La pesadumbre de una madre que ha perdido a su bebé en el tránsito de las rutas es la más cabal impugnación del sistema impuesto. Mil tomos en defensa de estructuras y organismos de poder se diluyen a la primera lágrima, del valle de lágrimas en que nos desenvolvemos y el sistema oculta para sostenerse.
Las madres de las rutas, y un dolor que desarma el engaño
Debate. Las muertes en el tránsito revelan la ausencia de una mirada integral y la proscripción de la salud, para la prevención en las rutas.
Fortunato Calderón Correa. Armonía en pueblos ancestrales.
Manfred Max Neef. Cómo la economía clásica naturaliza esquemas perversos con alta arrogancia.
Roberto Campitelli. El humano no usa lo mejor de su cerebro.
Un valle de lágrimas, claro, y peor, por contenido, por negado. Como resultado de la imposición vertical, nuestras comunidades se ven privadas del dolor. Estremecidos en el instante de la noticia, nos guardamos luego en la impotencia. En vez de compenetrarnos, en vez de asumir que somos las víctimas de una tragedia porque es nuestra vecina la mamá violentada, nuestro vecino el papá herido, y ellos son nuestra comunidad, no: el poder nos obliga a tomar distancia, con estadísticas manipuladas, con acusaciones a troche y moche, y es cierto que nosotros solemos entrar en el juego perverso. Así, lejos de compartir el dolor, sentir, hacer carne, solemos agregar pesares (como si se pudiera), preguntando. Como en el clásico “qué habrán hecho”.
Salud preventiva
Las niñas, los niños, la juventud esfumada en las rutas son víctimas no de un conductor, no de un mecánico, y tampoco de una lluvia. Hay un sistema, es decir, un conjunto de factores conjugados para dar como resultado la muerte en ruta. Y ese sistema no se desactiva así como así, pero se abren posibilidades de desmantelarlo si empezamos por tomar conciencia.
Por supuesto que existen errores humanos, y también imprevistos. Pero las estructuras de la política y la economía han intrigado para circunscribir el mayor flagelo de la juventud, que es la muerte en tránsito, a un asunto de viales, policías, conductores y azar, como si el Estado mirara de afuera, cuando es el principal responsable en la Argentina y los demás países, por abandono de las personas en ese ámbito.
La propaganda dispensa al Estado, lo exime de su alta deuda, contraída con la vida al impedir el ingreso de la salud a las rutas. Así de simple. Salud preventiva, que brilla por su ausencia.
Ya en los atropellos del ejército nacional, del Estado, sobre las poblaciones indígenas a fines del siglo XIX en la llamada Campaña del desierto, los médicos que acompañaban a las tropas advertían la importancia de la medicina para curar,y también de la higiene para prevenir. No es nada nuevo, pero la premisa no alcanza a las rutas, de modo que las policías suelen confundir la prevención con cobrar multas.
El Estado está a la hora de enyesar a un muchacho quebrado en el accidente, y no está un rato antes para prevenir ese choque y salvar a sus cuatro compañeros que no iban a contar el cuento. ¿No es la vida el principal objetivo del sistema de salud? Por ahora, no, porque el sistema de salud está proscripto en el tránsito y en la producción de alimentos.
Paren el mundo
“Paren el mundo, se me cayó el ensueño”, dice un aforismo del poeta Eise Osman. ¿No pararíamos el mundo, un segundo antes de cada accidente de tránsito?
Sólo en la Argentina mueren unas 20 personas por día, en promedio, y los países vecinos no van atrás. Es evidente que el mundo tendría que paralizarse por completo de manera permanente si nos propusiéramos curarnos de esta enfermedad (quedó claro en pandemia). Y como eso es imposible, nos queda un remedio: cambiar el sistema. ¿El sistema vial? No. Nuestra gurisada muere en ruta por un desorden en el sistema de salud que, en su encierro, expresa el conjunto.
