Fueron como la rama nómade de mi familia ya que vivieron en Larroque, Villaguay, vinieron a Paraná y cuando uno de mis tíos tuvo edad para comenzar la universidad, la familia completa se mudó a Buenos Aires.

—¿Tu abuelo contaba algo sobre Siria?
—No sabemos mucho sobre él porque no contaba demasiado, ya que le hacía mal y le daba nostalgia. Llegó solo a Tucumán –huyendo de la guerra– y era huérfano de madre. Vino acá, vendía frutas en la calle, tuvo un bar que se llamaba El tigre –en calle Ituzaingó–, vendió billetes de lotería y ganó el primer premio y otros premios. Cuando vino a vivir a calle Gualeguaychú, se instaló con la compra-venta –la cual tuvo hasta que falleció. Siempre fantaseaba con volver a Siria y me decía que me llevaría a conocer Damasco, pero no pudo. Un paisano amigo siempre iba al negocio y escuchaban juntos la radio en onda corta. Decíamos que era muy exagerado porque contaba que en Siria los limones eran como un melón y que su tierra era hermosa. Pero en Salerno –Italia– vi en una frutería que lo que él contaba no era una exageración y me reí. Un hermano de él venía cada tanto pero era una persona muy difícil de conocer. Dicen que mi abuelo materno vio morir de hambre a su hermana.

—¿Mantuvieron las costumbres?
—Mi abuelo me enseñó a jugar a la Escoba árabe y algunas palabras sueltas del idioma. La tía en cuya casa vivíamos –Sara, hija de libaneses– hablaba con mi mamá en árabe cuando quería que no nos enteráramos de algo. Las comidas mantuvieron su tradición hasta ahora: el keppe todavía lo comemos, el arroz con fideos fritos y también con lentejas, y las empanadas árabes. Tengo una tía que es especialista en los postres. Algo en lo que no me interesaba participar eran las actividades de la asociación sino que estaba más integrada familiarmente. Somos una familia numerosa con 27 primos de todas las edades posibles. Mi abuela –cuando enviudó– vivió en Buenos Aires, en Colón y Gualeguay –donde falleció. Tengo parientes por toda la provincia.
El arte y otra biblioteca
—¿Qué actividades profesionales desarrollaban tus padres?
—Mi papá no fue muy bienvenido cuando dijo que quería estudiar Arquitectura, un hermano de él es muy buen pianista, mi mamá estudió en la Escuela de Artes Visuales, se recibió y desde entonces instaló el taller de arte. Soy la única arquitecta y mis dos hermanas mujeres son diseñadoras, y todas nos fuimos sumando al taller, colaborando. Sigue dando clases y le encanta, al igual que mis hermanas. La propuesta de los talleres de Historia del arte hace 15 años que la hago, en el marco del taller de mi mamá.

—¿Desarrollaste alguna otra actividad regularmente?
—Cuando era chica –desde los ocho a los 18 años– fui a la Escuela de Música y después no toqué nada nunca más. Quería estudiar piano pero no tenía y como tenía guitarra, seguí con ella, con Chola Zapata. Los deportes no fueron nunca lo mío, salvo la natación, aunque no competía. El paso a la facultad fue muy duro porque no existía la facultad estatal y siempre había ido a la escuela pública. Fue algo muy extraño estudiar ese primer año en la católica y además tenía pocos conocidos. En 1984 comenzó la movida para la creación de la nueva facultad, participé en el centro de estudiantes y fue una experiencia muy linda porque exigíamos calidad de la carrera.

—¿Lecturas influyentes?
—Pedía libros prestados, me gustaba tener los propios, también la biblioteca de mis tíos escritores –Elsa Serur de Osman y Eise Osman– y la de Mastronardi –que heredaron porque sus últimos años de vida vivió en la casa de ellos. Era muy seductor meterme entre los libros viejos. Estaban los números de la revista Martín Fierro, Sur, había un libro de Borges con una dedicatoria para Mastronardi…

—¿Qué universos descubriste?
—Rayuela, de (Julio) Cortázar y Oscar Wilde, que ha sido una de mis grandes brújulas. Más grande, (Milan) Kundera, Demian, el lobo estepario lo leí cinco veces y me desconcertó mucho. Fue el gran libro de cabecera y después El arte de amar –de Erich Fromm.

