Son las 17 y comienzan a llegar por distintas calles. Algunos esperan tímidos en la vereda de enfrente y otros en el umbral de la casa, ansiosos. Sucede todos los días. No hay feriado ni fin de semana que se postergue lo que es una tradición desde hace una década. Los perros de San Agustín, uno de los barrios más poblados de Paraná donde vive un tercio de la población; parecen saber que existe un lugar de contención para comer y tomar agua, al menos una vez al día. El número varía. A veces llegan hasta 18 y otras entre siete u ocho. Nunca menos. Siempre hay para todos. Ese punto de encuentro está en calle 17 de Agosto de 1850, una cortada a metros de Galán y Montiel, el corazón del barrio de la zona oeste de la capital entrerriana.
Los perros de San Agustín tienen quien les cocine
Allí los espera Yolanda Moreyra, una mujer de 70 años, de ojos claros, profundos, que brillan de luz. Una persona que enternece con la mirada y deslumbra con sus gestos. La Yoli, como la conocen en el barrio, es jubilada, trabajó durante años como empleada de casas particulares y hoy se dedica a su hogar. Vive con su esposo y ama los animales. A la mañana se levanta, desayuna y ya organiza lo que les va a cocinar a sus “cachorros”. Todos tienen nombre y la miran. “Esta es Rubia”, señaló presentando a uno de los ocho animales que esperan por su plato. A aquél le digo Negro...”, y así.
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“AMORES PERROS”
Yoli adoptó cuatro, La Peti, Chanchi, La Viejita y Paloma, y dos se meten en su habitación cada tanto. No incorpora más a la familia por una cuestión de espacio y dinero. Aunque siempre se las rebusca para sacar de sus ahorros. No abunda la plata, pero sí el menú del día. “A las 14 ya empiezo a cocinar y a preparar todo”, expresó.
“Empecé con esto hace 10 años y capaz me quedo corta. Salgo a la mañana a hacer las compras para la casa, para los perros y para los otros animales”, contó Yoli mientras le servía la comida a los perros en el patio del frente de su casa. Los perros de San Agustín tienen quien les cocine Para evitar inconvenientes e intromisiones en el “plato ajeno”, tiene varios cartones que distribuye espaciados por 20 o 30 centímetros y sale con una olla o el tupper y el cucharón a distribuir las porciones ante la mirada complaciente de los animales.
Benjamín parece su preferido, de gran tamaño, le salió al cruce y saltó sobre su pequeño cuerpo a modo de agradecimiento. Apoyó la cabeza sobre sus hombros y “su mamá” le habla y le devuelve el gesto con una caricia. “Este es el Benja”, repite una y otra vez como enamorada. “Ahí viene Lobito, que siempre espera porque tiene miedo. Lobito vení”, insiste para que ingrese a la casa. Lobito no acusó recibo, tal vez por la presencia de “extraños” que entrevistan y sacan fotos. Se quedó en la vereda y Yoli no lo hizo esperar. Acudió con su cartón y le dio su porción, que relamió con placer. Adiestrar a todos también fue un arduo trabajo, confesó. “Antes se peleaban, pero cuando los empecé a retar entendieron que cada uno tiene que estar en su lugar comiendo y ahora todos me hacen caso”, mencionó orgullosa. “Nunca les pegué y nunca les voy a pegar si no hacen caso. Solo los reto”, remarcó, dejando en claro que esa práctica es inadmisible en su territorio.
“Entre los que tengo adentro y los que vienen de la calle son entre 17 y 18. Mauro y Daniela (su hijo y su nuera) también los cuidan y me ayudan un montón”, contó entre risas. La historia de Yolanda con los perros comenzó de pequeña, en su María Grande natal. “Ahí tenía perros y mi padre me llevó uno y yo me enojé tanto que dije ‘el día de mañana cuando sea grande voy a tener muchos perros y así lo hice y lo pude cumplir”, recordó sobre su infancia en la ciudad de Paraná Campaña.
Yoli tiene compasión, según comentó, “porque muchos de los animalitos están solos, no comen y a veces llegan lastimados”. “No los puedo ver así. Por eso cuando vienen con alguna lastimadura también los curo. Hace poco vino este -y lo señala con el índice- con una mordedura y lo tuve que curar porque estaba muy lastimado”, relató.