El sistema de salud hace agua. Como la justicia, la seguridad, tanto como el periodismo, y estamos diciendo mucho (no peores que la economía). Es muy pero muy evidente, y sin embargo la arrogancia del sistema, que incluye a profesionales, expertos, políticos, empresarios, colegios, niega las evidencias y en el mejor de los casos pretende tratar con parches una debilidad de los cimientos. Ahora, ¿la conciencia de una persona, una mujer, un hombre, en ese mundo, cambiará el sentido de las cosas? A eso lo responde el refrán: una golondrina no hace verano. Los voluntarismos sirven pero no alcanzan, es la conciencia compartida la que puede revertir este flagelo.
Por ejemplo: si una de las diez medidas esenciales para superar este cáncer social fuera reducir la velocidad, hoy no podemos adoptar esta decisión en soledad, porque el automovilista que decida viajar a 70 kilómetros por hora se encontrará con muchos más riesgos que el resto, dado que estará en situación de sobrepaso en todo momento. Es decir: a la velocidad la bajamos todos, o no reduciremos el número de muertes. Por bienintencionada que sea, la iniciativa personal no modifica las cosas.
Un insulto
¿Que el sistema es arrogante? Un grupo de cinco periodistas señalaban cierta vez en Canal 11 de Paraná el peligro de los colectivos urbanos que subían y bajaban pasajeros, incluso niños y niñas de las escuelas, y transitaban con sus puertas abiertas. Al primer barquinazo que los agarrara desprendidos, ya sabemos. Pues bien: a la semana ocurrió en la misma ciudad un hecho desgraciado con un alumno que viajaba a estudiar, entonces la autoridad pública obligó a los colectiveros a cerrar las puertas…
Si no fuera por la arrogancia y la burocracia, ese niño estaría vivo. Como veremos más abajo, esta actitud de los sucesivos gobiernos es propia de la estupidez humana, una condición muy propia de esta especie. Y una expresión de esa estupidez es la compartimentación. Uno atiende al niño, otro a su mochila, otro al colectivero, otro al colectivo, otro a la vereda, otro estudia el clima y otro el tránsito. Para imaginar el momento en que el niño puede caer, en ese sistema absurdo se necesitaría una “Secretaría de niños que se pueden caer del colectivo”.
Es desde este criterio antojadizo y naturalizado, es desde este disparate, que el flagelo de la muerte en ruta, aquí y en otros países, no puede sanarse. Y esto se entiende si decimos que en el ejemplo ofrecido, del muchacho quebrado, el sistema de salud fracasó por completo, porque su éxito se hubiera visto en la felicidad de esos jóvenes y de sus familiares en el reencuentro.
Es que el sistema de salud debe ser integral. No funciona si sólo cura al quebrado, o le da un remedio al niño que está en una crisis respiratoria por el riego con sustancias químicas peligrosas en el agro. El sistema de salud debe atender la ruta para prevenir el choque, debe atender la agricultura para que los alimentos y la producción de esos alimentos sean saludables, debe atender la biodiversidad y adentro la comunidad. La salud sólo curativa es un insulto a la inteligencia. La muerte en ruta y las enfermedades o las malformaciones por agrotóxicos exhiben el fracaso. Lo demás no debe ser menospreciado, claro, pero es sólo una parte.
La temible planilla
La Argentina imprime cada 1ro. de enero, todos los años, una planilla con cinco mil casilleros, que puede extenderse a diez mil, para registrar las víctimas del tránsito. Allí comienza esta ruleta rusa. Nadie sabe los nombres, pero todos sabemos que entre cinco y diez mil vecinas y vecinos, mayoría seleccionados en la niñez y la juventud, completarán ese trámite. Y que otras cien mil personas llenarán los formularios de los deudos: huérfanos, huérfanas, mamás, papás, novios, novias, hermanas, hermanos, amigas, amigos, compañeros, comunidad… Cuántas de esas personas morirán sin haber muerto, para empezar un difícil repecho hasta comprender que son víctimas de la misma fatalidad.