—Imagino que no tuviste demasiadas alternativas al momento de elegir la carrera.
—No tenía mucho margen aunque en música me iba bien y tuve unos docentes espectaculares como Walter Einze y Eduardo Isaac. Cuando me dijo si no había pensado la música como carrera, le dije que no, que era para el ocio y definí la cuestión.

—¿Qué pasó cuando te encontraste con los contenidos de la carrera, en función de el bagaje de conocimientos que traías de tu hogar?
—Cada vez que llegaba la entrega de los trabajos prácticos decía que dejaba la carrera (risas). Es el desafío de encontrarte con algo que tenés que resolver y genera angustia.

—¿Es como la hoja en blanco del periodista y el escritor?
—Tal cual, es algo muy fuerte ese salto al vacío. Además la Arquitectura es una disciplina compleja y necesita de mucha maduración, experimentación y reflexión, además del estudio.

—¿Hubo algo que entró en conflicto con la mirada conservacionista que ya tenías?
—En el momento que fui alumna, como corriente arquitectónica estaba muy presente el Postmodernismo –que tiene ciertos puntos a favor, en el sentido que abre el abanico para mirar a la Historia. No me sentí cómoda en algunas materias en las cuales cuesta entender la lógica, pero es por lo complejo de la carrera, como sucede con Construcciones –que es absolutamente necesaria.

—¿Qué momentos de la historia del arte te permitió profundizar?
—El Renacimiento –más que la Grecia clásica– es la puerta de entrada al arte, porque está presente en todos lados.

—¿Cómo comenzó el vínculo con la Historia del arte?
—Tuvo que ver con una actividad que hice cuando ya estuve graduada. En 1996 –cuando se abrió la carrera de Diseño gráfico– quería integrarme a una Historia y en Arquitectura no había tantas posibilidades. Quien estaba a cargo de Historia del diseño gráfico era la doctora en Estética Marta Zátoniy –una húngara muy particular con un temperamento bastante importante, pero con mucho conocimiento. Comencé de pasante en su cátedra y sufrí bastante por sus modos, pero aprendí a ver el arte de la Edad Media y de los libros iluminados –algo muy escondido y desconocido. Ese mundo me pareció sorprendente, al igual que la asociación entre las artes menores y la Arquitectura.

—¿Una figura que te atrape y siempre vuelvas sobre él?
—Miguel Ángel. Tiene tanto para contar desde tantos puntos de vista y es tan grande su genio, que lo sigo descubriendo por su complejidad. Es imposible catalogarlo. Lo que me sorprende es que en su contexto sobresale siempre y también por su rebeldía. Es un renacenstista porque vive en el Renacimiento, un manierista y un barroco. Pero no es ninguna de esas cosas: es todo eso y ninguno. Con mi mamá también aprendí sobre el Neoclasicismo del siglo XX y con mi papá, la pasión por la Escuela Bauhaus. Por eso me gusta el trabajo en taller y lo reivindico en todas las disciplinas vinculadas con el diseño. Cada vez leo más sobre eso y me parece muy actual –más allá que se creó hace más de 100 años. Mirás una silla, una birome o cualquier objeto de la vida cotidiana y ha estado estudiado y atravesado por la Escuela Bauhaus.