El MENÚ. El alimento balanceado se fue por las nubes para sus ingresos y la garrafa se termina cada vez más rápido. “No sé cuánto gasto, je”, contestó ante la consulta sobre el consumo intentando evitar un “conflicto” familiar. “A veces gasta dos garrafas por mes”, mencionó uno de sus hijos que no estaba presente pero fue consultado por UNO.
Para sobrellevar la economía agudiza el ingenio y nunca les falta la porción a ninguno. “Hoy les hice arroz con pollo. Casi siempre compro pollo o menudos y los cocino con algo más. Para mañana ya le preparé fideos en otra olla grande que tengo. Siempre estoy preparada para que alcance”, mencionó con gusto. “También les hago polenta y cuando consigo hígado en la carnicería se lo hiervo y se lo corto chiquitito y lo mezclo con arroz y con fideos”, agregó. “A veces tengo una bolsita de alimento de repuesto por las dudas”, subrayó. A veces llegan algunas donaciones de vecinos o de sus otros hijos. “Cuando no hay pollo me ha dicho que le lleve un pedazo de carne”, reveló su hijo más chico, que le da una mano con los mandados. “Los vecinos también me ayudan”, agregó.
“Casi siempre vienen a las 5, pero en verano siempre vienen más tarde. A veces llegan más temprano. Hoy vino uno a las 3 y empezó a ladrar en la puerta, así que tuve que salir a darle de comer. A veces viene uno a la noche que es medio cruza con pitbull y estos (por los concurrentes) no lo quieren y lo corren. Entonces ese viene de noche, solo, pobrecito”, explicó compungida por no poder integrarlo al resto. Laura, su hija, también la ayuda porque “también quiere los perros”. “Cuando puede me trae una bolsa de carcasa y me ayuda”, contó sobre su hija, que el día anterior la acompañó hasta la Escuela Hogar a recibir la primera dosis de la vacuna contra el Covid. “Ahora estoy más tranquila”, reflexionó.
El vínculo y el amor de Yoli por los perros es tan estrecho que contó que debe estar siempre. “Yo ni salgo por cuidar los perros. Si yo no estoy no comen y cuando me demoro me esperan”, expresó.
EL DÍA QUE SE FUE. “Una vez me tuve que ir a Gálvez, Santa Fe, porque tenía un cumpleaños, entonces le tuve que decir a Daniela (la nuera) que se encargara de darles ella la comida. Ella siempre me ayuda, pero ese día si no no me podía ir”, dijo. “Mi marido me dice ‘yo no tengo nada que ver’”, contó con una carcajada que salía del barbijo. “Rubia salí de ahí”, interrumpe el diálogo porque la perra se entrometía en otro plato. ¿Cómo te acordás de todos los nombres? “Esta es la Mía, esta es la Rubia, el Toser, la Negra, Benja, Lobito”, respondió y marcó con su mano a cada uno de los perros.
LOS GATOS. Los perros no tienen exclusividad en la casa Moreyra- Meyer. Todo bicho que camina va a parar a lo de... La madre de tres hijos contó que llegó a tener “18 gatos”. Otro presupuesto. El número de los felinos, por independencia o por la maldad de algún hereje de la zona, se redujo considerablemente. “Hoy tengo cuatro gatos en casa y cuando vienen de afuera también les doy de comer. Les gusta el hígado de pollo y el hígado de vaca. Pero a los gatos les gusta todo crudo”, reveló.
La postal singular parece de un cuento. Mientras Yolanda asiste a los perros los gatos aparecen en escena, pero lejos de la amenaza. Saben que son minoría y ven el almuerzo o cena desde “la platea”. Están en el pequeño techo que tiene la puerta de ingreso a la casa y cada tanto se asoman como reclamando su momento. “A ellos le doy de comer en el techo para que no vean estos”, explicó en medio de una estruendosa carcajada. “Te lo juro”, afirmó.
A pesar del cariño a Yoli como a los vecinos no deja de sorprenderle que todos los perros lleguen a la misma hora, como sincronizados. Es más, cuenta una anécdota de su preferido. “El Benjamín, ese que me abrazó recién, una vez vino con la madre. Me miró se me paró de frente y se dio vuelta como presentándola. Y a veces vienen los dos”, recordó. “Es increíble”, insistió.