No, no es un terremoto, es la sociedad humana que no logra organizarse, que tiene en tensión sus placas tectónicas y de tanto en tanto explota en las rutas. Hemos ido naturalizando más o menos esta terrible realidad. Un día nos toca la puerta y es el nombre nuestro el que llena la planilla. Digo el nombre nuestro, que es el nombre también de nuestra gurisada.
Los deudos se golpean el pecho. Los gobiernos acusan a otros. Las comunidades están prisioneras de constelaciones de funcionarios que, como los perros del hortelano, no comen ni dejan comer. Y es que la vecindad podría abordar este flagelo pero el Estado toma para sí la responsabilidad y no la ejerce. Todos los espacios donde se trituran las vidas inocentes están bajo responsabilidad del Estado, y el Estado siempre encuentra alguna excusa para culpar a alguien. Las rutas no funcionan, las rutas matan, y la sociedad se ha organizado en el Estado (supuestamente) para abordar los problemas comunes, pero ese Estado se desentiende y señala a otros.
Si el Estado asumiera su ineficiencia devolvería a la comunidad los tramos vecinales de cada ruta para que la vecindad, sin fines de lucro, buscara modos de superar este flagelo. Y decimos los modos, porque son innumerables las vías para salvar esas vidas, para dejar vacíos esos casilleros de las tristes planillas.
Hemos denunciado en este espacio que sólo en un semáforo en la intersección de la Ruta nacional 12 con el acceso a San Benito se cometen medio millón de infracciones por año. El estado, que es el responsable de cuidar la vida de los inocentes, no se hace cargo de esa protección y todo queda a merced de nadie. Entonces el inocente que se cuidaría al cruzar una bocacalle, confía en la autoridad que colocó las luces y pasa sin imaginar que esa autoridad no lo es, y que por mil motivos hay muchos que pasarán en rojo.
Existen semáforos encendidos durante la noche y puede constatarse que el 90 % de los automovilistas y motociclistas los ignoran, por razones a veces atendibles (la inseguridad, por caso). Pero siguen allí, en vez de quedar intermitentes. Así es como, en lugar de organizar el tránsito, el Estado pone en riesgo la vida. Lo mismo pasa con su ceguera ante los conductores temerarios.
Días atrás escuchamos a funcionarios del Estado nacional cuestionando a "Luchemos por la Vida", la entidad que más nos ha enseñado a cuidar la vida en las rutas, por una diferencia en el número de víctimas. En vez de escuchar, el Estado cierra filas y muestra los dientes.
Especie chocadora
Las diversas doctrinas, los diversos modos de organizar la sociedad, no han dado en el clavo para erradicar el sinsentido de la muerte provocada por un sistema que, en este punto, nos interroga a todos por igual. La muerte en ruta nos cruza, es un crimen del sistema que interpela a la humanidad. En algunos países se muestra más atenuado pero estamos lejos de erradicarlo.
Erradicar el flagelo, claro, si hay tantos ejemplos de especies que no se chocan. ¿Hay que decirlo? No mueren los peces por chocarse, no mueren las aves, las mariposas por chocarse; no mueren las vacas ni los caballos ni las babosas ni los árboles ni los tiburones por andar en la vida. No: el absurdo del sistema es tal que nos lleva a pensar que la humanidad se diferencia de las demás especies por matarse en el camino, es decir: por los choques. Unos dicen la razón, la inteligencia, la risa, y hasta ven la diferencia en la estupidez. Y bien, ¿se chocan las otras especies?
Claro que las familias humanas caminan como cualquier viviente. El problema está en las rutas, en el sistema, no en las personas individuales. Los organismos de poder hacen hincapié en problemas mecánicos y errores individuales para diluir su responsabilidad en el conjunto. Así es como las víctimas cargan con la revictimización desde la perversidad del poder, que es su verdugo.