—¿Autores a los cuales recurras frecuentemente?
—Hay más de uno porque nunca leo el mismo texto ya que me aburro fácilmente. Me gusta encontrarme con cosas nuevas: estoy releyendo La historia del arte moderno –de (Giulio) Argan– que para mí es uno de los teóricos claves del arte. Lo había dejado porque no tenía de dónde leerlo, ahora lo encontré en Internet, lo recorro y me encuentro con muchas cosas que veo de otra manera. Lo mismo con (Arnold) Hauser. Humberto Eco también me gusta mucho y La historia de la belleza es muy interesante. Hace tres años me anoté en el doctorado de Ciencias Sociales y allí me encontré con Waldo Ansaldi –que es impresionante.
Planificación y Revolución Industrial
—¿Cuándo fuiste consciente de tu conciencia conservacionista?
—En la facultad, cuando hacía Historia de la Arquitectura y Morfología, y lo tuve de docente a Carlos Reinante –quien es una institución. Me sorprendía, me gustaba y comencé a hacer mis propias incursiones relacionadas con los trabajos prácticos. El ámbito local me gustaba mucho y en tercer año con una compañera subimos a los techos de la Casa de Gobierno, tomamos fotos y observamos. Cuando aparece la idea de cómo miro la obra y qué encuentro, ése es el vínculo con el conservacionismo. Luego –en el colegio (de Arquitectos)– hicimos en 2000 y 2001 un inventario y fue muy interesante encontrarme con la provincia entera e intercambiar con otros colegas interesados, también, por el patrimonio.

—¿Algún descubrimiento durante ese trabajo?
—Aprendí mucho, no sólo en cuanto a las obras que no conocía sino otras que todavía hoy me sorprenden no desde lo material sino por la oferta que construye una ciudad planificada.

—¿Por ejemplo?
Domínguez. Son ciudades que tienen una plaza circular desde donde salen rayos –que son las calles–, un banco popular, un silo de granos que es cooperativo –lo cual habla de la organización del pueblo– y una farmacia también relacionada con la cooperativa. En San Salvador, el molino (harinero) Malarín era cooperativo, al cual todo el pueblo llevaba sus granos. La idea de cooperativa siempre me sorprendió al igual que lo que es el complejo ferroviario de Basavilbaso y las instalaciones en Holt Ibicuy –que descubrí hace poco. La idea de la conquista de un territorio tan indómito –al igual que otros productos de la Revolución Industrial– son muy fuertes, cuando uno tiende a creer que Entre Ríos era una isla, con principios muy rígidos y comunidades cerradas.

—¿En la carrera de Arquitectura hay conciencia y contenidos vinculados con la conservación?
—El que tiene vocación por respetar, lo respeta, se informa y estudia. Lo que yo sé fue un recorrido personal. Hay muchos factores: las ciudades tienen normativas sobre su modificación, nosotros tenemos que estar presentes en la elaboración y conocer que es para que se complete un modelo de ciudad. La ciudad se puede modificar a través de un proyecto unitario y decir: “Rompo desde acá hasta acá” –como por ejemplo la ejecución de las diagonales en Buenos Aires. Y así rompen, por ejemplo, el Cabildo. Resuelven un problema con la ideología del momento. Luego fomento que se construya de determinada manera, con determinada altura, etc. Lo que se construirá mañana, tiene que ser patrimonio para pasado mañana. Paraná tiene una normativa vigente que es el Código Urbano, donde, por ejemplo, la obra del Banco de Italia estaba declarada para protegerse en su totalidad –por el estado de conservación que tenía y lo que implicaba para el lugar. Esa normativa se exceptuó al momento de hacerla. O sea que hay muchas responsabilidades. El profesional que hizo el proyecto tendrá sus razones pero hay otras responsabilidades.

—¿Cuáles son los grandes trazos arquitectónicos y urbanísticos si se considera a la provincia como un espacio único?
—Tiene que ver con lo que te digo de las marcas de la Revolución Industrial, que son muy fuertes a través de ferrocarriles, puertos y pueblos-fábricas –así como en Santa Fe lo es La Forestal, que es la marca inglesa del territorio. Son pueblos que se construyeron “para adentro” y hoy tienen que trabajar para integrarse, lo cual es muy complejo. En Liebig no vivía nadie que no fuera operario de la fábrica y no eran dueños de su propiedad. Hay biografías que hablan sobre esas “maravillas” y te shockea porque dicen que “gracias a los ingleses aprendimos a hacer tal cosa”, pero a su vez la disciplina impuesta era muy fuerte.

—¿Una especie de gueto?
—Ésa es la cuestión. Otra cosa que tengo que conocer es el falansterio de Durando, que era casi como una reducción donde se tenía esclavizada a la gente para que trabaje. Son historias muy especiales. Cuando miro la arquitectura, miro el territorio, entonces lo de su conformación es muy fuerte. Me sorprende la historia del vínculo entre Paraná y Santa Fe, y la primera conexión entrerriana que se quiso lograr –que fue entre Ibicuy y Baradero, Buenos Aires. Es muy interesante lo que se puede observar en los diarios de la época sobre los argumentos geopolíticos, ya que se preguntan “si Entre Ríos sólo estará vinculada a Buenos Aires y se favorecerá el eje Norte–Sur”.
Conocer y planificar para conservar
—¿Qué herramientas se pueden desarrollar, independientemente de la falta de consciencia social en torno a la conservación?
—Lo primero es conocer y estar informados, ya que nadie valorará nada si no tiene información pertinente. Los intendentes tienen que comprender que sin plan no hay posible desarrollo de ciudad. No se puede seguir entregándola al privado para que haga lo que quiera. Nos llenamos la boca hablando de Rosario, y lo que hizo fue tener un proyecto de ciudad cuyos resultados se ven. El privado colabora en su construcción, haciendo lo que le corresponde y no deja de ganar dinero, a la vez que toda la ciudad lo gana. Todavía ninguna ciudad entrerriana lo ha aprendido. Falta idea sobre para qué sirve un plan, generar compromisos, sumar personas –porque la planificación no es cuestión solo de especialistas– y saber cuáles son las consecuencias. No puede ser que un grupo de vecinos salga con pancartas porque tiene miedo de que su casa se le derrumbe porque están haciendo un edificio al lado. Si hay una normativa que lo permite –aunque yo no esté de acuerdo–, la normativa lo estudió y hay una serie de pasos a seguir –como por ejemplo un estudio de suelos. El municipio lo tiene que exigir y he observado que en algunas ciudades no se hace. Faltan criterios y siempre hay un avivado que está atento a lo que falta para aprovechar la oportunidad.

—¿Qué experiencias te resultan atractivas, particularmente en cuanto a reconvertir situaciones complicadas?
—Las ciudades europeas tienen un ejercicio porque sufrieron la angustia de la pérdida por la guerra. Fue definitorio para lo que es la conservación del patrimonio. Viena es una ciudad impecable, respetuosa de lo suyo, que hace nuevas obras armónicas con lo que está construido, tiene espacios para el peatón y para la bicicleta. Es muy integradora. Barcelona es maravillosa pero más aún Sevilla, por su escala, y la relación armónica entre lo nuevo y lo existente.

—¿Aunque no sepan qué hacer con la Cartuja?
—Las obras de la Cartuja son de una calidad increíble, mucho mejor que las de Barcelona –aunque son contemporáneas. Lo que hizo Barcelona fue tener idea del negocio.

—¿Otras?
—Roma y Nápoles son increíbles. El ejemplo de Curitiba es clave y algunas intervenciones arquitectónicas de integración que se están haciendo en Colombia. Por ejemplo, la Biblioteca pública España en Medellín, que tiene como maravilloso el pensarla como espacio de articulación. Está metida en un área de mucha marginalidad y cumple una acción de integración fundamental. Sin un Estado presente, tendremos una ciudad que será una selva. Rosario es un muy buen ejemplo en cuanto al crecimiento –aunque tengo críticas para hacer– y tiene continuidad, que es lo más interesante. Desde 1983 hasta ahora tuvo una idea, un plan y lo siguió sin importar si fue radical, peronista o socialista. Hay que entender la totalidad.