Ahora: las víctimas están entre nosotros. Nadie queda entero cuando muere un hijo, una hija; y nadie se marcha por completo: este es el mundo, es uno, aquí estamos, aquí nos manifestamos de mil maneras diversas. Las víctimas tienen todo para decirnos, y nos encuentran con el corazón cerrado. Somos el aire, somos la arcilla, somos el arroyo; hoy nos expresamos con una sonrisa, mañana con una lágrima, otro día a través de un trino o del murmullo de las olas. Lo que se escucha ahora es un silencio atronador. La Argentina se cierra. El mundo se cierra ante el flagelo. Pero no será para siempre.
Max Neef nos ayuda
¿Por qué el sistema no cambia? Porque está anclado a estructuras que se retroalimentan, desde concepciones vacías, incoherentes, pero atornilladas. Si el sistema menosprecia la mirada integral, si se obsesiona con las especializaciones, el resultado es la atomización, el desconcierto.
Manfred Max Neef encontró en la estupidez la principal característica del ser humano. Exclusiva, no compartida con ningún otro ser vivo. Y observó en los economistas clásicos el sumun de la estupidez.
Este lúcido chileno vio que no era el alma como le decía su profesora, que no era la inteligencia como le decía otro profe, que tampoco era el humor como a él se le ocurrió en cierto viaje, hasta que un día su padre le sugirió: “prueba con la estupidez”.
“La primera condición para ser estúpido es ser inteligente… el acto estúpido consiste en hacer algo en contra de las evidencias que tu tienes… todos tenemos perfectamente claro lo que no hay que hacer, pero lo hacemos. El fondo, fondo, fondo, de por qué estamos como estamos es la estupidez humana”, dice Max Neef.
El pensador no propone erradicar la estupidez y aclara: “pero hay estupideces y estupideces”.Para dar ejemplo, apunta que en España la presión de la estupidez sobre los marginados llevó a muchos al suicidio, y el país contó más muertos por suicidio que por accidentes de tránsito…
Lo que no dijo, en una conferencia que tenemos a la vista en las redes, es que tanto el pedirle más austeridad a un menesteroso como el insistir con el sistema de tránsito fatal son dos caras de la misma moneda: la estupidez. Y no de todas las personas, sino principalmente de las que tienen responsabilidad política, económica, las que sostienen el sistema y se niegan a revisarlo.
Lo de Max Neef nos está mostrando una condición altamente preocupante: que la estupidez está casi en nuestra esencia. Nos define. De modo que atenuar su impacto sobre la vida social es toda una tarea. Quizá no erradicarla, pero sí orientarla un poco para salvar a tantos, a tantas, del valle de lágrimas.
¿Cuánto mide el dolor?
Max Neef hace referencias a la economía y afirma que es un engaño. Nosotros estamos mirando, en ese ámbito engañoso, el tránsito por las rutas.
El chileno explica que la economía que nos enseñan hoy no es tal, y en base a obras de Aristóteles indica que lo que conocemos por economía es crematística, es decir: ganancia, crecimiento, cantidad, por encima del cuidado de la casa común.
Y bien, a nuestros fines (en esta columna dedicada al sistema de muerte en tránsito), ¿no veremos en la estupidez humana, y en esta confusión de economía por crematística, una de las fuentes del valle de lágrimas?
Dejamos para otra vez analizar qué involucra eso de supeditar la economía a la crematística, porque a poco veremos que se trata del interés de banqueros, industriales, comerciantes, exportadores, constructores, industriales, corporaciones, políticos como socios menores; de grandes volúmenes en las finanzas y en el transporte, todo acumulado sobre las rutas, pero también de uno de sus ingredientes: nuestro consumismo, nuestro apuro, nuestra decisión de entrar en el juego utilitarista sin observar la sustentabilidad, y apilarnos en las peligrosas rutas con la peregrina creencia de que no serán nuestros nombres los que llenarán la planilla trazada cada 1ro. de enero.