—¿Cuál es la crítica?
—La resolución de la vivienda colectiva está extraña, avanza sobre un “hinterland (tierra interna)” que no le pertenece y no termina de resolverse. Pero lo tomaría como uno de los ejemplos más felices entre las ciudades argentinas.

—¿Tu opinión respecto a los nuevos edificios en altura en un contexto como el de la capital provincial?
—En cuanto a los edificios en altura, lo negativo es el lugar de implantación. Si tengo una ciudad que está constituida por manzanas y éstas se conforman lote a lote, por ejemplo, por edificaciones que tienen una planta y dos niveles, y de golpe coloco un edificio que ni siquiera es una torre, le cambio la lógica y la escala. ¿Qué puedo hacer como arquitecta si la normativa permite hacerlo? Que la gente se horrorice porque hay un edificio de 25 pisos no aporta nada, porque cumple la norma y yo no tengo nada para decir. En el medio de todo esto hay una doble moral porque me asusto por la altura pero no es pecaminoso hacer un edificio de planta baja y tres pisos, sin cochera, porque la norma permite exceptuarla cuando el terreno es menor de ocho metros. Sin embargo hay algo que no cierra, porque se generan problemas por no poder incluir el vehículo dentro del lote y por estar densificando el sector. En este caso la normativa no resuelve la problemática urbana. Que yo proteste, no lo resolverá. Se necesita que quienes estamos involucrados en pensar la ciudad podamos hacer estas disquisiciones, reclamar un plan de ciudad y que la normativa se coherente con él.

Viajes por el arte
—¿Qué desarrollo tendrán los talleres?
—Hace más de 15 años que realizo numerosas experiencias. Este año consideré que es más oportuno armar módulos –de tres meses como máximo– para trabajar ciertas temáticas. Comenzamos el viernes 11 y es el único de tipo cronológico, desde la pintura rupestre hasta las primeras civilizaciones. Habrá otro que se llamará Tres momentos de lo clásico, en el cual haremos una recorrida por Grecia y Roma Antigua, el Renacimiento y el Neoclasicismo. Otro tiene que ver con la presencia de lo feo en el arte, en la Edad Media, en el Barroco y en el Expresionismo. La manifestación en el arte no siempre es agradable. La doctora que te mencioné tiene un libro con un capítulo que dice “Belleza sí, y con lo feo cómo andamos”. Está bueno recorrer el camino de los monstruos –que son de cada época. La imagen del Goya en la cual aparece Hércules o Saturno comiendo a uno de sus hijos, no es un capricho –aunque sus obras se llamen así. Tiene que ver con una situación muy especial –contemporánea a la invasión napoleónica a España y a la existencia de la Inquisición. O ver cómo en las arquitecturas medievales –o en los propios libros iluminados– aparecen pequeños monstruitos y demonios. En el Kells aparecen monstruos escondidos y son formas de generar firmas y de autodefinirse, pero también hay que pensar las condiciones en que una persona tallaba el dintel de una catedral. O pintaba, dibujaba o escribía. Hay relatos que lo muestran: en un banco de madera muy rígido, el monje está descalzo o en ojotas, escribiendo con una pluma que tiene que mojar con tinta a cada rato y a la luz de una vela –como lo recrea El nombre de la rosa. Están en las situaciones más horrendas y eso se puede decir pintando, esculpiendo y a través de la palabra. Este recorrido es muy interesante, incluso para poner también en cuestión el concepto de lo bárbaro.

—¿Son abiertos?
—Cualquier puede participar. Habrá otros módulos que serán más compactos, para entender el patrimonio de la ciudad, con clases teóricas y un par de recorridas para poder reconocer esas piezas de valor.
Cuando el interés inmobiliario y el vandalismo arrasan con la Historia

La delegada de la Comisión nacional de monumentos, bienes y lugares históricos detalla algunas de las modificaciones edilicias que considera erróneas y otras intervenciones que directamente provocaron la pérdida de identidad de construcciones con una gran riqueza arquitectónica y urbanística.
—¿Cuáles son las mayores pérdidas de patrimonio en Paraná y otros puntos de la provincia?
—En Paraná, el hipódromo, ya que valía como conjunto: la pista tenía una fuerza muy importante, más la tribuna, las taquillas de madera… Además hay expectativa de una transformación de uso que directamente va a contrapelo de lo que era ese espacio para ese sector. No es que espere que siempre haya sido hipódromo sino que hay posibilidades de transformar y refuncionalizar con ciertos criterios. Realmente lo lamento.

—¿Lo considerás el más importante por su dimensión territorial?
—Sí y en términos de arquitectura también. Esas boleterías de madera que se perdieron, no hay más en Paraná, la vivienda particular del cuidador se perdió y lo único que quedó es la grada –que es maravillosa. Pero queda perdida por la falta de todo el contexto. Otro caso es el mercado municipal, que aunque la cáscara sea la misma, se perdió algo fundamental. Tenía locales que miraban hacia la calle y hacia adentro. Los primeros construían ciudad y hoy ni siquiera son vidrieras –por los vidrios espejados que no permiten nada, además de otros detalles. En el interior estaban los puestos de carnicerías, pescaderías, verdulerías, lo cual era el corazón pero también dialogaba con el exterior. Eso se perdió. El cambio de la mirada es fundamental cuando se tiende a pensar que las obras de arquitectura son telones, y no lo son, sino que son espacios donde la gente vive. Son espacios que responden a una lógica, que el mercado tenía.

—¿Se puede corregir?
—Sí, en el caso del mercado es mucho más fácil que el hipódromo. Otra gran pérdida en la cual no se entienden los conceptos es el ex Banco de Italia. Es una obra que transformó su muro envolvente en un muro de recova –lo cual modifica la lógica. Ese muro estuvo pensado para que de un lado hubiera un interior y del otro, un exterior. Hoy, de un lado hay un interior y del otro, “casi” un exterior, porque las ventanas ya no son ventanas y la esquina no es el lugar de acceso. Se perdió la integralidad y autenticidad del edificio, y se incorporaron tecnologías que no son compatibles. No se puede seguir creyendo que la arquitectura es solo una fachada, ya que si se pierden sus características espaciales, se pierde todo. Como sucede también con la “piel” del edificio de Telecom en calle Buenos Aires –que tampoco sirve.

—¿En otros puntos de la provincia?
—Hubo un incendio en el frigorífico de Gualeguaychú. Hay muchos lugares que no se sabe qué hacer con ellos y eso los vandaliza y pone en riesgo. Hay pérdidas que se han solucionado porque no han sido completas, como el caso del castillo de San Carlos –en Concordia. Estuvo mucho tiempo sin techo, hubo una propuesta de restauración y hoy, por lo menos, es un espacio susceptible de ser visitado. La propia Concordia tiene un edificio maravilloso –característico de un momento especial– como lo es el Palacio Arruabarrena –que es museo municipal. Es una obra representativa de la oligarquía ganadera entrerriana que está en proceso de restauración. También tienen una obra muy prolífica del arquitecto Alejo Martínez (h), quien hizo arquitectura moderna y trabajó mucho en Buenos Aires con Alberto Prebisch –el autor del obelisco. En Concordia hizo muchas obras para médicos –era hijo de uno–, no están en buen estado y corren riesgo. Sería muy interesante lograr una declaratoria en la cual estamos trabajando. Se merece tener el rótulo de ciudad moderna. Hay otras obras que ya no se pueden recuperar. Otras no parecen pérdidas y lo son. Por ejemplo, en Concepción del Uruguay está el edificio donde funciona la Facultad Tecnológica, que era el edificio de la Capitanía del puerto. La cáscara del edificio está pero la accesibilidad peatonal responde a un concepto contrapuesto al de un monumento histórico. Hay otras accesibilidades que no están resueltas, como la relacionada con el documento histórico, que es la arquitectura construida, la cual fue vulnerada. Es una gran pérdida. Liebig está sufriendo pérdidas puntuales y hormiga, ya que hubo mucho vandalismo en lo que era la maquinaria del interior de la fábrica. Hay un incumplimiento de la normativa debido a que es un municipio de segunda, por cuestiones de la burocracia.
Las marcas de la Revolución Industrial o los pueblos-fábrica
Melhem define como “pueblos-fábrica” a una de las principales características del uso y organización del espacio muchas de cuyas estructuras han sobrevivido en Entre Ríos, aunque con severas e irreparables pérdidas desde el punto de vista de la conservación patrimonial histórica.