Creer que el Estado regulará los deseos personales y grupales para alcanzar el bien común es otra creencia. Como creer que el Estado es público. Un bestial sistema de propaganda sostiene y promueve este largo macaneo. Y como de creencias se trata, no entran en el campo de los fundamentos y la refutación. Si unos agachamos la cabeza ante los designios de Dios, otros la agachamos ante la potestad del Estado, que nos ha hecho creer que es bueno y no hay nada mejor a nuestro servicio, aprovechándose, claro, de nuestra candidez.
Es de suponer que la economía clásica calcula de esta suerte: el transporte y los viajes y la velocidad de las comunicaciones dan 10 metros de placer en el hedonómetro; la muerte en ruta da 9 metros de dolor. Resultado: hemos gozado de un metro de felicidad. Con esta calculada estupidez a la enésima podría explicarse el absurdo del sistema actual. Para una mirada serena, comprensiva, un millón de toneladas de fierros y otros mil cupones turísticos no se comparan con el dedo meñique, pero el desierto de la economía dominante está vestido con impermeables, y la vida es húmeda.
El Estado vive en simulación, y se pinta para parecer natural. Es difícil, siquiera, esperar un sinceramiento de los protagonistas de la farsa porque reconocer que esto no funciona equivale a ponerse a trabajar en otras vías, y eso obliga a salir de la inercia de los que creen tener el mango de la sartén: legisladores, ministros, jueces, fiscales, policías, partidos, en su mayoría funcionales (como nosotros los periodistas) a un Estado que no funciona (con excepciones, claro). Así, ante la explosión de las noticias diarias, la precariedad del Estado va por multas, denuncias, cárceles, e irá por el cadalso y la guillotina, es decir: no encuentra nada a mano para anticiparse y abortar los próximos títulos.Simula y reprime.
Futuro ancestral
Apenas nos libremos de cantidades y volvamos al sentido de cualidad y comunidad, veremos que el sistema actual está conducido por el área estúpida de la condición humana. Eso es coherente con un postulado del neurocientífico cordobés Roberto Campitelli, que en un libro editado junto al paranaense Fortunato Calderón Correa, titulado “Consciencia de especie. Mente y no mente”, sostiene que el ser humano no está usando lo más avanzado de su cerebro (neocórtex, prefrontales),bien preparado para la amistad y el amor, y en cambio se estancó en la fuente más cercana a su etapa reptil, oportunista. Calderón Correa apunta que aquella condición para la armonía está, sí, en los pueblos ancestrales, comunitarios, integrados a los ciclos y ritmos de la naturaleza, lerdos y sin tabiques para la comprensión. Por lo que podríamos concluir (digamos) que los pueblos ancestrales usan lo más lúcido del cerebro y el occidente moderno, en cambio, parece echar cola, con su individualismo, su apuro, su vida en compartimentos, su sistema de choques.
Conclusión: que el sistema nos amontona en las rutas y a la vez nos echa la culpa de los resultados de ese infierno. Y no sólo eso: nosotros naturalizamos la aberración, y le seguimos dando crédito al sistema y a sus ultra-ineficientes compartimentos estancos.
El sistema no cuida la armonía, no procura la armonía, ataca la armonía; el sistema se burla de la armonía, privilegia la crematística, se ahoga en un vaso; y nosotras, nosotros, en el medio, metidos en esa aventura, sumergidos en el valle de lágrimas, tratando de no hacer carne la desgracia que es nuestra y que solemos considerar ajena.
Y bien: tomamos conciencia de este flagelo por la peor de las vías. En vez del advertimiento que se estimula en una rueda de mate, necesitamos del choque fatal para activar nuestros reflejos dormidos. Qué pena.
Por eso nuestro reconocimiento a las niñas, a los niños; nuestra oración a la Pachamama por esta bella y sentida gurisada que, apenas nos descubre desprevenidos, desarmados, con el corazón abierto, viene y nos despierta desde su aparentemente corta y verdaderamente honda existencia.