—¿Qué sobresale al relevar el territorio entrerriano?
—Trabajé en el inventario del patrimonio de la provincia y en 2000 conocí un poco más. Me interesa mucho ver cuáles son las marcas que deja cada uno en el espacio que habita. Me sorprende y me llama mucho la atención la historia de los pueblos–fábrica, como el caso de Liebig, Piedras Blancas y Santa Elena. Hace un par de semanas estuve en Villa Domínguez porque –como delegada de la Comisión nacional de monumentos– no solamente tengo que mostrar las obras que se están haciendo sino también proponer las declaratorias nuevas. El año pasado en Santa Fe se declaró a Esperanza como pueblo histórico, está bastante avanzada la declaratoria de Pueblo Liebig y estoy detrás de la de Villa Domínguez. Para declarar un bien como patrimonial se considera la importancia que tuvo para el país. Tenemos una huella muy fuerte de la inmigración, que fue bastante particular porque tanto los alemanes del Volga como los judíos se parecen porque vinieron de Rusia, y la modalidad de ocupación del suelo es parecida.

—¿Cuál es el caso de Piedras Blancas?
—La fábrica de yeso –El tuyango– tiene que ver con una organización del espacio parecida a la de Liebig y Santa Elena, aunque la empresa original sea anglo-francesa y no solo inglesa.
—¿Otras “marcas”?
—Las huellas de los italianos son muy importantes, ya que en la mayoría de las ciudades hay hasta dos o tres asociaciones, como las sociedades de los operarios y las de Unión y Benevolencia. Están los franceses, muchísimos españoles y el fenómeno de los suizos en San José. Trabajé en Esperanza, leí bastante sobre su historia y son ciudades espejo con San José. Están las mismas familias y apellidos porque vinieron desde los mismos lugares. El caso de Esperanza es una experiencia de compañía privada en 1856 y la de San José, pública, porque es idea de Urquiza a través de Peyret –en 1857. Hay un texto de Bernardino Orné en el cual cuenta cómo vinieron las familias de San José y la composición es la misma, hay valesanos y saboyanos, y las costumbres se parecen. Hay situaciones particulares en cuanto a otro tipo de producción además de la carne, como la de la cal, que es una industria muy antigua en Entre Ríos –una de las primeras. Victoria y Paraná –al igual que sobre la costa del Uruguay– tienen una huella muy fuerte en caleras explotadas por familias vascas y genoveses. Los apellidos se repiten: caleras Izaguirre hay de un lado y del otro de las costas, al igual que en Rosario del Tala –aunque en este caso no es explotación directa sino procesamiento. Traían la cal de Córdoba y la procesaban allí. Todo lo que tiene que ver con ferrocarril –otra forma de hacer ciudades– y puertos es una marca muy particular por el aislamiento que tuvo la Mesopotamia hasta la ejecución del túnel. Eso hizo que los puertos fueran muy importantes porque eran las puertas del territorio. Tenemos un momento original como provincia cuando ingresa Hernandárias al territorio, porque nadie se animaba a hacerlo. Al hacerlo trae ganado, se reproduce y no había prácticamente nada más, salvo pequeños caseríos.





 
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